Historia de un alma. Santa Teresa De Lisieux

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Historia de un alma - Santa Teresa De Lisieux Biblioteca de clásicos cristianos

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para llevar en la práctica una vida de entrega generosa según las exigencias del evangelio. El mensaje de Teresa les propone un modo sencillo y exigente a la vez para caminar junto a Jesús en todas las situaciones de la vida. Ya predijo que en su vida y en sus escritos habría luz y orientación para «todos los gustos, menos para los que van por caminos extraordinarios» (UC 9.8.2).

      La vida

      La vida de la santa fue muy breve, de veinticuatro años, y muy sencilla, pues se desarrolla en el seno de su familia sin apenas relacionarse con gente extraña y, desde los quince años, en el interior de un convento de clausura del que nunca salió ni ocasionalmente en los últimos nueve años de su existencia terrena. Pero dentro de este marco tan simple, y socialmente pobre, se desarrolla una vida interior, una experiencia y un pensamiento religioso tan admirables y originales, que la constituyen en un genio del cristianismo, en una de sus más destacadas y conocidas figuras.

      Los medios para conocerla tanto en su vida externa como en su interior están ahí. Son sus escritos y los testimonios de quienes la conocieron y acompañaron a lo largo de casi toda su vida y recibieron sus comunicaciones más íntimas. Desde que se publicó, en 1898, la primera edición de la Historia de un alma, los estudiosos y devotos admiran e investigan sus escritos y su vida. Pero no podemos decir que la labor está ya acabada. Siempre van apareciendo pequeños secretos, tesoros inapreciables, que aportan algo nuevo o desconocido y que contribuyen a que podamos sondear más profundamente su espíritu. Recientemente se han publicado sus Obras completas, donde viene todo lo que se ha conservado de sus escritos y los testimonios más íntimos y fidedignos de quienes la conocieron. En esa fuente encontramos el mensaje extraordinario que Dios ofrece a los hombres y mujeres de nuestro tiempo por medio de esta mensajera suya que es Teresa de Lisieux. Ella no se preocupó más que de conocer cada vez mejor a Dios, a Jesús, por la lectura del evangelio. En cierta ocasión dijo a las novicias que ella leía los evangelios para conocer el «carácter de Dios». Y a ese Dios, a quien va conociendo cada vez mejor, procurará corresponderle con la mayor generosidad. Asistida por el Espíritu Santo a quien le gusta comunicarse a los pequeños, hizo grandes descubrimientos para iluminar su propia vida, tomar la postura adecuada de cara a los problemas que tenía que afrontar. Muchos de sus hallazgos tienen validez para nosotros. Por ello recurrimos a sus experiencias, a sus luces, para que nos iluminen el camino que nos toca recorrer.

      Su vida y doctrina posee la característica de ser pura experiencia. No escribió ningún tratado sistemático. Expone el camino que le tocó recorrer, los problemas con que tuvo que enfrentarse, las luces que recibió para conocer y entender su propia situación y «por qué lado he de correr» (MsC 36vº). Esto posee el encanto de ser todo historia, todo vivido, experimentado. Nada de supuesto ni conjeturado, nada de soñado, nada de utopía no realizada. En todos sus escritos y vida resalta el realismo. Nos descubre su propia vida como en una película, las soluciones que ha encontrado a los problemas, cómo ha salido del trance en momentos de dificultad y oscuridad. Situaciones iguales o muy semejantes a las de la vida de cada uno de nosotros.

      Teresa despierta a la vida (1873-1877)

      A nuestra santa le ha ocurrido algo semejante a san Antonio. Este franciscano nació en Lisboa, pero se le llama de Padua porque fue en esta ciudad donde se desarrolló la parte más importante y eficiente de su vida y apostolado. A Teresa la denominamos de Lisieux, pero no nació en este lugar, sino en Alençon, pequeña ciudad provinciana de Normandía. Cuando la niña vino al mundo, la localidad contaba con unos 16.000 habitantes.

      Sus padres se llamaban Luis Martin y Celia Guerin. Ambos procedían de familias de militares. Luis nació en 1823 en Burdeos mientras su padre recorría las tierras de España con el cargo de capitán en el ejército de los Cien mil hijos de San Luis, que vinieron a poner fin al trienio constitucional de 1820 a 1823 y restaurar la monarquía absolutista de Fernando VII. Era hombre recto y profundo creyente. Celia también era de ascendencia militar. Su padre, siendo aún muy joven, tuvo que incorporarse al ejército imperial. Tomó parte, bajo las órdenes de Napoleón I, en muy importantes batallas. Estuvo en la península Ibérica y participó, con el ejército francés, en las batallas de Vitoria y Tolosa en 1813. Al ser derrotadas las fuerzas francesas, tuvieron que retirarse a su territorio nacional. Fue condecorado por el valor y entereza que había demostrado en las situaciones más angustiosas. Tantos años de servicio despertaron en él la afición a la disciplina castrense, por eso quiso continuar prestando sus servicios a la patria como guardia nacional hasta conseguir la jubilación. Cuantos le conocieron destacan en él la honradez y rectitud.

      Los padres de Teresa eran cristianos convencidos y no simples practicantes. Ambos habían sentido la llamada a la vida religiosa. Luis pretendió ingresar entre los monjes del Gran San Bernardo, en los Alpes, pero no fue aceptado porque no poseía suficiente conocimiento de la lengua latina. Aunque intentó, durante algún tiempo, estudiar en serio la lengua oficial de la Iglesia, hubo de renunciar a sus aspiraciones. Aprendió el oficio de relojero en Estrasburgo, en el taller de un amigo de su padre. Allí permaneció durante dos años. Establecido en Alençon abre una relojería-joyería donde trabaja y logra hacerse con una pequeña fortuna para asegurar el porvenir. Poseía un carácter tranquilo. Amigo del silencio y de la paz. Le encantaba la soledad. El oficio de relojero le venía muy bien. Era paciente y detallista como requiere el ejercicio de esta actividad. Tenía ya treinta y cinco años cuando optó por el matrimonio.

      Su esposa Celia Guerin era una mujer muy activa. El trabajo constituía para ella una verdadera obsesión. De joven, en su familia, le tocó sufrir mucho. Se queja de la conducta de su madre, que nunca la comprendió. En cierta ocasión hace a su hermano esta confidencia: «Mi infancia y juventud fueron tristes como un sudario». Pretendió ingresar en las Hijas de la Caridad pero no fue aceptada. No se sabe por qué. Designios de Dios que la reservaba para otra misión. Aprendió el oficio de encajera. Era una industria muy floreciente en la ciudad. «Los puntos de Alençon» como se les llamaba, adquirieron mucha fama. La joven empezó de aprendiz, mas dada su habilidad y empeño, llegó a montar, por su cuenta, un pequeño taller donde daba trabajo a varias mujeres. De este modo preparó una considerable dote para el matrimonio. No era ya joven cuando se decidió a dar este paso: tenía veintinueve años.

      La boda se celebró el 13 de julio de 1858, a medianoche, como era costumbre. Luis y Celia estaban llamados a formar un hogar. Al principio, dejándose llevar por aquella idea de consagrarse al Señor en la vida religiosa, que todavía bullía en sus mentes, como un alto ideal, acordaron vivir como hermanos. Pero se les disuadió de este propósito y entonces se decidieron a crear una familia numerosa. Como fruto de esta determinación vieron nacer en su hogar nueve hijos: siete niñas y dos niños. Cuatro fallecieron en la infancia. Cinco niñas alcanzaron la edad adulta. Cuatro llegaron a una edad avanzada, y Teresita, la más joven, que iba a ser un pequeño efémero, dejó este mundo a los veinticuatro años. Su carrera de gigante fue breve, rápida, pero muy densa. Sería precoz. Todo lo haría deprisa, como a presión, aunque luego se quejaría de que al acercarse los acontecimientos más importantes de su vida, como la entrada en el convento, la profesión religiosa y la misma muerte, tuvo que esperar más de lo calculado y deseado (UC 6.7.2).

      La niña nació el 2 de enero de 1873. Sería la última, pues su madre, como decía a su cuñada, ha alcanzado ya la edad en que una empieza a ser abuela. Celia temía que la niñita se extinguiera como había ocurrido ya con cuatro anteriores. La confió a una nodriza, pues ella se sentía ya enferma e incapaz de amamantarla. La pequeña superó los peligros y sobrevivió. La madre cuenta en las cartas que escribe a sus hijas mayores, internas en un colegio de religiosas, las graciosas peripecias de su hermanita. La santa, en su autobiografía, resume sus recuerdos de este período de su vida en esta afirmación: «¡Qué feliz era yo en aquella edad!» (MsA 11rº). No se necesita gran cosa para sentirse feliz en la infancia. Teresa tenía todo. Era muy querida en la familia. La llegada de las hermanas mayores durante las vacaciones constituía uno de los acontecimientos que la colmaban de dicha. Pero en este mundo no hay felicidad durable. Pronto se

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