Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona
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Palabra eterna y palabras en el tiempo
El libro undécimo, con sus 6.767 vocablos y 41 párrafos, se balancea entre la eternidad de Dios y la temporalidad de los hombres. Efectivamente, a los cuatro párrafos introductorios siguen treinta y siete, en los que el autor, manos a la obra de comentar el verso primero de la Biblia, reflexiona sobre la eternidad divina, el tiempo humano y la relación entre ambos. Llegado a la fe en el Dios creador del universo, que mediante este, las Escrituras y la humanidad de su Hijo se ha revelado al hombre, Agustín comienza a sumergirse en la contemplación y análisis de cuanto, por no ser Dios, debe la existencia a la omniabarcante Palabra divina. Esta es diferente de las palabras humanas. Posteriores, en efecto, a quien las emite, deudoras de él e irrecuperables una vez formuladas, necesitan tiempo para ser ora articuladas, ora escritas. Aquella, en cambio, coexiste desde siempre con Dios y nunca, ni siquiera crucificada –desatendida por los hombres– y sepultada –entregada a la sorda tierra, que ahoga todos los gritos y seca todas las esperanzas– se aleja del Padre que siempre la engendra amándola.
Agustín analiza ahora la naturaleza del tiempo, puesto que las palabras en él acontecen por ser imposibles sin él. Percibido el presente, recordado el pasado y aguardado el futuro, los tres existen continuamente en la conciencia humana. En ella mide el hombre las impresiones que esos tres estadios temporales le dejan, a medida que se suceden uno a otro. De esta dispersión, de esta sucesión imparable libera el Hijo de Dios, mediador, que conduce a los hombres al Padre, anterior a todos los tiempos y creador de todos ellos, el cual conoce sin distracciones ni variaciones. El hombre se vuelve hacia él prestándole atención. Este libro, como se ve, está centrado en la persona primera de la Trinidad, la que es Padre del mediador Jesús, y Origen y Meta de cuanto existe por haberlo creado él mediante quien, por ser su Palabra eterna, dicha y engendrada por él desde siempre, es Hijo suyo.
La Palabra y las palabras
El libro duodécimo, que consta de 7.290 vocablos y 43 párrafos, se ocupa de la persona segunda de la Trinidad, el Hijo, bajo dos perspectivas diversas. Primeramente presenta codo a codo la unidad y claridad de quien es la Palabra personal de Dios y, en contraste, la pluralidad y ambigüedad de las palabras mediante las que un creyente y la comunidad eclesial en su conjunto se acercan a aquella para escucharla, escudriñarla y convertirla en entraña de su vida. En segundo lugar, la exégesis fundamental del Génesis se concentra en el versillo «La tierra estaba inane y vacua» (Gén 1,2a), que Agustín lee «La tierra era invisible e incompuesta»[8], y que interpreta como que a ella le faltaba un principio interno de organización, que no es sino la Palabra, el Hijo.
Conviene que el lector de esta parte de las Confesiones se detenga en el relato que de su itinerario interior hace el autor en el párrafo décimo, a modo de resumen de la obra entera. Si además uno tiene en cuenta que, líneas después, Agustín confirma su deseo ardiente de cumplir en ella el voto hecho a Dios de ofrecerle «el sacrificio de sus confesiones»[9], y que asocia sus Confesiones a declaraciones audibles y al perdón de los pecados[10], percibirá que este libro está bien soldado con los anteriores y que, por consiguiente, con derecho pleno forma parte también de las Confesiones del autor.
La Iglesia, remate de la creación
Sólo el libro décimo supera en extensión al decimotercero, que, a través de sus 8.698 vocablos y 53 párrafos, es una descripción larga y entusiasta de las intervenciones del Espíritu de Dios en la vida cristiana, sobre todo la más desarrollada. Mientras el libro undécimo ha tratado de equilibrar la eternidad divina con la temporalidad humana, y el duodécimo se ha ocupado del contraste entre la palabra de Dios, una y clara, y las palabras humanas, múltiples y ambiguas, interesa en el decimotercero la unión del hombre con su Dios, bajo la acción del Espíritu Santo.
Así este viene a primer plano en su relación con las criaturas racionales, por él introducidas en la corriente de vida entre el Padre y el Hijo. Tras mostrar cómo aquel libera de los obstáculos contra esa vida y los pasos necesarios para que esta crezca, Agustín pasa revista a los medios de santificación dentro de la Iglesia y a las características del cristiano genuino y maduro. Enseña que la persona tercera de la Trinidad hace a este descubrir la bondad de cuanto Dios ha creado. En los capítulos finales del libro y simultáneamente de la obra entera el autor habla en nombre de quienes se saben creados y redimidos. Con él y como él anhelan llegar hasta el Padre, desde su experiencia de criaturas recreadas en la Palabra por el Amor que es el Espíritu Santo. Como las de los libros anteriores, las páginas de este son evidentemente tan sustanciosas, que uno no ha de renunciar a dejarse nutrir por ellas, pese a que en su formulación haya elementos quizá muy alejados de nuestros gustos literarios y del planteamiento que de las cuestiones religiosas se hace hoy.
4. Las Confesiones en la actividad
de Agustín polemista
Encarnizado buscador de la verdad, a ella se abrazó Agustín con avidez cuando creyó haberla hallado en la doctrina cristiana expuesta por la Iglesia católica. ¿Cómo extrañarse, pues, de que luego, vehemente, la defendiese incluso del mínimo desdoro y contra quienes, ignorándola adrede, la menospreciaban y adulteraban? La intensa y continua actividad polemista de Agustín nace no de un temperamento furioso, descontentadizo, avasallador. Tampoco se explica sólo por el ejercicio responsable de su función pastoral como presbítero y luego obispo de Hipona. Se debe, sobre todo, a su experiencia –vacío de certezas, el corazón humano sufre indeciblemente– y a su amor a la verdad y al prójimo. El aprecio por ella, testificado por las palabras: «¡Oh, verdad, verdad..., con cuánta violencia suspiraban por ti mis entrañas!»[11], lo convierte en su celoso caballero guardián, siempre vigilante. La estima cordial hacia el prójimo lo estimula a presentarle de mil maneras y en toda ocasión la hermosura de aquella y la devastación intelectual, moral y social a que conducen su ausencia y, sobre todo, su rechazo querido y obstinado.
Tener en cuenta esto ayuda al lector de las Confesiones a comprender por qué su autor califica en ellas duramente a adversarios, a veces anónimos. Los tacha de curiosos, es decir, ávidos de informaciones, de las que vanagloriarse ante aquellos mismos a los que por carecer de ellas desprecian; de arrogantes y, por eso, contradictores orgullosos. ¿De quiénes se trata? Sin duda de los maniqueos. Pero, puesto que esta obra revela, arraigadas profundamente en Agustín, genuinas convicciones cristianas, que años después verá atacadas y necesitadas, por tanto, de defensa, no me parece ilegítimo ni apresurado referirme también aquí a quienes las han combatido, si bien sus nombres no se leen aún en las Confesiones.
Maniqueísmo
Los maniqueos, con los que el autor de las Confesiones ha llegado a las manos apasionadamente, lo retuvieron casi un decenio, del 373 al 383: ¡en sus años más bellos, de los diecinueve a los veintiocho![12]. Liberado de sus lazos, lo tacharon de tránsfuga, que había abandonado el maniqueísmo por miedo a las persecuciones, cartaginés pérfido, pobre ciego. Según ha comprobado ya el lector al recorrer los contenidos de la obra, entre estos se halla la exposición de la doctrina maniquea y la denuncia tanto de su influencia nefasta sobre Agustín cuanto de su absurdidad. Él se les acercó tanto y tan a gusto, entre otros motivos, porque la afirmación que ellos hacían de dos realidades absolutas –una, mala; buena, otra– le ayudó a justificar sus comportamientos reprobables: no él,