Ciudadanías, educación y juventudes. Cristóbal Villalobos
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La ciudadanía —en su versión tradicional democrática— se entiende como un concepto teórico político que supone el ejercicio pleno de los derechos civiles. Para que la ciudadanía como principio sea efectiva, requiere la vigencia de derechos universales asociados, como lo son la igualdad y participación. En este contexto, el género—en su versión normativa—entendido como la producción de diferencia entre hombres y mujeres, debe ser problematizado para que se transforme en un concepto y práctica ciudadana que responda a los contextos de desigualdad actuales. Es así como durante la última década, pensadoras feministas de diversas corrientes teóricas han elaborado críticas claves a la conceptualización dominante de la ciudadanía (Amorós y De Miguel, 2018; Berlant, 2011; Brandzel, 2016; Brown, 2005; De Gouges, 2019; Pateman, 1995; Scott, 2012) que se sostiene en el proyecto moderno de sociedad. Dentro de las críticas más significativas se plantea que la idea de ciudadano modelo o ideal que subyace al concepto dominante de ciudadanía, representa o está intencionadamente alineado con aquellos valores que están a la base de la imagen hegemónica de un hombre adulto, heterosexual, blanco y dueño de propiedad (Scott, 2012). Otra crítica ampliamente discutida sobre esta idea de ciudadanía tiene que ver con los usos que se ha hecho de la división y separación entre la esfera privada y pública, división que impacta negativamente a las mujeres. Dicho de otra manera, el asociar el ideal de feminidad hegemónica con la maternidad, el cuidado y la domesticidad inmediatamente elimina a las mujeres de ejercer una ciudadanía plena, pues desde esta lógica, las mujeres, dadas sus condiciones “naturales”, no tendrían las capacidades ni la posibilidad de participar libremente en la esfera pública. Así, las mujeres al no exhibir cualidades alineadas con la idea masculina de ciudadanía también quedan exentas de la participación en la esfera de lo político. Aun cuando esta exclusión logró ser expuesta y, de alguna manera, fracturarse a partir de la conquista de los derechos civiles y políticos por parte del movimiento sufragista a mediados del siglo XX, esto no ha estado aparejado de prácticas efectivas de igualdad para las mujeres en el plano público-político.
Por lo anterior, problematizar el concepto de ciudadanía desde una perspectiva de género contemporánea (Ahmed, 2010; Butler, 1999, 2004; Barad, 2007; Messerschidt et al., 2018; Enloe, 2013; Puar, 2007; Rasmussen, 2006; Samuels, 2014; Willey, 2016) —es decir, entender género más allá de las diferencias esencializadas entre hombres y mujeres— nos permite salir de la abstracción y neutralidad (también entendido como masculino) del concepto de ciudadanía y nos localiza en un lugar altamente productivo para volver a hablar de diferencia e igualdad.
Partiendo de esta discusión, en este capítulo nosotras planteamos que lo que se documenta y reporta como “diferencias de género”, no son más que el producto de pensar género como un orden binario —hombre/mujer— que posiciona, tanto a hombres y mujeres en lugares particulares con roles, cualidades y atributos distintivos y complementarios. Como resultado, la ideología de géneros opuestos presiona a hombres y mujeres a conformar normas sociales que sostienen el orden de género tal como lo conocemos. Ahora bien, el problema de esto no está en la diferencia en sí misma, sino que en el para qué se ha usado esta diferencia. En otras palabras, esta diferencia se ha usado para mantener y justificar a las mujeres en posiciones de desventaja en el ámbito del trabajo, económico, educación, salud, etc. Específicamente, en este capítulo argumentamos que la producción de niñas y de lo femenino en el espacio escolar—sin cuestionamiento ni problematización de los efectos discriminatorios del concepto normativo de género—produce a la mujer como un sujeto de segunda categoría, lo que funda y sostiene la ciudadanía que se alinea con la figura del ciudadano como un hombre adulto, blanco, heterosexual, dueño de propiedad, como indicamos más arriba. En otras palabras, cuando hablamos de ciudadanía sin hacer un análisis feminista del género, lo que estamos indicando como ciudadanía, en realidad es una ciudadanía que favorece valores masculinos.
Para ejemplificar nuestro argumento, usaremos información producida en una investigación etnográfica durante los años 2016 y 2019 en dos establecimientos educacionales de la Región Metropolitana, siendo una escuela privada y la otra de dependencia estatal (pública). El objetivo principal de esta investigación estuvo centrado en comprender cómo se producen y circulan sistemas para razonar la normalidad y la diferencia en relación a las categorías de género, sexualidad, raza y clase social, con particular atención a lo que ocurría en las clases de Historia y Ciencias Sociales y Ciencias Naturales del currículum oficial. A medida que revisamos la información etnográfica de manera transversal (desde Educación Parvularia hasta IIIº medio) fue posible construir una trayectoria escolar que explica cómo las mujeres “aprenden” posiciones normativas en relación a sus cuerpos, habilidades y futuros roles. Esto sin duda es un aprendizaje que no solo afecta a las niñas, sino que mientras ellas aprenden estas formas generizadas de estar en el mundo, los niños también aprenden a ocupar espacios con otras atribuciones. Al mismo tiempo, ambos aprenden los tipos de relaciones que son deseables entre géneros. Es así como el género, es una forma de conocer que aprendemos todas y todos. Ahora, es importante recordar que las posiciones y roles que hombres y mujeres aprenden a propósito de la norma de género no están en el mismo estatus: las mujeres deben ser sumisas, recatadas, dependientes, orientadas al cuidado de otros, mientras que a los hombres se les inculca la competitividad, autonomía, agresividad, entre otros. El género es un orden jerárquico, por lo tanto, las características, atribuciones y roles para las que hombres y mujeres están pensados, no pueden tener las mismas valoraciones. De ser así, no tendría sentido hacer la diferencia de género.
Es así como en el recorrido escolar documentado en las etnografías, que compartimos en este capítulo, consistentemente muestra cómo se confinan las subjetividades y experiencias de las niñas dentro del problemático binario hombre/mujer, en donde las mujeres aprenden a ejercer las disposiciones, atributos y características demandadas por este ordenamiento binario de género. Nuestro argumento es que estas disposiciones, atributos y características asociadas a lo “naturalmente” femenino, como lo son la hipersexualización, el futuro reproductivo asociado a la maternidad, la disponibilidad natural a la limpieza y al cuidado de otros, la disposición positiva para asumir trabajos no remunerados, entre otros, son definiciones que posicionan a las mujeres en roles, profesiones y tareas que consecuentemente serán menos remuneradas, menos valoradas y socialmente sancionadas. Del mismo modo, las mujeres son sujetos de segunda categoría, por ejemplo, cuando por la misma labor o trabajo realizado ganan menos que un hombre (Foro Económico Mundial, 2019); o bien, al no considerarlas como habilitadas para tomar decisiones sobre sus propios cuerpos1. Por este motivo, revisar cómo se aprende a ser mujer en el espacio escolar junto con la problematización de las nociones de ciudadanía que tenemos disponibles para los tiempos de hoy, nos parece de extrema importancia más aún en un contexto donde las demandas sociales y feministas se hacen aún más sensibles. Por lo tanto, mirar cómo estas diferencias entre hombres y mujeres se construyen y sostienen en el espacio escolar es vital para poder formular ideas de ciudadanía justas para mujeres y hombres.
Si bien este aprendizaje no es evidente dado que no existe un contenido específico en el curriculum que enseñe sobre como las mujeres deben aprender a tener esta posición de subordinación, la experiencia escolar está llena de interpelaciones que indican las trayectorias que debieran seguir tanto mujeres como hombres. Esto ocurre muchas veces de manera sutil y espontánea a través de múltiples y siempre cambiantes dinámicas, lo que hace más difícil el poder singularizar el origen del problema. He aquí la fuerza que tiene el concepto normativo de género para definir las vidas presentes y futuras de las niñas.
Con nuestra propuesta de documentar cómo las mujeres son educadas en los espacios escolares para ser sujetos de segunda categoría, la invitación es a considerar este planteamiento como significativo para la conversación sobre desigualdades de género. En otras palabras, para nosotras esta es una forma de responder a la pregunta: ¿cómo es posible que, a pesar de décadas de investigación sobre desigualdades de género y proliferación de perspectivas teóricas para entender las operaciones de estas desigualdades, no hayamos podido transformar estas desigualdades? Más aún, ¿cómo es que se han profundizado?