Ignacio de Loyola, nunca solo. José María Rodríguez Olaizola
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Ese mirar –y admirar– a otros es humano. Es cierto que no todo es lo mismo. Quizás la grandeza de una época reside –también– en saber admirar a quien merezca la pena. Y es esa humanidad ávida de sentido la que vemos plasmada en Íñigo de Loyola. Cuando se ve capturado por los relatos de la vida de los santos, cuando decide imitarlos, no está haciendo algo sorprendente ni extravagante. Es un hombre de su época. Y en esa época la piedad ensalza a los santos de una forma tan central que hoy nos resulta difícil de imaginar. En retablos y trípticos, en las iglesias y en los libros...
Pero todavía tiene que aprender una lección este Íñigo que se echa al camino queriendo imitar a santo Domingo o a san Francisco. Cuando en la Iglesia hablamos de santos, entonces y ahora, no decimos, sin más, que fueron buena gente, o que sus historias fueron dignas, admirables o modélicas. Sobre todo afirmamos que sus vidas son una ventana hacia algo más. Mirándolos a ellos, a lo que hicieron, dijeron y vivieron, a cómo amaron y curaron, a cómo el evangelio ardió en sus vidas, podemos intuir al único que es realmente santo, a Dios. La verdadera santidad no es una virtud de cumplimiento. No es la perfección personal. No es una rareza imposible. Es la capacidad de, en la fragilidad e imperfección propias, ser reflejo del Dios que sí es perfecto. Es ser capaz de enamorarse de tal modo del Dios de Jesús que ese amor se convierte en pasión que arrebata la propia vida.
Esa es la diferencia entre el icono y el ídolo. El icono refleja algo que está más allá. Al ídolo lo admiramos en sí mismo. Se agota en sí. Tiene algo de vacío. El santo es, para nosotros, un icono, una ventana abierta a la divinidad. El Íñigo de Loyola que sale al camino deseando emular a los santos aún tiene que comprender esa lección. Obnubilado con lo que ha descubierto en san Francisco de Asís o en santo Domingo, quiere ser como ellos. Aún le queda comprender que la gran hondura de estos personajes no es lo que dicen de sí mismos, sino lo que demuestran de Dios. Dice un aforismo que cuando el dedo señala a la luna el necio mira al dedo. De alguna manera eso es una buena descripción de lo que ocurre aquí. Puede uno quedar preso del dedo, del fruto, del santo, sin atreverse a mirar a la luna, la raíz, al Dios al que sus vidas apuntan.
Y, de paso, así seguimos hoy en día. Vamos descubriendo personas a quienes admiramos. Pero, ¿de dónde sacan las fuerzas, la inspiración, el coraje o la compasión para vivir como lo hacen? ¿Queremos «imitar» a Teresa de Calcuta o a Alberto Hurtado? ¿Aplaudimos la entereza y la pasión de Óscar Romero o de Pedro Arrupe? Quizás debamos preguntarles a sus vidas, a sus palabras y a sus obras qué Dios late detrás.
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