Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona

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Las Confesiones - Agustín santo obispo de Hipona Biblioteca de clásicos cristianos

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y descrita con maestría por Agustín en las Confesiones, haya sido el punto de partida de la interpretación que de la historia universal ha hecho él como historia de salvación, y que ha expuesto en su segunda obra importante, Sobre la ciudad de Dios, escrita entre el 413 y el 426. Desde el inicio del mundo hasta que el Dios santo separe el bien y el mal realizados en él y con sus materiales por los hombres, la historia entera es la lucha de dos ciudades, Jerusalén y Babilonia, cuya oposición incancelable atraviesa todo: reino de la gracia y reino del pecado, eternidad divina y temporalidad humana, Iglesia y sociedad civil.

      Los libros Sobre la ciudad de Dios no comenzarán a aparecer sino unos quince años después de las Confesiones, pero su germen ya anida en el corazón y la mente del autor[21]. En efecto, de Babilonia, como símbolo de su alejamiento de Dios y oposición a él, escribe Agustín en II, 8; de la ciudad de Dios, sin nombrarla, en XI, 3; XII, 12.20; XIII, 9.14; y de esta, con el nombre de Jerusalén, en IX, 37; X, 56; XII, 23 y XIII, 10. Por otra parte, nunca ha de olvidarse que la Iglesia ha acompañado el desarrollo todo de Agustín –desde que él aplazó el bautismo[22] hasta su recepción[23]–, ni que, como imagen auténtica de ella, en este camino siempre le ha estado cercana Mónica, ni que él ha hecho desembocar en un libro sobre la Iglesia, meta de la creación recreada, el último de los trece de la obra que aquí interesa más. Por eso, puede afirmarse que, cuando la escribe, ya obispo, entiende su existencia entera como eclesial. Es decir, reconoce a la Iglesia como matriz de su condición cristiana y pastoral; en consecuencia, agradecido le administra lealmente la palabra y el sacramento y le brinda sus saberes y su conducta ejemplar; con ella, finalmente, y como hijo suyo espera ver culminada su vida en la Jerusalén celeste. Esta presencia de la Iglesia en la existencia de Agustín autoriza a escribir que sus Confesiones proclaman el triunfo de la ciudad de Dios, uno de cuyos miembros ha venido a ser su autor, que ahora sirve sin reservas a quienes para siempre son sus hermanos cristianos.

      La Biblia agustiniana

      El tercer trabajo principal de Agustín está constituido por el corpus de sus interpretaciones bíblicas. Cuatro partes de la Sagrada Escritura parecen haberlo fascinado desde un principio y sin descanso. Las comentará. Y ya en las Confesiones aparece fundamentalmente cuánto le interesan, por su trascendencia para la vida cristiana, las cuatro: dos escritos del Antiguo Testamento: Génesis y Salmos; dos conjuntos del Nuevo: escritos paulinos y joánicos. A explicar el Génesis, más exactamente, el relato de la creación, Agustín se ha puesto cinco veces. En el año 389, a los tres del bautismo, ha escrito contra los maniqueos una explicación alegórica, que no le satisfizo. Por eso en el 393 emprendió la interpretación segunda, literal esta vez y que dejó incompleta. El enfoque tercero, eminentemente eclesial, se lee en los tres libros postreros de las Confesiones, sobre todo en el último. Es probable que hacia el 410 haya iniciado el obispo de Hipona el primero de los doce libros dedicados a su cuarto intento hermenéutico del Génesis, de nuevo literal, acabado en el 415. Por fin, hacia el 419, en el libro undécimo de La ciudad de Dios da una interpretación sumaria, diáfana del relato de la creación.

      ¿Qué ha movido a Agustín a hacer estos numerosos intentos interpretativos? Su interés por reencontrar lo primordial, la situación creatural de partida: el momento en que la creación recibe y conserva aún su pureza primera, y emerge radiante el plan de acuerdo al cual el Creador da el ser a todo lo que no es él. Le interesa la gracia del estado primigenio de cuanto no es Dios, y la unión amorosa, todavía incólume, del hombre con su Hacedor, ajada luego, no sin culpa, por aquel. El pensamiento y la experiencia religiosos de Agustín lo impulsan no hacia el nostálgico regreso al pasado, desaparecido ya y presente sólo en la conciencia humana, sino al vigoroso, fecundo y estimulante origen. Así se ve en el principio y en el final de las Confesiones.

      El Salterio

      Los Salmos son en la Biblia el devocionario. Nada hay de extraño, pues, en que para la iniciación de Agustín en los secretos de la oración fueran sencillamente decisivos, como él mismo reconoce: «¡Qué exclamaciones las mías con aquellos salmos que me inflamaban de ti; cómo me enardecía su recitación; me gustaría poder recitarlos ante todo el mundo para luchar contra el orgullo del género humano!»[24]. Pero hay que tener en cuenta dos hechos más importantes. Por una parte, las Confesiones, del libro primero al último, traducen a lenguaje religioso universal y, en particular, cristiano la alabanza que los salmistas de Israel entonan a Dios, al confesar su compasión y la culpa propia. Por otra –y esto merece atención mayor– en el sentido literal del Testamento Antiguo y, en especial, de los Salmos –copiosamente sembrados en las Confesiones y a cuyo comentario dedicó Agustín su obra más extensa y quizá más poderosa, que le ocupó desde el 392 hasta el 418, o algo más– descubre, con la ayuda de la teología cristiana, su sentido espiritual. Es decir, ahormada por el salterio bíblico su oración, descifra él los sucesos, personajes y, máxime, los gritos, quejas, loas y plegarias veterotestamentarios, de forma que explican y nutren todos los aspectos y etapas de la existencia de los bautizados. Efectivamente, de los textos sálmicos –ahora diálogo desarrollado dentro del ámbito eclesial entre Cristo, Cabeza, y la Iglesia, esposa y cuerpo suyos–, ha hecho Agustín el núcleo de toda teología, de toda liturgia y de toda mística.

      Juan

      Ciertamente, Pablo fue el acompañante de Agustín en su lucha última: el Pablo de la doctrina sobre la gracia, con su enseñanza sobre el retorno a Dios realizado contra la carne y la Ley sólo mediante la gracia de Cristo[25]. Y de nuevo sobre él se apoyará contra Pelagio, cuando se trate de la libre elección graciosa realizada por Dios. Pero, cuando quiso presentar ante sus oyentes la doctrina del amor de Dios, echó mano no de Pablo sino de Juan, cuya Carta primera ha comentado en diez predicaciones seguidas[26], dedicando 124 tratados a exponer su evangelio. Aquí encontró Agustín lo que en sus años de lucha había buscado: la unidad existencial entre el amor y la verdad; aquí, la grandiosa inexorabilidad de la luz de la verdad divina del amor, que no puede pactar con nada contrario a ella, con ninguna oscuridad. Aquí, finalmente, halló el contrapeso decisivo a la búsqueda espiritualista practicada por los neoplatónicos. La humildad del Cristo joánico, quien como Palabra deviene carne, lo salva a última hora del sentido profundo orgulloso de la filosofía platónica. Ahora bien, descenso quiere decir al fin y al cabo también sufrimiento, inutilidad, muerte. El obispo Agustín no se ruborizó «ante el sacramento de la humildad de» quien es la Palabra encarnada del Padre[27], sacramento que no es sino la Iglesia católica. Permaneció fiel al discípulo que, con su enseñanza sobre el amor oblativo de Dios hacia los hombres, lo ha salvado de las ruinas que causa el amor interesado y lo ha convertido en panegirista sin par del amor que en sí integra armoniosamente a Dios y a los hombres. Así lo testimonian los incomparables trece libros de sus Confesiones.

      Estas, simultáneamente teología dialogal y especulativa, aparecen, pues, como el modelo explícito y la quintaesencia de todas las obras grandes del maestro Agustín: pensamiento y expresión oral o escrita de este ante Dios y por encargo suyo, no cavilación y caldo de cabeza acerca de él. El encuentro con el Cristo vivo convierte en diálogo orante el anhelo e intento humano y creyente de conocer a Dios[28].

      6. Propuesta de lectura

       de las Confesiones

      Una obra desconcertante

      Al leer las Confesiones, se encuentra uno con hechos sorprendentes: de cabo a rabo están dirigidas a Dios, como si fuesen un desarrollo prolongado de la súplica extensa con que comienzan; excursos dilatados, en los que se debaten cuestiones teológicas, filosóficas y psicológicas, parecen interrumpir continuamente la supuesta autobiografía; después de que en el libro noveno se ha llegado a una cierta conclusión con la muerte de Mónica, Agustín se salta un período muy largo de su vida, y a un análisis minucioso, agudo, de la memoria sigue la observación de su estado anímico actual; finalmente, el escrito desemboca en una exégesis dilatada y sinuosa del primer relato bíblico de la creación, interrumpida asimismo una y otra vez por elucubraciones sobre el tiempo y otros asuntos que el lector conoce, pues de ellos

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