Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona
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Pero tú, que tienes contados todos nuestros cabellos, aprovechabas para mi bien el error de quienes me forzaban a estudiar y el error mío de no querer aprender lo usabas como un castigo que yo, niño de corta edad pero ya gran pecador, ciertamente merecía. De este modo sacabas tú provecho para mí de gentes que no obraban bien, y a mí me dabas retribución por mi pecado. Es así como tienes ordenadas y dispuestas las cosas: que todo desorden en los afectos lleve en sí mismo su pena.
Capítulo 13
[20] Nunca he llegado a saber a qué obedecía mi aborrecimiento por la lengua griega que me forzaban a aprender; pero en cambio me gustaba mucho la lengua latina. No por cierto la de la primera enseñanza en la que se aprende a leer, escribir y contar, ya que esta me era tan odiosa como el aprendizaje del griego; pero sí la enseñanza de los llamados «gramáticos». ¿Pero de dónde venía esto, sino del pecado y la vanidad de la vida? Porque yo era carne y espíritu que camina y no vuelve (Sal 77,39).
Ciertamente eran mejores, por más ciertas, aquellas primeras letras a las que debo el poder leer algo y escribir lo que quiero, que no aquellas otras que me hacían considerar con emoción las andanzas de Eneas con olvido de mis propias malas andanzas; llorar a Dido muerta y su muerte de amor, mientras veía yo pasar sin lágrimas mi propia muerte; una muerte que moría yo lejos de ti, que eres mi Dios y mi vida.
[21] Pues no hay nada más lamentable que la condición de un miserable que no tiene compasión de su miseria. ¿Quién tan desdichado como uno que lloraba la muerte de Dido por el amor de Eneas pero no esa otra muerte propia, muerte terrible, que consiste en no amarte a ti, ¡oh Dios!, luz de mi corazón y pan de mi alma, fuerza que fecunda mi ser y los senos de mi pensamiento? Yo no te amaba entonces, y me entregaba lejos de ti a fornicarios amores; pues no otra cosa que fornicación es la amistad del mundo lejos de ti. Pero por todos lados oía yo continuas alabanzas de mi fornicación: «¡Bien, muy bien!», gritaban los que me veían fornicar. También es cierto que decimos «¡Bien, muy bien!» cuando el elogio es evidentemente inmerecido y queremos con él humillar a la gente. Pero nada de esto me hacía llorar, sino que lloraba yo por la muerte violenta de Dido, tierra que vuelve a la tierra; y me iba a la zaga de lo peor que hay en tu creación. Y cuando se me impedía seguir con esas lecturas me llenaba de dolor porque no me dejaban leer lo que me dolía. Esta demencia era tenida por más honorable disciplina que las letras con que aprendí a leer y escribir.
[22] Pero clama tú ahora dentro de mi alma, Dios mío, y que tu verdad me diga que no es así; que no es así, sino que mejor cosa es aquella primera enseñanza; pues ahora estoy más que preparado para olvidar las andanzas de Eneas y otras cosas parecidas, y no lo estoy para olvidarme de leer y escribir. Es cierto que a las puertas de las escuelas de gramática se cuelgan cortinas; pero no es tanto para significar el prestigio de una ciencia secreta cuanto para disimular el error.
Que no clamen contra mí esas gentes a quienes ya no temo ahora que confieso delante de ti lo que desea mi alma y consiento en que se me reprenda de mis malos caminos para que pueda yo amar los buenos tuyos. Que nada me reclamen los vendedores y compradores de gramática; pues si les pregunto si es verdad que Eneas ha estado alguna vez en Cartago, los más indoctos me dirán que no lo saben, y los más prudentes lo negarán en absoluto. Pero si les pregunto con qué letras se escribe el nombre de Eneas todos responderán bien, pues conocen lo que según el convenio de los hombres significan esas letras.
Igualmente, si les pregunto qué causaría mayor daño en esta vida: olvidarnos de leer y escribir u olvidar todas esas poéticas ficciones, ¿quién dudará de la respuesta, si es que no ha perdido la razón? Pecaba yo por entonces, siendo niño, cuando prefería las ficciones a las letras útiles que tenía en aborrecimiento, ya que el que uno más uno sean dos y dos más dos sumen cuatro era para mí fastidiosa canción; y mucho mejor quería contemplar los dulces espectáculos de vanidad, como aquel caballo de madera lleno de hombres armados, como el incendio de Troya y la sombra de Creusa.
Capítulo 14
[23] ¿Por qué pues aborrecía yo la literatura griega que tan bellas cosas cantaba? Porque Homero, tan perito en urdir preciosas fábulas, es dulce, pero vano; y esta vana dulzura era amarga para mí cuando era yo niño; de seguro también lo sería Virgilio para los niños griegos si los obligaban al estudio como a mí me obligaban: es muy duro estudiar obligados. Y así, la dificultad de batallar con una lengua extraña amargaba como hiel la suavidad de aquellas fabulosas narraciones griegas.
La lengua yo no la conocía, y sin embargo se me amenazaba con penas y rigores como si la conociera bien. Tampoco conocía yo en mi infancia la lengua latina; pero con la sola atención la fui conociendo, sin miedo ni fatiga, y hasta con halagos de parte de mis nodrizas, y con afectuosas burlas y juegos alegres que inspiraban mi ignorancia. La aprendí pues sin presiones, movido solamente por la urgencia que yo mismo sentía de hacerme comprender. Iba poco a poco aprendiendo las palabras, no de quien me las enseñara, sino de quienes hablaban delante de mí; y yo por mi parte ardía por hacerles conocer mis pensamientos.
Por donde se ve que para aprender tiene mayor eficacia la natural curiosidad que no una temerosa coacción. Pero tú, Señor, tienes establecida una ley: la de que semejantes coacciones pongan un freno beneficioso al libre flujo de la espontaneidad. Desde la férula de los maestros hasta las pruebas terribles del martirio, es tu ley que todo se vea mezclado de saludables amarguras, con las que nos llamas hacia ti en expiación de las pestilentes alegrías que de ti nos alejan.
Capítulo 15
[24] Escucha, Señor, mi súplica para que mi alma no se quiebre bajo tu disciplina, ni desmaye en confesar las misericordias con las que me sacaste de mis pésimos caminos. Seas tú siempre para mí una dulzura más fuerte que todas las mundanas seducciones que antes me arrastraban. Haz que te ame con hondura y estreche tu mano con todas las fuerzas de mi corazón, y así me vea libre hasta el fin de todas las tentaciones. Sírvate pues, Dios y Señor mío, cuanto de útil aprendí siendo niño; y sírvate cuanto hablo, escribo, leo o pongo en números. Porque cuando aprendía yo vanidades, tú me dabas disciplina y me perdonabas el pecaminoso placer que en ellas tenía. Es cierto que en ellas aprendí muchas cosas que me han sido de utilidad; pero eran cosas que también pueden aprenderse sin vanidad alguna. Este camino es el mejor, y ojalá todos los niños caminaran por esta senda segura.
Capítulo 16
[25] ¡Maldito seas, oh río de las costumbres humanas, pues nadie te puede resistir! ¿Cuándo te secarás? ¿Hasta cuándo seguirás arrastrando a los pobres hijos de Eva hacia mares inmensos y tormentosos en los que apenas pueden navegar los que se suben a un leño? ¿No he leído yo acaso en ti que Júpiter truena en el cielo pero es adúltero sobre la tierra? Ambas cosas son incompatibles, pero él las hizo; y con la alcahuetería de truenos falsos dio autoridad a quienes lo imitaran en un adulterio verdadero. ¿Y cuál de aquellos maestros más insignes soportaría sin impaciencia que un hombre de su misma condición dijese que Homero en sus ficciones transfería a los dioses los vicios humanos en vez de traspasar a los hombres cualidades divinas? Aunque mayor verdad habría en decir que él en sus ficciones atribuía cualidades divinas a hombres viciosos; con lo cual los vicios quedaban cohonestados, y quien los tuviera podía pensar que imitaba no a hombres depravados sino a celestes deidades.
[26] Y sin embargo, ¡oh río infernal!, en tus ondas se revuelven los hijos de los hombres en pos de la ganancia;