Historia de un alma. Santa Teresa De Lisieux
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La alegría no dura mucho. Antes de dos semanas, grave recaída del patriarca. Al cabode unos días de observación, tienen que hospitalizarle en la Casa de Salud de Caen. Allí permanecerá tres años. Es el período de gran sufrimiento, que Teresa califica de «la gran tribulación» (MsA 73vº). Este acontecimiento dolorosísimo, que nunca se había imaginado, colma plenamente sus deseos de sufrir. Es para ella «la más amarga, la más humillante de las copas. Ya no he dicho que puedo sufrir más» (MsA 73rº). La fe le sugiere cómo sacar provecho de los males. Podrá decir: «Sí, estos tres años de martirio de papá me parecen los más amables, lo más fructuosos de toda nuestra vida; no los cambiaría yo por todos los éxtasis de los santos» (MsA 73rº). Llegaría a llamarlos «nuestra gran riqueza» (MsA 86rº).
Durante este tiempo son interesantes las cartas que la santa escribe sobre el sufrimiento a su hermana Celina, que cuida al padre. Todo esto acelera la maduración de su vida cristiana y religiosa. Ahora sí que corre a pasos agigantados. En la obra de destrucción que se opera en su padre descubrirá algo de lo que significa la figura del Siervo Sufriente y la Santa Faz de Jesús (cf MsA 71rº). Respecto a su noviciado se puede asegurar que le resultó bastante penoso. Siempre bajo la sombra dolorosa de la enfermedad de su padre, al hilo de las noticias siempre tristes y desconsoladoras, que le envían sus hermanas, que le asisten.
A pesar de ello, la novicia se mantiene firme y afronta con resolución las situaciones que le presenta el aprendizaje teórico y práctico de la vida religiosa. Sus aspiraciones son inmensas. Piensa en amar a Dios «como nunca ha sido amado» (C 51). Humillado, «el grano de arena» pone manos a la obra. «Sin alegría, sin ánimo y sin fuerzas, y todos estos títulos le facilitarán la empresa; quiere trabajar por amor» (C 59). Va comprendiendo el nuevo horizonte que se abre delante de ella. Hay que seguir el camino sin desanimarse. «La florecita trasplantada en la montaña del Carmelo debía desarrollarse a la sombra de la Cruz. Las lágrimas, la sangre, se convirtieron en su rocío, y su sol fue la Faz adorable velada de lágrimas» (MsA 71). Descubre las «bellezas escondidas de Jesús» (C 88).
En la monótona vida del noviciado se dedica a «practicar las pequeñas virtudes» (MsA 74vº).
Tal vez lo más duro es que «no encuentra ningún consuelo en su vida de oración» (MsA 73vº).
Cumplido el tiempo para hacer la profesión, se le retrasa la fecha. Ella siente este percance. Anhelaba, quería consagrarse a Dios cuanto antes. La candidata a santa reflexiona y reacciona con espíritu de fe. Acepta la decisión (cf MsA 73vº). Más tarde cae en la cuenta de que en aquella prisa por consagrarse a Dios no todo era amor puro. Había una buena dosis de amor propio (cf C 152).
Este año descubre los valores de las enseñanzas de san Juan de la Cruz. Lee asiduamente sus obras (cf MsA 83rº; C 88).
La santa exclama: «Así pasó el tiempo de mis esponsables..., resultó bien largo para la pobre Teresa» (MsA 73vº).
La profesión religiosa
(8 de septiembre de 1890)
Empieza la preparación para este solemne acto con un retiro de diez días. Todo este tiempo lo transcurre en la más absoluta aridez, casi en el abandono. Pero Dios no se desentiende de ella. Le va inspirando insensiblemente lo que debe hacer para agradarle en todo (cf MsA 75vº). Es la manera suave de comunicarse de Dios.
Se nos ha conservado el testimonio de las notas que escribió a sus hermanas durante este retiro para informarlas sobre su estado espiritual. En ellas se refleja perfectamente lo que pasa en su interior. Nos ponen ante los ojos cómo se puede encontrar una gran santa en vísperas de dar el paso más decisivo de su vida. Fácilmente nos imaginamos a los santos con transportes de amor, con comunicaciones gozosas de Dios, casi en la gloria. Yo creo que la lectura y meditación de estos textos nos puede enseñar mucho sobre lo que es vivir en pura fe. Para el día de la ceremonia escribe un billete en el que expone sus anhelos y esperanzas. Luego lo llevará siempre sobre su pecho como testimonio de constante afirmación de su consagración a Dios (O 2). Una grafóloga que examina el autógrafo dice: «El texto está escrito con unos trazos que revelan el miedo de una niña y una decisión de guerrero».
Durante la noche, que precede a la profesión, sintió una fuerte angustia, pero llegada la mañana, nos dice: «Me sentí inundada de un río de paz, y con esta paz, que supera todo sentimiento, pronuncié mis Santos Votos» (MsA 76vº). Era la mañana del 8 de septiembre de 1890.
En esta época la profesión se celebraba en la intimidad, sin más testigos ni participantes que las religiosas de la comunidad. La ceremonia externa era la imposición del velo negro. En el caso de sor Teresa se dejó para el día 24.
Fue un día muy triste para la pobre Teresa. Todo le salió mal. Su padre no pudo asistir ni siquiera para darle la bendición al final de la ceremonia como lo habían proyectado, en secreto, la novicia y su hermana Celina. Esta ausencia oscureció el día. Bajo el velo negro, recién estrenado, de la joven consagrada, corrieron las lágrimas en abundancia. «Me hallé –dice más tarde– verdaderamente huérfana de padre en la tierra pero pudiendo mirar con confianza al cielo y decir: “Padre nuestro, que estás en el cielo”» (MsA 75vº).
Los años oscuros (1890-1893)
Después de la profesión empieza un período de dos años y medio al que algunos denominan los «años oscuros» de sor Teresa. Es cierto que durante este tiempo la joven religiosa llevó una vida monótona, sin sucesos de relieve en ningún aspecto. Pero no fueron años perdidos. Hace un gran descubrimiento: encuentra el verdadero sentido religioso de la «monotonía del sacrificio» (C 85). Ha dado con el meollo de la vida monástica.
En el exterior, la vida no cambia apenas. El padre continúa su humillante destierro en el sanatorio. Su hermana Celina, una joven inteligente y bella llama la atención de más de un joven. Pero sor Teresa está empeñada en que Dios la llama y debe consagrarse a Él en la vida religiosa. De ahí esas cartas en las que le expone las excelencias de la virginidad y de la vida consagrada (cf C 102; 104; 109). Más tarde nos recuerda cuánto le preocupó este asunto hasta que la tuvo a su lado en la clausura (cf MsA 82rº).
En su vida conventual no le faltan problemas. Por parte de las religiosas no recibe atenciones especiales. No tiene ocasión de desahogarse con sus hermanas mayores. Se siente como un «granito de arena». Todos lo pueden pisar, y no sólo pisarlo, sino olvidarlo, que es lo más duro, lo que más se siente (cf C 81; 84). Aunque sea olvidada por las criaturas, «desea ser vista por Jesús. Si las miradas de las criaturas no pueden abajarse hasta él, que por lo menos la Faz ensangrentada de Jesús se vuelva hacia él... No desea más que una mirada, una sola mirada» (C 84). Pero tampoco Jesús le atiende. Hay que amarle sin compensación. Pero la joven, ansiosa de amor, lo siente. A pesar de todo, reacciona así: «Amémosle (a Jesús) lo bastante para sufrir por él todo lo que quiera, incluso las penas del alma, las arideces, las angustias, las frialdades aparentes... ¡Ah! es gran amor amar a Jesús sin sentir la dulzura de este amor... Es un martirio. ¡Pues bien, muramos mártires!» (C 73). Aunque se muestra valiente, esa falta de respuesta sensible de Jesús llega a turbarla en algunos momentos. Le hace dudar de si verdaderamente es amada por Dios (cf MsA 78rº). Las palabras de la M. Genoveva la consuelan. Al año siguiente la noche se hace más oscura aún. «Sufría yo entonces toda clase de pruebas interiores (hasta preguntarme a veces si había un cielo)». Y es precisamente al encontrarse tan angustiada cuando aparece un mensajero providencial del cielo, un religioso franciscano, que la comprende, la anima y la «lanza a velas desplegadas sobre las olas de la confianza y del amor», y le asegura que «sus faltas no