El juego de las élites. Javier Vasserot

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El juego de las élites - Javier Vasserot Novelas

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le permitía ganarse la confianza de los clientes, explicó torpe pero convincente a David en qué consistía el famoso Átomo y la labor que de él esperaba. Consciente como era Tomás del gusto de David por el estudio, le pidió que bucease entre todas las operaciones de compra apalancada de los últimos años en Europa por parte de sociedades que se emplearan en sectores regulados, esto es, aquellos en los que se precisa de autorización administrativa para operar, con el objeto de comprobar si había algún impedimento para la operación que hubiera que tener en cuenta. Era un informe que requería un gran conocimiento jurídico y muchas horas de dedicación y criterio para encontrar precedentes realmente válidos.

      –Perfecto, Tomás; en unas horas te preparo una nota –contestó David encantado de que al menos el trabajo tuviera mejor pinta de lo previsto.

      Lo que no sabía David era que Bernardo ya llevaba toda la tarde-noche preparando exactamente el mismo informe para Tomás, que también lo había cazado horas antes mientras iba a la cocina a prepararse el sexto café de la jornada. De hecho, Bernardo había dejado una nota preliminar sobre la mesa de Tomas hacía ya varias horas cuando, a las tres de la mañana, harto de esperar la revisión por parte del socio, subió a la tercera planta (por supuesto por las escaleras) para preguntarle qué le había parecido el informe. Tal y como le ocurrió a David, se encontró la puerta cerrada. Y de la misma manera que a su compañero, le asaltó la duda de si llamar, esperar o irse. No optó por ninguna de ellas, sino que entreabrió ligeramente la puerta tirando del pomo totalmente hacia abajo para hacer el mínimo ruido posible.

      Cuál sería su sorpresa al encontrarse a Tomás tumbado sobre la moqueta cual largo era dormido, que no durmiendo.

      «¡Manda cojones! Bueno, pues me voy a casa», se dijo Bernardo mientras cerraba de nuevo la puerta con suavidad, molesto por un lado por el hecho de haber perdido tantas horas de manera estúpida, pero aliviado por otra parte al poder irse a dormir de una vez. No contaba con Enrique, «Henry» para sus allegados, el socio que hacía habitualmente de segundo de Tomás en las operaciones de campanillas.

      «Henry» había sido el socio más joven de la historia del Gran Bufete y su lealtad a don Ramón y a Tomás estaba fuera de toda duda. Para «Henry», el solo hecho de pertenecer a ese bufete era el mayor honor que ningún abogado de la Nación podía recibir. Aunque fuera sin cobrar, cualquier abogado joven debería matar por poder ejercer la abogacía en El Gran Bufete al lado de esos grandísimos juristas, entre los que él se consideraba incluido, por supuesto.

      –Y tú ¿a dónde te crees que vas? –le preguntó a Bernardo al percibir que el júnior parecía estar marchándose a hurtadillas.

      –Le he dejado a Tomás la nota que me pidió y ahora me iba a casa.

      –¿De qué tema?

      –Proyecto Átomo.

      –Así que estás al tanto de la operación.

      –Claro, Enrique –contestó Bernardo, que se negaba de plano a llamar «Henry» a Enrique, ya fuera por la falta de confianza, ya porque le parecía sencillamente ridículo.

      –¿Así que sabes quién es nuestro cliente? –Como buen abogado, «Henry» no soltaba prenda antes de asegurarse unas cuantas veces de no romper la cadena de custodia de la información confidencial.

      –Gasística, ¿no? –respondió Bernardo sin tiempo de poder arrepentirse mientras observaba cómo comenzaba a dibujarse una retorcida sonrisita en el rostro de «Henry».

      Demasiado tarde. Se dio cuenta de que acababa de cometer el grave error de ser el primero en la conversación en revelar el nombre del cliente, cuando lo que tenía que haber hecho es continuar con todos los circunloquios que fueran precisos hasta que fuera el otro el primero en desvelar el nombre de la compañía. «Henry» ya tenía la excusa perfecta para frenar la carrera del joven protegido de Tomás cuando varios años después se reunieran los socios para valorar las promociones a asociado sénior.

      Bernardo se podía imaginar la escena en su mente. La sala de juntas repleta de socios a punto de votar las promociones y, al anunciarse su nombre preguntando por las valoraciones del joven abogado, «Henry» señalaría que años atrás el tal Bernardo había roto la confidencialidad de un asunto de extrema importancia al desvelar el nombre de un cliente. Daría igual si a quien se lo había desvelado era un socio que estaba trabajando en la misma operación. Lo realmente relevante era que no había actuado con la cautela que se espera de un asociado sénior del Gran Bufete. Así que a esperar un año más para promocionar y con un borrón en su historial.

      Era el riesgo que se corría al ser evaluado por aquellos que nunca en su vida cometieron un error, si es que no errar en la vida consistía en ir permanentemente con el freno de mano echado, arropado por los iguales y a la espera de que otros se arriesgasen a volar para poder señalar entonces sus supuestos errores.

      –Pues nada, chico, me vienes de maravilla. Necesito que prepares el primer borrador del contrato de servicios entre Gasística y el actual accionista de control de Eléctrica para la transición post-closing.

      El contrato en cuestión era un documento que habitualmente firmaban los socios actuales de la sociedad a ser vendida (Eléctrica) con la sociedad compradora (Gasística) a efectos de que los hasta entonces dueños de la empresa prestaran asistencia a los nuevos durante el tiempo necesario para que estos pudieran familiarizarse con la sociedad recién adquirida.

      –Vale, mañana en cuanto llegue al despacho te lo preparo –le contestó.

      «Henry» comenzó a mover la cabeza nerviosamente, como si le estuviera dando un ataque.

      –¡¡¡Cómo que mañana!!! ¿Tú ves que yo me esté yendo a casa? No tienes ni la más remota idea de lo que es formar parte del equipo de una transacción como esta –le gritó pese a que eran casi las cuatro de la madrugada.

      «Pues si consiste en esto, no tengo ni el más mínimo interés en descubrirlo», pensó para sus adentros Bernardo. No obstante, pese a las formas y las deshoras, contestó bastante comedido.

      –¿Ese no es un contrato que se necesitará dentro de muchas semanas? –intentó razonar.

      «Henry» no cabía en sí de ira.

      –Aquí no se piensa, ¡se ejecuta!

      Bernardo supuso que tanto trasnochar no le permitía razonar con claridad, o que simplemente su dedicación un tanto artificial e innecesaria solo cobraba sentido si todos los que lo rodeaban estaban igual de fastidiados. Pensó que era mejor no empeorar la situación y volverse a su sitio a comenzar a preparar el contrato.

      «Pues menuda noche llevo. En quince minutos ya me he cargado mi promoción a sénior», reflexionó agobiado mientras subía de nuevo a su despacho de la sexta planta (por las escaleras) a redactar algo que ni servía para nada en ese momento, ni tenía contenido alguno, y que estaba seguro de que nadie le llegaría a pedir nunca.

      Pero como bien le había dicho «Henry», allí no se pensaba, se ejecutaba. Además, «amparado» en esa relación mercantil que teóricamente le unía al Gran Bufete, ni siquiera disfrutaba de un horario ni de la capacidad de decir no a ciertos abusos. Así que a las nueve de la mañana allí seguía, escribiendo de mala gana un contrato absurdo, pared con pared con Álvaro, que estaba encantado «picando» datos en los contratos que sí que se iban a firmar, preparando las versiones finales, rellenando números de DNI, nombres, direcciones, números de cuenta bancaria… Todo un «lujazo» jurídico. Y es que finalmente Álvaro ya estaba metido en Átomo y no cabía en sí de gozo. Había

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