Ignacio de Loyola, nunca solo. José María Rodríguez Olaizola

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Ignacio de Loyola, nunca solo - José María Rodríguez Olaizola Bolsillo

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será señal de que Dios no bendice esa venganza. Finalmente la mula, o Dios, o la Providencia o la suerte, o de todo un poco, deciden por él. La elección, afortunadamente, es el camino real. Es curioso, y a la vez da vértigo comprender cómo se escribe la historia. No podemos saber qué hubiese pasado si la elección hubiese sido la otra. Con el pasado de poco sirve hacer hipótesis alternativas. En todo caso, podemos afirmar, con humor, casi quinientos años después: «Gracias a Dios que la mula tiró por el camino estrecho»

      Montserrat se va acercando. Poco antes de llegar, Íñigo se detiene en una población grande. Desde que dejó Navarrete ha ido pensando en Montserrat como el punto de partida verdadero de su aventura. La puerta a su nueva vida de peregrino. Lo que hasta este momento han sido proyectos se convertirá al fin en ejecución. Habiendo dejado atrás familia y amigos, dinero y posición, quiere ahora completar su transformación abandonando su ropa de caballero, convirtiéndose en un peregrino anónimo. Utiliza parte del dinero que le queda para hacerse con tela de saco, basta y áspera en comparación con los delicados tejidos a que está acostumbrado. Encarga a una mujer que convierta el paño en una túnica que cubra todo su cuerpo. Compra también un largo bastón que ha de ayudarle en su cojera, y una pequeña calabaza que le servirá para beber. Para completar el atuendo se hace con un par de alpargatas, aunque por el momento sólo calza con una la pierna sana. Carga la montura con sus adquisiciones. Ya está preparado para dar los últimos pasos. Respira despacio. Abandona el poblado. Es consciente de la trascendencia de estos días en su vida. Está convencido, decidido. No hay marcha atrás. El joven Íñigo va a desaparecer para siempre. Está naciendo el peregrino.

      Considera imprescindible darle relevancia al mo-mento. El joven educado en un ambiente cortesano, en el que cada gesto se mide y se carga de significado, necesita expresar la hondura de la encrucijada vital que atraviesa. ¿Cómo hacerlo? En este momento le ayudan las imágenes caballerescas. Después de todo, ¿no se está convirtiendo en un caballero distinto, al servicio de Dios? ¿No es Su causa la que quiere defender y servir? Pues bien, ¿por qué no velar estas nuevas armas, el bastón y la calabaza? Al imaginar la escena no puede evitar sonreír, emocionado y lleno de entusiasmo. Llega, al fin, a Montserrat.

      Aparece el peregrino. Montserrat

      Es el 21 de marzo de 1522. El día en que comienza la primavera. El día en que Íñigo cruza las puertas del monasterio de Montserrat. Este ha de ser el escenario de su transformación, piensa. No deja de ser ingenuo al creer que le han de bastar unos días para salir de aquí trasmutado en el gran santo que sueña. Supone que esta etapa es el final de la metamorfosis que comenzara, meses atrás, con sus lecturas de enfermo. Lejos está de intuir que su gran cambio no ha hecho más que comenzar. Pero, por el momento, Dios le deja hacer. Tiempo habrá para un encuentro distinto.

      Su estancia en Montserrat tiene dos objetivos. El primero tiene que ver con su vida pasada: Íñigo ve llegado el momento de confesarse por todo el mal que descubre en su existencia anterior. El segundo mira al futuro: ha llegado la hora de convertirse en peregrino.

      El monasterio es un lugar de incesante actividad. La devoción por la Virgen morena está extendida por toda la geografía hispana. Sin cesar acuden a este santuario siervos y señores, hombres y mujeres que buscan consuelo, cumplen promesas, agradecen favores o imploran la protección maternal de la Virgen... Íñigo busca un confesor. Se acerca a un monje que pareciera estar esperándole en una de las capillas laterales de la Basílica, se arrodilla y habla. Lleva tanto tiempo callando sus planes, ocultando sus verdaderos propósitos y expresándose con medias verdades que cuando comienza a hablar las palabras brotan a borbotones, sin control. Llora, se exalta. Describe con dolor las miserias de su vida pasada. Expone con ilusión sus proyectos. Juan Chanón, un monje benedictino que a diario escucha tantas voces distintas y comparte tantas historias ajenas comprende que no es esta una confesión habitual. Intuye el vendaval que agita al joven noble que se arrodilla ante él. Le deja desahogarse durante largo rato. Después le propone caminar un poco. Íñigo está sorprendido por el estallido de sus emociones. Está tan acostumbrado a tener el control de las situaciones que experimenta cierta liberación al poder dejarse guiar, al confiarse a otra persona, al compartir sus zozobras y sus deseos, al pedir ayuda, al llorar sin vergüenza por todo lo que no domina.

      Chanón le propone que se tome un tiempo tranquilo. «¿Por qué no escribes y pones en orden todo esto que me has dicho? No hay prisa. Toma unos días. Haz una confesión general. Ponte en las manos de Dios». El sensato consejo suena acertado en los oídos de Íñigo. Después de todo no tiene prisa. Tiene todo el tiempo del mundo.

      Durante tres días alterna la oración, la escritura y las conversaciones con Chanón. Ese encuentro es mucho más que una confesión. Hablar de sus proyectos, de sus planes, de su futuro con otra persona le aquieta, le calma, le ilumina. No se parece a ninguna conversación que haya tenido antes. No es el tipo de confidencia compartida con los amigos en los lejanos días de Arévalo, ni la despreocupada conversación de compañeros de camino. Su interlocutor tiene, a sus ojos, algo de maestro, de testigo, de autoridad y de hermano. Comprende, en ese contacto inesperado, que necesita la ayuda de alguien que le guíe. Que está confuso. Aún no se da cuenta de hasta qué punto está embrollado en su corazón lo afectivo, lo religioso, lo que le suscita Dios y lo que él mismo decide insensatamente, pero tiene la lucidez suficiente para reconocer que necesita consejo. Con Chanón empieza a intuir que la vida interior que apenas barrunta es como un campo de batalla en el que también hace falta aprender estrategias y formas. Que a veces se confunde con respuesta a Dios lo que es soberbia, y otras veces uno deja escapar intuiciones que sólo Dios puede poner en su corazón. El monje le corrige, le propone, se convierte en un espejo humano en el que Íñigo se ve reflejado con la ayuda de otros ojos. Siente la certeza de ser como un niño, necesitado de ayuda y guía. Ingenuamente, Íñigo cree que estos consejos son todo lo que necesita. Lejos está de imaginar que muy pronto será su interior el escenario de una lucha encarnizada que le va a llevar al borde de un abismo. Por ahora escucha con una mezcla de respeto, admiración y curiosidad.

      Desde este momento siempre buscará Íñigo el consejo de otros. Intuye, al conversar con Chanón, que la vida interior también crece, también se cuida. Que es importante discernir lo que pasa dentro, poner nombre a lo que te sucede, reconocer la voluntad de Dios y las tentaciones del mundo en las emociones y los disgustos. El futuro maestro espiritual es, por el momento, alumno que está descubriendo lo mucho que ignora.

      Íñigo habla de Jerusalén, de sus propósitos, de su vida. Chanón le alienta y le matiza, le calma y le asesora. El monje está sorprendido con la pasión de este penitente, distinto de la mayoría de quienes pasan por Montserrat. En esos tres días Íñigo hace planes, con ayuda del benedictino, para dar el último paso. En el monasterio quedará la mula. En la verja del altar las armas, como muda ofrenda a la Virgen. También ha de dejar aquí sus viejas ropas nobles. De Montserrat ha de salir un peregrino anónimo, sin nombre, sin historia. Acuerdan que se detenga en algún punto del camino, no tardando, para pasar unos días tranquilos de reflexión y oración, tratando de poner un poco de orden y serenidad en su espíritu. La tarde del 24 de marzo el monje absuelve a Íñigo por los pecados de su vida pasada mientras este llora en silencio. Al anochecer se despiden. Íñigo recoge de la mula las prendas nuevas y su bastón, y avanza, solitario, hacia la Iglesia donde piensa pasar la noche en oración velando sus nuevas armas. Antes de entrar entrega sus ropas a un mendigo y viste, por primera vez, el hábito de peregrino. En la Iglesia entra el caballero sin corte, el soldado herido, el pequeño Loyola. Al amanecer sale del templo el peregrino. Su destino, Jerusalén.

      El santo, el dedo, la luna y Dios

      ¿Nos puede parecer extraño? ¿Tal vez nos resulta chocante esta conversión de un Íñigo que se decide a imitar a los grandes santos de la historia? En realidad no es algo tan trasnochado. Todas las épocas tienen sus figuras, sus referencias. Desde los mitológicos héroes griegos a los ídolos de masas actuales, cada sociedad y cada época ha tenido sus referentes.

      Quizás

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