Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Las Confesiones - Agustín santo obispo de Hipona страница 13
Capítulo 6
[7] Permíteme sin embargo hablar ante tu misericordia a mí, que soy polvo y ceniza. Déjame hablar, pues hablo a tu misericordia, y no a un hombre burlón que pueda mofarse de mí. Quizás aparezco risible ante tus ojos, pero tú te volverás hacia mí lleno de misericordia.
¿Qué es lo que pretendo decir, Dios y Señor mío, sino que ignoro cómo vine a dar a esta que no sé si llamar vida mortal o muerte vital? Y me recibieron los consuelos de tu misericordia según lo oí de los que me engendraron en la carne, esta carne en la cual tú me formaste en el tiempo; cosa de la cual no puedo guardar recuerdo alguno.
Recibiéronme pues las consolaciones de la leche humana. Ni mi madre ni mis nodrizas llenaban sus pechos, eras tú quien por ellas me dabas el alimento de la infancia, según el orden y las riquezas que pusiste en el fondo de las cosas.
Don tuyo era también el que yo no deseara más de lo que me dabas; y que las que me nutrían quisieran darme lo que les dabas a ellas. Porque lo que me daban, me lo daban llevadas del afecto natural en que tú las hacías abundar; el bien que me daban lo consideraban su propio bien. Bien que me venía no de ellas, sino por ellas, ya que todo bien procede de ti, mi Dios y toda mi salud.
Todo esto lo entendí más tarde por la voz con que me hablabas, por dentro y por fuera de mí, a través de las cosas buenas que me concedías. Porque en ese entonces yo no sabía otra cosa que mamar, dejarme ir en los deleites y llorar las molestias de mi carne. No sabía otra cosa.
[8] Más tarde comencé a reír, primero mientras dormía, y luego estando despierto. Así me lo han contado, y lo creo por lo que vemos de ordinario en los niños; pues de lo mío nada recuerdo.
Poco a poco comencé a sentir dónde estaba, y a querer manifestar mis deseos a quienes me los podían cumplir, pero no me era posible, pues mis deseos los tenía yo dentro, y ellos estaban afuera y no podían penetrar en mí. Entonces agitaba mis miembros y daba voces para significar mis deseos, los pocos que podía expresar, y que no resultaban fáciles de comprender. Y cuando no me daban lo que yo quería, o por no haberme entendido o para que no me hiciera daño, me indignaba de que mis mayores no se me sometieran y de que los libres no me sirvieran; y llorando me vengaba de ellos. Más tarde llegué a saber que así son los niños; y mejor me lo enseñaron ellos, que no lo sabían, que no mis mayores, que sí lo sabían.
[9] Y así, esta infancia mía ha tiempo ya que murió, y yo sigo viviendo. Pero tú, Señor, siempre vives, y no hay en ti nada que muera. Porque tú existes desde antes del comienzo de los tiempos, antes de que se pudiera decir antes, y eres Dios y Señor de todo cuanto creaste. En ti está la razón de todas las cosas inestables; en ti el origen inmutable de todas las cosas mudables y el porqué de las cosas temporales e irracionales. Dime, Señor misericordioso, a mí, tu siervo que te lo suplica, si mi infancia sucedió a otra edad mía anterior. ¿Sería el tiempo que pasé en el seno de mi madre? Pues de ella se me han dicho muchas cosas, y he visto también mujeres preñadas.
¿Qué fue de mí, Dios y dulzura mía, antes de eso? ¿Fui alguien y estuve en alguna parte? Porque esto no me lo pueden decir ni mi padre ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi propio recuerdo. ¿Acaso te sonríes porque deseo saber tales cosas y me mandas que te alabe y te confiese por aquello que he conocido de ti?
[10] Te lo confieso pues, Señor del cielo y de la tierra, y te rindo tributo de alabanza por los tiempos de mi infancia, que yo no recuerdo, y porque has concedido a los hombres que puedan deducir de lo que ven y hasta creer muchas cosas de sí mismos por lo que dicen mujeres iletradas. Existía yo pues, y vivía en ese tiempo, y hacia el fin de mi infancia buscaba el modo de hacer comprender a otros lo que sentía.
¿Y de quién sino de ti podía proceder un viviente así? No puede venirnos de afuera una sola vena por la que corre en nosotros la vida, y nadie puede ser artífice de su propio cuerpo. Todo nos viene de ti, Señor, en quien ser y vivir son la misma cosa, pues el supremo existir es supremo vivir. Sumo eres, y no admites mutación. Por ti no pasan los días, y sin embargo pasan en ti, porque tú contienes todas las cosas con todos sus cambios. Y porque tus años no pasan (Sal 101,28), tú vives en un eterno día, en un eterno Hoy. ¡Cuántos días de los nuestros y de nuestros padres han pasado ya por este Hoy tuyo, del que recibieron su ser y su modo!; ¿y cuántos habrán de pasar todavía y recibir de él la existencia? Tú eres siempre el mismo (Sal 101,28); y todo lo que está por venir en el más hondo futuro y lo que ya pasó, hasta en la más remota distancia, Hoy lo harás, Hoy lo hiciste.
¿Y qué más da si alguno no lo entiende? Alégrese cuando pregunta: «¿qué es esto?». Porque más le vale encontrarte sin haber resuelto tus enigmas, que resolverlos y no encontrarte.
Capítulo 7
[11] Escúchame, Señor. ¡Ay del hombre y de sus pecados! Cuando alguno admite esto tú te apiadas de él; porque tú lo hiciste a él, pero no sus pecados.
¿Quién me recordará los pecados de mi infancia? Porque nadie está libre de pecado ante tus ojos, ni siquiera el niño que ha vivido un solo día. ¿Quién, pues, me los recordará? Posiblemente un pequeñuelo en el que veo lo que de mí mismo no recuerdo. Pero, ¿cuáles podían ser mis pecados? Acaso, que buscaba con ansia y con llanto el pecho de mi madre. Porque si ahora buscase con el mismo deseo no ya la leche materna sino los alimentos que convienen a mi edad, sería ciertamente reprendido, y con justicia. Yo hacía, pues, entonces cosas dignas de reprensión; pero como no podía entender a quien me reprendiera, no me reprendía nadie, ni lo hubiera consentido la razón. Defectos son estos que desaparecen con el paso del tiempo. Ni he visto a nadie tampoco, cuando está limpiando algo, desechar advertidamente lo que está bueno.
Es posible que en aquella temprana edad no estuviera tan mal el que yo pidiese llorando cosas que me dañarían si me las dieran; ni que me indignara contra aquellas personas maduras y prudentes, y contra mis propios padres porque no se doblegaban al imperio de mi voluntad; y esto, hasta el punto de quererlas yo golpear y dañar según mis débiles fuerzas, por no rendirme una obediencia que me habría perjudicado. Por lo cual puede pensarse que un niño es siempre inocente si se considera la debilidad de sus fuerzas, pero no necesariamente si se mira la condición de su ánimo.
Tengo la experiencia de un niño que conocí: no podía aún hablar, pero se ponía pálido y miraba con torvos ojos a un hermano de leche. Todos tenemos alguna experiencia de estas. Dicen que las madres y nodrizas pueden corregir con no sé qué remedios; pero, miradas las cosas en sí, no hay inocencia en excluir de la fuente abundante y generosa a otro niño mucho más necesitado y que no cuenta para sobrevivir sino con ese alimento de vida. Y con todo esto, cosas tales se les pasan fácilmente a los niños; no porque se piense que son pequeñeces sin importancia, sino más bien porque estiman que son defectos que pasan con el tiempo. Esto no parece fuera de razón, pero lo cierto es que tales cosas no se le permiten a un niño un poco más crecido.
[12] Así pues, tú, Señor, que al darle a un niño la vida, lo provees con el cuerpo que le vemos, dotado de sentidos y de graciosa figura, y con miembros organizados en disposición y con fuerza conveniente, me mandas ahora que te alabe por esto; que te confiese y cante en honor de tu nombre (Sal 91,2). Porque eres un Dios omnipotente y bueno. Y también lo serías aun cuando no hubieras hecho otras cosas fuera de estas, pues cosas tales no las puede hacer nadie sino tú, el único de quien procede el mundo todo; el hermosísimo que da forma a todos los seres y con sus leyes los ordena.
Pero trabajo me cuesta, Señor, considerar como parte de la vida que ahora vivo, ni siquiera como principio de ella, esa infancia mía de la que no tengo recuerdos y de la que algo sé por lo que otros me han dicho y por lo que veo en