Historia de un alma. Santa Teresa De Lisieux
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En la plegaria dirigida a Jesús afirma que ella ha comprendido a Dios tal como es en realidad. Quisiera que esta comprensión fuera contagiosa. ¡Cuántas gracias ha recibido ella durante este año a partir del mes de abril! «Si todas las almas débiles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas..., ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cumbre de la montaña del amor» (MsB 1vº).
Ha descubierto con toda claridad su vocación personal en la Iglesia. Cree tener todas las vocaciones, quisiera realizar todas las obras de los santos, pero eso es imposible. Por fin da con la vocación que puede satisfacer todas sus aspiraciones: «En el Corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el Amor». «Mi vocación es el Amor». «Así lo seré todo..., así mi sueño se verá realizado» (MsB 3vº). No le arredra su pequeñez. Muy al contrario, le parece que es muy normal que Dios escoja a sus víctimas de amor entre los insignificantes y los débiles pues «lo propio del amor es abajarse» (MsB 3vº).
Continúa exponiendo cómo se desarrolla el proceso de intercambio de amor entre Dios y ella, entre el Dios-Amor Misericordioso y la pequeña e imperfecta, pero confiada, criatura. Termina su oración implorando a Dios que «escoja una legión de pequeñas víctimas dignas de su amor» (MsB 5vº).
La vida sigue su curso. Escribe a los misioneros. La enfermedad avanza. Llega el duro invierno. Las tinieblas espirituales se hacen más espesas. Son, se puede decir, continuas. A medida que la fe se oscurece, Dios la ilumina por otro lado. Gracias a esta luz, descubre el sentido profundo de la caridad fraterna (cf MsC 11vº-18vº).
Todavía por el mes de noviembre se hace una novena por su restablecimiento con vistas a su traslado a una comunidad de Indochina. La aparente mejoría resulta una pura ilusión. Pronto sufre una recaída fuerte, la definitiva.
La enferma continúa su labor de composición de poesías y redacción de cartas muy interesantes, llenas de admirable doctrina. Para Navidad prepara una sencilla poesía titulada «La pajarera del Niño Jesús», en la que canta la vocación de la carmelita encerrada en su convento por amor a Jesús.
Año 1897
El horizonte se va reduciendo y la enferma divisa cercana la meta de su carrera en este mundo. Se convence de que no puede vivir mucho. Ya en enero, en una carta dirigida a la M. Inés, menciona a la muerte como algo que está a la vista (cf C 186). Poco después, con otra misiva, manifiesta: «Creo que mi carrera aquí abajo no será larga» (C 187). Vuelve a repetirlo en otras cartas. Lo tiene ya asumido. La única pena que tiene para morir en plena juventud es la de tener que renunciar a la realización de sus proyectos apostólicos. ¿Podré seguir salvando almas desde el cielo?, se pregunta. En una pieza de teatro que compone y cuyo protagonista es san Estanislao de Kostka, un santo que murió muy joven, plantea este a la Virgen el mismo problema. María le asegura que podrá continuar su labor de salvar almas desde el cielo. Con esta garantía el joven acepta en paz la muerte prematura. La preocupación no fue de san Estanislao. Por lo menos, no nos consta. Es de sor Teresa. Ella se siente asegurada por el cielo. Allí proseguirá su misión de ayudar a los misioneros, de salvar almas hasta el fin de los tiempos. Lo promete con toda solemnidad unos meses más tarde, el 17 de julio (cf UC 17.7).
El mes de abril su hermana, la M. Inés, empieza a tomar nota de las conversaciones que sostiene con la enferma. Nos ha conservado, en cuanto pudo, hasta las últimas palabras que pronunció poco antes de expirar. Un tesoro inapreciable. La enferma languidece. Poco a poco va perdiendo fuerzas, se va retirando de los oficios y de los actos de comunidad. Durante el mes de mayo escribe la preciosa poesía «Por qué te amo, ¡oh María!» (P 44). En ella expone lo que piensa acerca de la Madre del cielo y cómo se figura que fue su vida en la tierra.
Manuscrito «C»
Al principio del mes de junio, la M. María de Gonzaga, por insinuación de la M. Inés, le manda continuar la redacción de su autobiografía y le indica que exponga con más detalles sus experiencias en la vida religiosa y en el trato con las novicias. Durante un mes, aproximadamente, se dedica a redactar la última parte de la Historia de un alma, que ahora denominamos Manuscrito «C». El trabajo queda inacabado. Lo interrumpe cuando sus manos no tienen fuerzas para sostener la pluma ni el lápiz.
La comunidad hace una novena a nuestra Señora de las Victorias pidiendo su curación milagrosa. Pero Dios y la Virgen tienen otros proyectos para ella. ¿Qué pasa en su interior durante estos meses? La santa describe con realismo las oscuridades por las que está pasando, las fuertes y constantes tentaciones contra la fe, que la atormentan. Estas tentaciones la privan del gozo de la fe, pero ella trata de responder «realizando sus obras» (MsC 7rº). Se siente humillada, impotente. Constata que hasta su fe depende de un hilito, de la misericordia y bondad de Dios. Ahora comprende a los ateos. Ya no los desprecia. Se acerca a ellos, se sienta a «su mesa para comer junto con ellos el pan de la amargura y rezar a una con ellos la oración del publicano: “Señor, ten misericordia de nosotros porque somos pecadores”» (MsC 5rº-vº). Esta tentación la libera de todo residuo de autosuficiencia espiritual, de toda confianza en sí misa y en sus obras. Compone una poesía en la que describe su situación y su estado de ánimo. La titula «Mi paz y mi alegría» (P 37). A la M. Inés, a quien la dedica, le advierte: «Toda mi alma está ahí».
Escribe bellísimas páginas sobre la caridad fraterna. Ahora ha comprendido mejor que antes lo que esta virtud es y significa en la vida cristiana y en la comunidad religiosa. Confiesa con gran sinceridad las dificultades y tentaciones que ha tenido en este campo y cómo ha tratado de combatirlas. Insiste en el desprendimiento con que hay que practicar esta virtud y las sutilezas del amor propio. Hace unos análisis psicológicos admirables (cf MsC 11vº-18rº).
También es interesante lo que expone sobre el modo de tratar a las novicias y sus problemas.
Por último, toca el problema de la oración. Ella prácticamente ha pasado toda su vida religiosa en la mayor aridez. Lo recordaba en la primera parte de su autobiografía (cf MsA 75vº-76rº). En esa tónica se mantuvo hasta el final de su vida. Llama la atención su modo de orar, la dificultad que experimenta para recitar las oraciones vocales, qué entiende por oración (cf MsC 25rº-vº). Ve con gran lucidez cómo debe orar el contemplativo o en qué consiste fundamentalmente su oración. Son ideas preciosas que reflejan su manera de actuar (cf MsC 33vº-35rº).
En medio de esas oscuridades y arideces en su vida de oración, mantiene unas relaciones íntimas y confiadas con Dios. No se cree ni se siente desechada por Él. Muy al contrario. Le dirige una petición audaz, que parece llena de engreimiento espiritual. Se apropia las palabras con las que Jesús aborda a su Padre después de la Última Cena. Ella quisiera exclamar como Él: «He consumado la obra que me encomendasteis. He dado a conocer vuestro nombre a los que me disteis... Padre, deseo que donde yo esté, estén también los que me disteis» (MsC 34). Esta petición puede parecer pretenciosa. Ella se explica añadiendo que no piensa que no pueda estar nadie más cerca de Dios que ella. Pero tiene una íntima convicción: «¡Oh, Jesús mío! Tal vez sea una ilusión, pero creo que no podéis colmar a un alma de más amor del que habéis colmado a la mía. Por eso, me atrevo a pediros que améis a los que me disteis como me habéis amado a mí» (MsC 35rº). Esta frase manifiesta cómo, en este estado de oscuridad, de sufrimiento del cuerpo y del alma, se siente, se cree, en pura fe, amada, muy amada por Dios.
La mayor parte de las dos últimas páginas del Manuscrito las escribe a lápiz. Sus fuerzas físicas ceden, pero no la energía de su fe y de su confianza en Jesús. Piensa que apoyándose en Dios puede mover la tierra. Posee para ello la palanca de la oración y del amor. Así es como procedieron los santos que ya están en el cielo y siguen actuando los que aún viven en la tierra (cf MsC 36vº).