Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona
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Atención esmerada merece lo que en estos libros dice Agustín sobre Jesucristo: Verbo de Dios, Palabra encarnada, camino de salvación, luz verdadera, plenitud desbordante, generosa, necesaria al hombre, esposo no siempre amado. Esta cristología no escolar ni sistemática, sí intensa, atinada, se nutre evidentemente de la del evangelista Juan. Entrelazada con alusiones a Pablo, cuando este habla de la leche que alimenta a los cristianos (cf 1Cor 3,1-3), permite que, bajo la custodia divina que lo amamanta[34], se sienta niño su autor, quien de tal infancia no tiene por qué avergonzarse, si, como dicen IV, 19 y VII, 24, la Palabra fontal ha descendido hasta el hombre.
La influencia del obispo maniqueo Fausto y del obispo católico Ambrosio en el desarrollo religioso de Agustín, descrita respectivamente en los libros quinto y sexto de las Confesiones, los relaciona. Más recio resulta el vínculo entre ellos, al escuchar al autor reconocer en VI, 4-5 su equivocación respecto al antropomorfismo bíblico, que, mal entendido, le impidió, según V, 19-21, hacerse católico durante su estancia juvenil en Cartago, donde asistió a algunas conferencias sobre la Biblia. El lazo más apretado entre ambos libros se debe al papel que juega en ellos la providencia divina, como lo muestran V, 1-2.13.15.22 y VI, 23.24.26.
No sólo los libros segundo al noveno de las Confesiones están íntimamente interrelacionados tanto desde el punto de vista narrativo cuanto formal, como el lector ha tenido ocasión de comprobar con ayuda de los datos a que acaba de tener acceso. También lo están los cuatro libros últimos. En efecto, si, según el décimo, el hombre busca a Dios porque de él tiene necesidad, en el decimotercero Dios busca al hombre sin que este le haga falta alguna. Las criaturas, cada una y su conjunto, son diferentes de Dios pues son mudables, mientras él es eterno: esta enseñanza del libro undécimo la matiza el duodécimo afirmando que, efectivamente, lo creado no es igual a Dios, pero, si no fuese algo semejante a él, no sería ni existiría. Por otra parte en el libro décimo Agustín se considera, según la enseñanza paulina, salvado en esperanza, y en el decimotercero afirma que la ciudad de Dios, peregrina aún, está ya también salvada en esperanza. En el libro undécimo Agustín manifiesta sentir el tiempo como imagen de la actividad creadora de Dios, que es eterna, y en el duodécimo presenta el lugar de la creación frente al tiempo como medida de su proximidad a Dios.
Por último, las imágenes paulinas del hombre interior y exterior –las cuales, presentes en el libro décimo, significan a quien, partícipe ya del Espíritu de Jesús, cede aún a estímulos todavía no cristianos– se convierten dos libros más adelante en las del cielo del cielo y de la materia informe, que se leen en el Génesis al comienzo del relato de la creación: así nos muestra Agustín su persona y la de cualquier cristiano, en trance continuo de cristianizarse. Y si el libro undécimo invita a cada ser humano a ampliar las dimensiones de su corazón mediante la continua revisión de los valores a que responde y a la incesante limpieza de las actitudes que alimenta, el decimotercero habla de la Iglesia peregrina, dispuesta a acoger en su amplio seno a todo hombre que quiera caminar apoyándose en el bordón que ella le presta.
Otros contenidos de estos libros postreros de las Confesiones prueban también su ceñido enlace: el análisis agustiniano de la memoria en el décimo es necesario para comprender el que sobre el tiempo se lee en el undécimo; lo escrito al respecto en este ayuda a entender el pensamiento de Agustín sobre el cielo del cielo y la materia informe, expresado en el duodécimo y que, a su vez, contribuye a asimilar mejor la enseñanza del escritor, en el decimotercero, sobre la actividad de Dios en el tiempo y su descanso en la eternidad.
7. La conversión al Dios vivo, clave
de interpretación de las Confesiones
El libro que, sin enmudecerlas, cierra las Confesiones explica simbólicamente lo que, según el Génesis, Dios ha llevado a cabo en seis días. Cada cuadro representa no una etapa sino un aspecto del camino ofrecido a cada ser humano para que llegue a ser imagen y semejanza de su Padre creador. En cambio, son unas palabras de Agustín las que sí indican las fases a través de las cuales la actividad creadora de Dios consigue que el hombre se desarrolle hasta que logra su meta: «Vive fluctuando en su oscuridad. Le queda convertirse a aquel por quien ha sido hecho, y vivir más y más cabe la fuente de la vida, y en su luz ver la luz y terminar de ser hecho, ser iluminado y que lo hagan feliz»[35]. Las expresiones finales –«terminar de ser hecho, ser iluminado y que lo hagan feliz»– se refieren evidentemente a la culminación que acontecerá tras la muerte. Las afirmaciones que las preceden –«Vive fluctuando en su oscuridad. Le queda convertirse a aquel por quien ha sido hecho, y vivir más y más cabe la fuente de la vida, y en su luz ver la luz»– indican las etapas del progreso del individuo durante su peregrinación terrena: desde la tiniebla a la luz, previa la conversión, que da acceso al manantial de la vida.
Presupuesto para un final feliz
Puesto que todo ser viene de Dios, el hombre nunca puede alejarse tanto de él que deje de llevar en sí, de cierta manera, la imagen del creador, aunque deformada. De hecho, Agustín reconoce en I, 31 que, pese a sus pecados numerosos, continúa siendo huella de la unidad por entero secreta, a la que debe el ser, pues sigue amando la salud y el bienestar, la verdad y la amistad. Según XIII, 32 la semejanza del hombre con Dios indica la adultez espiritual del primero, el cual ya no está remitido a modelos externos, sino que ha aprendido a encontrar la verdad en su interior y a escucharla.
Porque el mal carece de entidad en sí mismo y existe sólo en relación al bien del que está privado, por eso, cuando uno vuelve las espaldas a Dios, pone su corazón no en algo malo en sí sino en un bien inferior al creador, y de tanto peor calidad cuanto menos participa en la vida y proyectos de quien es el Ser por antonomasia y fontal. En consecuencia, al reencuentro con él conducen dos carriles paralelos e imprescindibles: el alejamiento –no necesariamente físico, local; sí ponderativo y sapiencial– respecto a todo lo que, aun siendo hechura y objeto del amor de Dios, no es Dios, y la orientación del corazón hacia quien es origen y meta de todo lo que él ha creado. Este es el viaje venturoso descrito en el relato de lo acontecido a Agustín y Mónica en Ostia, según IX, 23-26. Así pues, cuando el hombre conoce y busca un bien superior, ha dado el primer paso hacia su nuevo abrazo con Dios: «convertirse a aquel por quien ha sido hecho». Paso simbolizado, según Agustín, en el relato bíblico de la creación mediante la separación de mar y tierra y mediante la aparición de la tierra sedienta. Reencuentro representado en la literatura religiosa universal bajo la imagen del ascenso, con la que el lector de estas páginas se ha familiarizado al informarse sobre el contenido del libro décimo de las Confesiones.
Mapa del viaje
El hombre «vive fluctuando en su oscuridad. Le queda convertirse a aquel por quien ha sido hecho, y vivir más y más cabe la fuente de la vida, y en su luz ver la luz y terminar de ser hecho, ser iluminado y que lo hagan feliz». En cinco momentos del himno al Creador y a la bondad de lo creado, que resuena al principio del libro del Génesis y cuyo comentario recogen las Confesiones, ve su autor las etapas de la regeneración que el Dios Salvador regala al hombre, expresadas pocas líneas arriba. Así en XIII,