Ignacio de Loyola, nunca solo. José María Rodríguez Olaizola
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Una noche, sentados a la mesa, Íñigo anuncia a sus familiares que la partida es inminente. En unos días se irá. Nadie quiere preguntar: «¿Adónde?». Se hace un silencio expectante. Íñigo no tiene intención de compartir sus planes, pues teme que tratarán de disuadirle, lo que sólo puede conducir a interminables –e inútiles– discusiones. Su decisión está tomada. Le parece prudente hablar con una media verdad: «Será bueno que vaya a Navarrete, a encontrarme con el duque». Martín respira con alivio, aunque, sagaz como es, intuye que falta algo en el lacónico anuncio. La conversación languidece. Tras la cena Magdalena borda, Íñigo lee. Martín contempla el fuego, huraño. Nadie dice más esa noche.
A la mañana siguiente, Íñigo se sorprende al ver entrar temprano a su hermano en la habitación. «Acompáñame, Íñigo». La voz es autoritaria y cordial a la vez. El joven se deja conducir. Juntos recorren la casa torre. Habitación por habitación, el señor de Loyola va desgranando la historia de la familia. Repite relatos que ambos escucharon, cuando eran pequeños, de labios de su padre. En aquellos años de infancia Íñigo habría abierto unos ojos grandes y extasiados. Ahora se da cuenta, con una punzada de nostalgia, de que todo eso pertenece a un pasado que se ha ido. «Mira que esperamos mucho de ti», está diciendo Martín. Le señala que tiene por delante un futuro brillante, que su actuación en Pamplona le granjea la admiración de todos los hombres, y en especial del duque de Nájera, que todos en la familia confían en él. Íñigo calla. Ese futuro que hace unos meses le hubiese parecido extraordinario le deja ahora indiferente. Su cabeza está, hace semanas, recorriendo nuevas tierras. El hombre que ha salido de la enfermedad es muy distinto al que llegara a Loyola, diez meses atrás, casi agonizando.
Los primeros pasos
En febrero de 1522 abandona su casa –y su vida anterior–. La despedida es extraña. Flota en el aire un silencio forzado. Demasiadas explicaciones que unos no se atreven a pedir y otro no está dispuesto a dar. La apariencia de normalidad no engaña a nadie. El semblante de Martín cuando se despide es serio, uno no sabría decir si expresando más tristeza o reproche. Parece querer repetirle a Íñigo los mil consejos de estos últimos días, y al tiempo percibe la inutilidad de más palabras. «Íñigo...», murmura. Finalmente opta por el silencio. Doña Magdalena, cuñada, amiga y a veces madre para Íñigo durante los últimos meses, a duras penas contiene el llanto cuando le abraza. Por última vez ven alejarse al noble hidalgo, al joven gallardo que, con sus vestiduras elegantes parece partir de nuevo, como hiciera dieciséis años atrás, a conquistar el mundo. Con él va su hermano Pero, a visitar a otra hermana, también llamada Magdalena, que vive en Oñate. Dos criados les acompañan. De camino se detienen en el santuario de Aránzazu. Allí, ante la Virgen, Íñigo reza toda la noche. Sus propósitos, sinceros, le resultan también arriesgados. Es osado, pero no ingenuo. Duda de sus fuerzas, teme que su pasado le capture, sabe que dentro de sí permanecen agazapados el cortesano y el militar, el mujeriego y el guerrero. Pide a María que bendiga su camino. Promete ser casto. Se ata con voto a este compromiso. De alguna manera quiere ir jalonando con pasos concretos este camino que comienza.
En Oñate se queda Pero. Tampoco con este hermano, compañero de correrías años atrás, quiere Íñigo compartir sus proyectos. No ha de extrañarnos este silencio ante el que, siendo clérigo y canónigo de una iglesia azpeitiana, podría parecernos un confidente adecuado para sus inquietudes religiosas. Es un sacerdote que participa de las ambigüedades de su época. Es padre evidente de varios hijos ilegítimos, y su vocación religiosa es resultado de la elección de otros, no fruto de una opción personal. De ahí que Íñigo no vea en él a alguien especialmente capaz de comprenderle.
Se dirige hacia Navarrete con la compañía de los dos muchachos que le escoltan desde Loyola. Va soltando cabos, despidiéndose de su vida vieja, saldando deudas para echarse a andar libre en las manos de Dios. Por eso se dirige al tesorero del duque para reclamar unos ducados que se le adeudan. El duque, que ya no es virrey, no goza de una situación boyante, pero insiste en que se le pague a Íñigo cuando comprueba que este no está interesado en aceptar un puesto fijo en su casa. Íñigo dispone que parte de ese dinero se emplee en restaurar una imagen de la Virgen, y manda repartir el resto entre gente con la que se siente en deuda. Despide a los dos criados. Parte de Navarrete. Ahora sí, solo.
El camino hacia Montserrat nos permite comprender lo lejos que está Íñigo de haber dado un giro radical. De algún modo ha cambiado su objetivo, pero no ha soltado las riendas. En su mente todo sigue dependiendo de sí mismo. Antes buscaba brillar en las cortes humanas, y ahora se ha propuesto refulgir en la corte celestial. Pero sigue siendo un hombre que se fía de sí, que quiere vencer. Si va a ser santo, será el más notable, el mejor santo del mundo –parece pensar–. Su lógica no admite medianías. Lejos de casa Íñigo ya no mira mucho a su interior. Cree estar convertido cuando en realidad está en el comienzo de un largo recorrido. Tiene en estos momentos algo de insensato, un poco de irreflexivo y bastante de adolescente. Piensa en hacer penitencias enormes, terribles, dolorosas... para imitar a los santos. Para superarlos. Para agradar a Dios. Es la suya una extraña competición. Un nuevo reto, para demostrar su grandeza, su valía, su talla. Ahora quiere triunfar ante Dios. Es un caballero cristiano. Si Cervantes hubiese visto, décadas después, al joven hidalgo marchando de Navarrete hacia Montserrat, tal vez hubiese reconocido en él algunos de los rasgos de su Quijote, tan loco y tan cuerdo, tan absurdo y tan lógico a un tiempo.
Todavía le queda mucho recorrido a este Íñigo peregrino para comprender el evangelio, para descubrir en Jesús un Señor y en su Reino un proyecto. Lejos está aún de asimilar la mansedumbre del Cristo pobre y humilde. Las jornadas de marcha transcurren entre devociones y penitencias. Íñigo comparte días de viaje con diversos compañeros. Oculta su nombre. Calla su historia. Está decidido a construir una nueva vida. Le gusta conversar de cosas espirituales cuando coincide con algún caminante bien dispuesto.
Un día tiene lugar un episodio extraño, que ya anciano Ignacio seguirá recordando. Íñigo va en mula. Escucha pasos tras él y mira atrás. A lo lejos se acerca otra cabalgadura. Aminora la marcha, espera hasta que están a la par. El hombre que le alcanza no es cristiano, sino un moro. Al joven Íñigo le gusta conversar y le encanta la oportunidad de discutir con un pagano. Después de todo, ¿no va él a tierra de infieles, ansioso por predicar el evangelio? Tal vez sea esta una prueba de su capacidad. Se enzarzan en una discusión sobre asuntos de fe. Sin embargo Íñigo sale escaldado. Cuando llegan a la cuestión de la Virgen su interlocutor se muestra intratable al hablar de la virginidad de María. «Pase que hubiera una concepción virginal –llega a decir– pero eso no podría haberse mantenido en el parto». Íñigo razona, insiste, pero sus argumentos no parecen convencer al moro, que poco menos que se burla de él. El joven caballero queda en silencio, humillado y frustrado. La conversación acaba abruptamente. El moro continúa a buen paso, dejando atrás a un Íñigo entristecido. Al poco rato la congoja da paso a la ira. Íñigo se enfada. La rabia le puede. En ese momento no razona. Una violencia sorda le domina. Siente deseos de perseguir al moro y coserlo a puñaladas. El caballero, el hombre de honor que vive en él ha despertado. Hay que vengar una ofensa, infligida nada menos que a la Virgen Santísima. Hay que lavar esa osadía en sangre. ¿Brama también el orgullo herido del joven bruscamente enfrentado con su incapacidad para vencer en la batalla dialéctica? Es posible. Un año antes Íñigo se hubiese lanzado sin dilación en persecución del moro, y es bastante probable que lo hubiese matado. Sin embargo ahora la duda le detiene. ¿Es esa violencia algo propio de los santos? ¿Puede Dios querer esto? En ningún momento se ha imaginado como un peregrino vengador y violento. ¿Qué hacer? Ignacio llegará en el futuro a ser un maestro espiritual, pero el joven Íñigo aún está muy verde en las cuestiones del espíritu. Se debate, sin saber a cuál de sus impulsos hacer caso. ¿Venganza o silencio? ¿Persigue al moro o lo deja ir? ¿Le corta el cuello o lo ignora? Está tan indeciso que toma una decisión salomónica. Que resuelva la mula. Delante hay un cruce. Por el camino más ancho se llega a la villa en la que está