Ignacio de Loyola, nunca solo. José María Rodríguez Olaizola
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Cuando el dolor remite y parece fuera de peligro se decide que vuelva a Loyola. Allá, en su tierra, con su familia, podrá restablecerse despacio. Íñigo duda, pero es la suya una duda vencida de antemano. En realidad no tiene otro sitio adonde ir. Dos hombres preparan una camilla con palos y telas. En ella recogen a Íñigo. Abandonan Pamplona, y el menor de los Loyola siente, al dejar atrás la ciudad, que no le queda nada.
2 El «mejor» santo del mundo
Es de noche. Hace frío en Montserrat. Hace ya tiempo que casi todos los peregrinos se han ido a acostar. Un caballero, noblemente vestido, se acerca a la Iglesia. Lleva en la mano derecha una espada envainada. Una daga cuelga de su cinto, y su mano izquierda sostiene con dificultad un trozo de tela arrugada y un largo bastón con una calabaza. Su andar es lento, casi solemne, y se advierte en su modo de caminar una leve cojera. Algo llama su atención y distrae su camino. Se aleja del pórtico de la Iglesia para acercarse a una pared desde la que ha creído oír una voz. Al aproximarse, distingue, entre las sombras, a un hombre sentado. Se trata, sin duda, de un pordiosero. Uno de tantos, que malviven en las cercanías del monasterio, recitando su letanía mecánicamente, hasta en la quietud de la noche: «Una limosna para este hombre, por caridad cristiana». El caballero se detiene ante el mendigo. Se hace silencio. El pobre espera. El gentilhombre piensa. Esta es, sin duda, una señal de Dios que bendice sus propósitos.
Deja en el suelo las armas y objetos que porta. Lentamente comienza a desvestirse. El mendigo le mira, con una mezcla de temor, sorpresa e incredulidad. Despojado de sus vestiduras, en la noche gélida, el hombre queda, por un momento, desnudo. Entonces se inclina y recoge la tela. Es un traje burdo, un hábito de arpillera que se pone con calma, y que se ciñe con un cinturón de cáñamo. Recoge las hermosas ropas de gentilhombre y se acerca al indigente, que permanece mudo. Las deposita con cuidado, casi con reverencia, ante él. La mirada suspicaz que percibe le incita a hablar, casi en un susurro: «Tómalas. Son tuyas». El pobre hombre parece vacilar, acostumbrado a limosnas bastante más escasas. Entonces el caballero agarra de nuevo los ropajes y los deposita en los brazos del pordiosero. Este aprieta contra su pecho un regalo tan inesperado, murmura apresuradamente: «Dios te bendiga», y se escabulle entre las sombras.
Con su nuevo hábito de peregrino, el hombre recoge las armas y el bastón y se encamina hacia el templo. Entra en la Iglesia. Está vacía a estas horas de la noche. Sólo el altar mayor y la imagen de la Virgen morena permanecen iluminados por lámparas.
El peregrino se detiene frente a la imagen. Su mirada se clava en ella. Se arrodilla y permanece de hinojos, con los brazos caídos a los lados del tronco... De vez en cuando suspira. Pasa largos ratos sumido en una meditación profunda, inmóvil, como una estatua de carne que hiciese compañía a la pequeña virgen negra. En ocasiones se agita, se levanta y camina de un lado a otro, cojeando ligeramente, para retornar pronto a su posición inicial. En algún momento rompe a llorar. Es el suyo un llanto silencioso y conmocionado. Si alguien le viese en este momento no sabría si esas lágrimas hablan de dolor o de alegría, de culpa o de gratitud. Tal vez tienen un poco de todo.
Muy de noche le saca de su recogimiento el canto de maitines de los monjes benedictinos. Durante largos minutos se deja envolver por la música de los salmos que llenan la basílica en oración litúrgica, rompiendo la noche. Después, de nuevo el silencio.
Han pasado varias horas. El hombre se agacha y toma del suelo la espada y la daga. Se acerca despacio a la reja de la capilla de la Virgen, y cuelga de sus barrotes las dos armas. Su paso tiene algo de ceremonial, de danza, de liturgia. Allá quedan, junto con velas y exvotos, con recuerdos y símbolos que tantos creyentes van depositando, día a día, a los pies de la madre, para rezar por los suyos, para implorar favores o agradecer bendiciones. Da dos pasos hacia atrás y de nuevo se arrodilla. Con estas armas está dejando atrás su pasado. En su lugar queda sólo el bastón de caminante, sobre el que posa su mano derecha mientras agacha la cabeza. Le parece un gesto expresivo, un símbolo pleno, una silenciosa declaración de intenciones y una promesa.
La noche va muriendo y comienza el movimiento en el monasterio. La iglesia se llena de monjes y gente que comienza la jornada con misa temprana. Al fin el peregrino se levanta, musita una última oración y con la primera luz del amanecer emprende la marcha. Íñigo de Loyola, convertido en peregrino, siente su corazón cantar cuando avanza, pletórico, hacia Barcelona, hacia Jerusalén, hacia una vida y un futuro que hoy le parecen majestuosos.
Estamos en la mañana del 25 de marzo de 1522. ¿Qué ha pasado en el transcurso de estos diez meses? ¿Qué ha llevado al hombre al que dejábamos camino de Loyola, moribundo y abatido, a convertirse en un peregrino lleno de fervor religioso? ¿Qué extraño proceso ha transformado al caballero vencido en caminante devoto? ¿Adónde va? ¿Qué busca? ¿Por qué?
La cura
La llegada de Íñigo a la casa solariega debió de ser muy triste. Allá estaban su hermano Martín y su esposa, doña Magdalena de Araoz, dispuestos a cuidarle, a atenderle, a consolarle. Pero, ¿cómo animar a quien se ha estrellado? ¿Qué perspectivas u horizontes pueden ilusionar a quien se ha visto derrotado en lo que, hasta el momento, eran sus metas?
La herida de la rodilla es terrible, y las primeras curas recibidas en Pamplona no dejan de ser una solución provisional. Los huesos de la pierna no están bien soldados, ya sea porque no se han tratado bien, o por la precariedad del transporte en camilla. Martín llama a los mejores médicos y cirujanos que puede encontrar. Se decide descoyuntarle los huesos para dejarlos soldarse en la posición correcta. A Íñigo sólo le queda su orgullo, y a él se aferra para pasar esta prueba. No grita. No llora. No se lamenta. Se agarra con fiereza a su hombría, a su valor, a su imagen. Cualquier cosa con tal de no desmoronarse.
Sin embargo su salud está quebrada. El dolor físico le tiene destrozado. No puede comer y va debilitándose. Hasta tal punto es así, que los médicos, visto que no pueden mantenerle en este mundo, recomiendan que se prepare para el otro. Íñigo se confiesa y comulga. Pero no está derrotado todavía. No quiere morir. Aún tiene mucho que hacer, mucho que conseguir, mucho que luchar. Se resiste a rendirse. Los médicos señalan que la situación es crítica. Íñigo reza. Como siempre lo ha hecho. Rezar, encomendarse a Dios, es parte de su vida. En la víspera de san Pedro, se dirige a este santo, a quien siempre ha tenido una devoción particular. Pide, ofrece, promete. En la estancia vecina hacen otro tanto sus parientes, se ora también en los caseríos cercanos y en las iglesias próximas se dicen misas por la salud del hermano menor de don Martín.
El enfermo parece superar la etapa crítica. La fiebre cede. Vuelve el apetito y comienza un lento restablecimiento. Esta mejora devuelve el optimismo y la esperanza al joven. Aún no está vencido. Si ha tenido sueños antes, ¿por qué no seguir teniéndolos ahora? Después de todo, no ha perdido tanto. Simplemente las primeras batallas, las primeras escaramuzas. De esto tendrá que aprender. Se empieza a sentir fuerte, brillante, enérgico de nuevo. Ya habla con Martín sobre el futuro, sobre volver a ver al duque, que ha de estarle muy agradecido, sobre la corte... Ya sueña con mujeres, con damas de alta alcurnia que han de caer rendidas ante el héroe de guerra. ¿Qué más da la derrota? Se ha enfrentado, con otros pocos, a un ejército enorme. ¿No pesa más la fidelidad que el fracaso? El corazón del joven Loyola vuelve a latir con fuerza, al menos a ratos. Porque en otros momentos la zozobra y la amargura parecen tener más peso y le dejan sumido en