Pablo VI. José Luis González-Balado
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Unas «pinceladas» del Obispo Maximino Romero de Lema
Intentaba uno superar generalidades acerca del Obispo Maximino Romero de Lema y tropezó con una evocación firmada por don Laín Entralgo, el gran presidente de la Real Academia Española:
Cuando, ante una inexorable muerte próxima, volaba de Roma a Santiago con el propósito de despedirse de la vida mortal y ser inhumado en su tierra, ha fallecido Maximino Romero de Lema, sacerdote. Había sido obispo en España, arzobispo en Roma, secretario de la Congregación del Clero, tantas cosas más. Pero yo estoy seguro que al recordarse tras su muerte, él hubiera preferido que se hiciera uniendo a su nombre esta sola palabra: sacerdote... Para ser sacerdote, no para ser obispo, renunció al brillante porvenir que le ofrecía su reciente licenciatura en Derecho y –una entre las «vocaciones tardías» de aquellos años– sintió irrevocablemente la que en él era más profunda y pasó de jurisperito a seminarista, sin duda con el ánimo de llevar a la Iglesia, en la medida de sus fuerzas, el mundo secular de que era parte.
¡Qué bien dice don Pedro Laín lo que... dice! Uno no quería alargarse, pero lo que dice don Pedro Laín es tan digno –¡también de don Maximino!– que no se quiere interrumpir la cita, recordando otras palabras del que fuera director de la RAE:
Durante los años en que tanto por razones estrictamente religiosas como por razones puramente humanas había que salir de aquella alianza poder-altar que los españoles llamamos nacionalcatolicismo, Maximino Romero de Lema, a quien Pablo VI quiso y no pudo nombrar arzobispo de Santiago de Compostela, en esa empresa colaboró silenciosamente. Como, no silenciosamente, de manera tan eficaz lo hizo el Cardenal Tarancón. Ciertamente se ha dicho de él que fue liberal frente a los integristas, moderado frente a los radicales y pensador frente a los agitadores. Así, hasta su muerte; primero, en España; luego, en Roma, y por fin, entre Roma y España.
A este punto, la cita tomada de Romero de Lema para este largo prólogo para lectores españoles arranca así:
No tengo la osadía de diseñar la personalidad de Pablo VI. Sólo algunas observaciones directas, como pinceladas. Ante todo, era una personalidad superior, con arraigo histórico, que no admite simplificaciones hechas a veces tópico fácil. Fue considerado un intelectual, formado en una cultura brillante, dominante en Europa y más en concreto francesa, con dificultad para entender la historia de España.
Mi observación es otra: yo pienso que el joven Montini, el sacerdote Montini, era una personalidad genialmente italiana. Por la formación en su familia. Por la historia de Italia en aquel período concreto, vivida en la escuela de su padre. En aquel clima católico, con personalidades de tanto relieve, en el pensamiento. Entre movimientos sociales importantes, con correspondencia con movimientos europeos paralelos.
Pablo VI conocía y comprendía España y su misión histórica y evangelizadora. Conocía bien la literatura clásica española. Lo pude observar en la preparación del doctorado de Santa Teresa. Y, por lo que se refiere a la cultura contemporánea, por decisión de Pablo VI están en los Museos vaticanos obras de pintura y escultura española contemporánea de Venancio Blanco, Eduardo Chillida, Javier Calvo, Salvador Dalí, José Ortega, José de Oteiza, Benjamín Palencia, Pablo Picasso, Nicanor Piñote, Joaquín Vaquero Turcios, Manuel Vilaseñor. Colaborando en estos trabajos con Monseñor Pasquale Macchi, tuve ocasión óptima para tratarle.
El interés de Pablo VI por las cosas de España lo manifestaba en muy distintas ocasiones, ya como sustituto de la Secretaría de Estado vaticana en tiempos de Pío XII. Relato un episodio del que fui testigo: Siendo embajador ante la Santa Sede Fernando Castiella, llegó a Roma don Ángel Herrera Oria, al cual veneraba Castiella, vieja amistad suya desde los Estudiantes Católicos. Puso verdadero interés en su encuentro con Monseñor Montini y Montini aceptó. El encuentro se produjo en la embajada de la Piazza di Spagna. Éramos cuatro personas: el sustituto Montini, el embajador Castiella, Ángel Herrera y yo. Fue una de las conversaciones más interesantes que he tenido ocasión de escuchar con temas que fueron la Iglesia, la cuestión social y la libertad.
El clima de esta tarde me hace difícil comprender algún episodio posterior del Castiella ministro. La comprensión y el amor a España y a la Iglesia de España se muestra en palabras de Pablo VI.
Cuando el 25 de septiembre de 1975 Pablo VI canonizó a San Juan Macías, quiso destacar, ante la Plaza de San Pedro llena, algunas características que concurrían en la vida del nuevo santo: «La primera, su origen español, hijo de una nación cuya historia encuentra sus expresiones más altas y decisivas, que marcan el carácter de su pueblo, en las figuras de sus santos, como Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz... Sólo recordar sus nombres constituye un auténtico homenaje que se tributa a España. Un homenaje que siento poder subrayar por mi parte dirigido a una nación por mí muy amada y que la Iglesia entera, tan bien representada en esta Plaza de San Pedro por millares de peregrinos venidos de todo el mundo desean rendir conmigo a esta tierra de santos... Esta alegría podría ser más plena si estos días no hubiesen sido ensombrecidos por los acontecimientos de todos conocidos...»
Cómo Ramón Torrella Cascante recordaba a Pablo VI
Uno se recuerda viajando en tren, hacia finales de los años sesenta, en un departamento compartido, entre otros, con dos clérigos de respetables semblante y cultura ocupados en una conversación interesante a pesar de mi distancia del tema. Aun fingiendo desinterés, todavía retengo lo sustancial. Hablaban de un cura llamado Torrella, consiliario de la JOC (Juventud Obrera Cristiana)[7], residente en la diócesis de Madrid dependiente del obispo Eijo y Garay.
Eran tiempos en que tener algo que hacer, aunque fuese de orden espiritual, con grupos sociales (peor si obreros), aunque se apellidasen cristianos como la JOC, implicaba riesgo de conflictos con las autoridades eclesiásticas, en gran parte sintonizadas con las franquistas. Tal era la ejercida por Eijo y Garay, que sintonizaba con el nacionalcatolicismo de la época.
Aunque nacido en Cataluña (Olesa de Montserrat, 30 de abril de 1923), Ramón Torrella ejercía en Madrid, donde la JOC tenía su sede central. En Madrid mandaba mucho (¡en sintonía con un gobierno con el que sintonizaba casi más que con un distante Vaticano!) el obispo Eijo y Garay. Si por residencia Ramón Torrella vivía y celebraba misa en terreno del obispo de Madrid, siendo tiempos anteriores al Vaticano II que creó las Conferencias episcopales, el poder eclesiástico estaba en manos del Arzobispo de la archidiócesis primacial, que era la de Toledo, regida por el Cardenal Pla y Deniel, un eclesiástico conservador de ascendencia catalana con sensibilidad social. Por ello se situó de parte del consiliario Torrella cuando, por su conducta favorable a la justicia en pro de la JOC, Eijo y Garay le prohibió celebrar misa en su diócesis. Lo cual puso de su parte a Pla y Deniel, diciéndole que si el obispo de Madrid no lo dejaba actuar como cura en su territorio, la prohibición carecía de validez en su territorio. Para ello optó por mandarle todas las mañanas un coche que lo desplazaba hasta Illescas, territorio toledano limítrofe con Madrid donde podía celebrar.
Fue cuando Pablo VI intervino en favor de Torrella llamándolo a Roma y ofreciéndole cargos de responsabilidad en varias instituciones creadas por el mismo Papa tras el Concilio (Secretariado para la Unidad de los no-Cristianos, Consejo de Laicos, Consejo pontificio Cor Unum, Comisión Justicia y Paz). La situación de Torrella encontró una espléndida solución hasta que, ya en 1983, el mismo Pablo VI lo creó Arzobispo de Tarragona, cargo que desempeñó hasta su renuncia por razones de edad en 1997, y su fallecimiento en abril de 2004.
Comprensible que, dadas sus vicisitudes vivenciales y su proximidad a Pablo VI, Ramón