Historia de un alma. Santa Teresa De Lisieux

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Historia de un alma - Santa Teresa De Lisieux Biblioteca de clásicos cristianos

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oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena. Su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia, que encanta al corazón de Jesús, seduce al mío» (MsC 36vº). Lo más admirable, lo más seductor, que encuentra en ella, es su «amorosa audacia» a pesar de haber sido una gran pecadora. Ella, preservada del pecado mortal por la «misericordia preveniente» de Dios, no se apoya en esta inocencia para acercarse confiadamente a Dios. «Aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse» se llegaría al Dios-Amor Misericordioso con la misma confianza, pues sabe qué recibimiento hace «al hijo pródigo que vuelve a él» (MsC 36vº).

      La enfermedad sigue haciendo estragos en su joven organismo. El 8 de julio la bajan a la enfermería. El 30 del mismo mes le administran la unción de los enfermos. La pobre enferma continúa haciendo lo que puede. Escribe sus cartas de despedida a los parientes y a los dos misioneros. La última, al abate Bellière, el 10 de agosto. En ella le comunica: «Estoy ya a punto de partir. He recibido el pasaporte para el cielo». Refiriéndose a la comprensión con que juzgaría sus faltas en el cielo le advierte: «¿Olvidáis, pues, que participaré también de la misericordia infinita de Dios?... Creo que los bienaventurados tienen una gran compasión de nuestras miserias» (C 235).

      Los días siguientes son de grandes sufrimientos. Hasta le viene la tentación de suicidarse (cf UC 22.9.6).

      El 19 de agosto recibe la eucaristía por última vez. Su estado de salud no le permitirá recibirla más. Pero no se desanima. Piensa que Dios no está condicionado por ningún medio ni siquiera por los sacramentos. Ya había dicho: «Sin duda, es una gracia grande recibir los sacramentos; pero cuando Dios no lo permite, también está bien, todo es gracia» (UC 5.6.4).

      El 8 de septiembre, séptimo aniversario de su profesión, traza sus últimas palabras autógrafas en el dorso de la estampa de la Virgen. Dicen así: «¡Oh, María!, si yo fuera la Reina del cielo y vos fueseis Teresa, quisiera ser Teresa a fin de que vos fueseis la Reina del cielo».

      La muerte de amor

      Teresa, inteligente y fiel discípula de san Juan de la Cruz, piensa que la muerte de amor debe ser el término normal de un alma consagrada como víctima al Amor misericordioso de Dios. Ha de ser el amor el que consuma su existencia en la tierra. Manifiesta esta aspiración desde el año 1895 (cf P 17; 18 y 22), y unos meses más tarde en el «Acto de ofrenda al Amor misericordioso» muestra la misma aspiración. En adelante va a constituir en ella una verdadera obsesión. Así lo evidencian estos textos: «No tengo ya grandes deseos si no es el de amar hasta morir de amor» (MsC 7vº). Y un poco más adelante: «La única gracia que espero es la de que un día mi vida sea rota por el amor» (MsC 8rº).

      Al constatar que en ella, sumergida como está en la oscuridad y asediada por tentaciones contra la fe, no aparecen los transportes de amor que san Juan de la Cruz afirma que acompañan a la muerte de amor, comprende que existe otro género de muerte de amor. Este modo es menos brillante pero, tal vez, más frecuente, y no tiene por qué ser de inferior calidad. Su excelencia está garantizada, pues es la que el Padre preparó para Jesús en la cruz. La muerte del Hijo amado no se produjo entre transportes gozosos de amor sino en la oscuridad y el abandono. Sor Teresa entiende que algo semejante está sucediendo en ella. «No os apenéis, hermanitas mías, si sufro mucho y no veis en mí..., ninguna señal de bienaventuranza en el momento de mi muerte. Nuestro Señor Jesucristo murió ciertamente víctima de amor, y ya veis cuál fue su agonía. Todo eso no significa nada» (UC 4.6.1). «Nuestro Señor murió en la cruz, entre angustias, y sin embargo, fue la suya la más bella muerte de amor... Os confieso francamente: eso es lo que me parece que experimento yo misma» (UC 4.7.2).

      Su muerte

      En los últimos meses, a pesar de su debilidad, no deja de preocuparse de los misioneros y de las novicias encomendadas a ella. Son interesantes los recuerdos o consejos que les deja. Más que consejos son pensamientos suyos, que desea que sus dirigidos asimilen.

      Al abate Bellière le envía una estampa con esta frase: «Yo no puedo temer a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí..., porque no es más que amor y misericordia». Y a una de sus novicias le deja este pensamiento: «Que vuestra vida sea toda de humildad y de amor a fin de que pronto vengáis a donde yo voy: a los brazos de Jesús» (C 237).

      Por fin, llega la hora decisiva. Al cabo de una enfermedad bastante larga y muy penosa con sufrimientos de todo género, que afectan al cuerpo y al alma. Sobre todo, le afligen las tentaciones contra la fe. Sor Teresa soporta todo entre sonrisas, actos de caridad y, en algunos momentos, angustiosos gemidos. Llega a la meta el día 30 de septiembre, hacia las 7,20 de la tarde. Tenía veinticuatro años y nueve meses. Sus últimas palabras inteligibles fueron: «¡Dios mío, os amo!». Se le pueden aplicar muy bien las palabras del libro de la Sabiduría: «Maduró en pocos años, cumplió mucho tiempo» (Sab 4,13).

      La muerte de la gran santa fue un acontecimiento casi exclusivamente conventual. No tuvo repercusión alguna fuera de la comunidad religiosa y el estrecho círculo de familiares. A su entierro, el 4 de octubre, asistieron unas treinta personas, un «cortejo muy reducido». Lo formaban algunos clérigos, Leonia, que presidía el duelo, y unos pocos familiares más.

      Así terminó sin ruido, sin brillantez, la vida de esta monjita, a la que Dios había hecho comprender que su «gloria quedaría oculta a los ojos de los mortales» (MsA 32rº). Siempre había pretendido ser y parecer pequeña, una rosa que debía ser deshojada a los pies de Jesús. El 19 de mayo cantaba:

      «Hay muchas rosas frescas

       que gustan de brillar en los altares

       y se entregan a ti.

       Mas yo anhelo otra cosa: deshojarme...» (P 43).

      Así desaparece de este mundo, como una rosa que se deshoja y cuyos pétalos se lleva el viento o son pisoteados en el suelo.

      Su fama después de la muerte

      Teresa creyó que la «verdadera gloria es la que ha de durar eternamente». Pero su gloria del cielo va a tener un reflejo en la tierra.

      Algunas religiosas de su entorno habían adivinado, más que percibido, algo extraordinario en la joven carmelita. Sus escritos acabaron de descubrir lo que aquella vida, extraordinariamente sencilla y vulgar, encerraba de admirable. En su interior había un mundo, se había desarrollado una vida, que nadie había sospechado. Ni sus más íntimas confidentes como la Priora, sus hermanas, las novicias, el confesor, habían vislumbrado su calidad.

      Al año del fallecimiento se publica, con muchas correcciones y mutilaciones, la Historia de un alma, un libro que había de desencadenar «el huracán de gloria». Los cuatro mil ejemplares de la primera edición desaparecen rápidamente. Un año después sale de la imprenta la segunda edición. Pronto empiezan a llegar al Carmelo las noticias de favores y milagros. Aparecen por Lisieux los primeros peregrinos que desean visitar su tumba. A los tres años de la publicación del escrito se hace la primera traducción: al inglés. Hoy la autobiografía de la pequeña carmelita se puede leer en más de cuarenta lenguas.

      Empiezan las sugerencias para introducir su causa de canonización. En los primeros momentos casi nadie toma en serio el asunto. El entusiasmo de los fieles y las noticias de la prensa religiosa presionan incesantemente y, por fin, se toma la decisión de dar los primeros pasos. Pero sin confianza, con el único objetivo de dar una satisfacción a los sencillos devotos.

      El romano pontífice, san Pío X, toma cartas en el asunto. Alienta y apremia a los responsables declarando que la doctrina de la carmelita le parece muy oportuna. Hasta este extremo entusiasmaron a aquel santo papa la

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