Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
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Está claro, entonces, que San Martín optó por asumir él mismo ambos poderes. Al parecer y, de acuerdo a su propia manifestación o insinuado por sus consejeros más cercanos, no había otra alternativa: el orden o el desborde político. Sin embargo, el ilustre militar argentino procedía en forma distinta a lo que había hecho en Chile, donde después de la batalla de Maipo entregó el mando al mencionado político y general chileno Bernardo O’Higgins, reteniendo él la jefatura del Ejército Libertador. Pero —observa José Agustín de la Puente Candamo (prominente estudioso de la etapa independendista en el Perú)— las circunstancias eran distintas en uno y otro país. Chile había quedado libre de enemigos; en cambio, los españoles conservaban un poderoso ejército en el Perú, disponían de enormes recursos de dinero y hombres para mantener y proseguir la lucha y eran dueños de las dos terceras partes del territorio peruano, factores que no podían ser desestimados en el momento de organizar el nuevo régimen.
Aún algunos de los nacionalistas más intransigentes aceptaron la instauración de un gobierno de transición que fue el del Protectorado, como un paso prudente y oportuno hacia el ordenamiento definitivo (Puente Candamo, 1971, pp. 325-326).
A propósito, ¿cuál fue la reacción de la población ante la medida política asumida por San Martín? El divisionismo. Muchos aceptaron y apludieron la decisión; pero no pocos también (los liberales sobre todo) la condenaron y rechazaron por considerarla arbitraria, atentatoria contra la voluntad popular e innecesaria. En razón de esto último, se publicó el decreto de 7 de agosto “garantizando la seguridad de las personas y sus propiedades”. Entre los primeros, vale decir, entre quienes incondicionalmente apoyaron la medida, estuvieron Bernardo O’Higgins y Bernardo Monteagudo, el compañero fiel e imprescindible, pero también el causante de mil desgracias para el Libertador (razón por la cual se le dio en llamar el “ángel malo” de San Martín; el historiador chileno Gonzalo Bulnes en su libro publicado en 1897 lo llama “el ángel maléfico”). Con una energía asombrosa, el controvertido ministro validó y justificó públicamente la actitud sanmartiniana. Al justificar a San Martín, naturalmente, se justificaba a sí mismo, pues era evidente que la decisión del Protector hallaba apoyo plenísimo e inspiración muy honda en las autorizadas ideas de su cercano e incondicional colaborador. Antítesis de esta postura, fue la de José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete (conde de Pruvonena), quien de manera radical y violenta desbarató el fondo del asunto. Refiriéndose a San Martín dijo: “Y se alzó contra su voceada independencia, declarándose Jefe Supremo por sí mismo y apoyado por el ejército”. Por su parte, el venerable obispo Bartolomé María de Las Heras (a quien el círculo íntimo de San Martín fustigó de manera inmisericorde e injusta) también se manifestó contrario a la medida de San Martín, aunque con mayor mesura y discreción. En una oportunidad expresó: “Se declaró Protector universal del Perú, abrogándose un gobierno soberano y absoluto, con todas las atribuciones de un monarca” (citado por Puente Candamo, 1971, p. 83). Igualmente, la opinión del inquieto marino lord Cochrane fue contraria a la disposición de San Martín; en una extensa carta fechada el 7 de agosto de 1821, luego de muy variadas y razonables argumentaciones, le manifiesta, aunque veladamente, su contrariedad por la medida. En la misma línea que la de estos tres últimos personajes, el virrey José de La Serna le dice a San Martín el 22 de agosto del mismo año: “El haberse V.E. eregido por sí mismo como la suprema autoridad del país que llama libre, a pesar de cuanto para ello alega y puede alegar, es en mi concepto un acto de aquellos que en un sistema puramente despótico puede ser admitido”. Por su lado, La Abeja Republicana, que en su oposición al Protector fundamenta la causa de su existencia, llega a sostener que “el General San Martín despojando a los pueblos de sus legítimos derechos, reasumió en sí el mando político y militar” (citado por Puente Candamo, 1971, pp. 28-30). En resumen, para San Martín –decían los líderes nacionalistas– solo debía retener el supremo mando militar, pues exonerado de los cuidados y responsabilidades de una administración civil naciente, que podía confiarse perfectamente a uno de los más preclaros hijos de la nación, el Comandante en Jefe del Ejército Libertador podía llevar vigorosamente la guerra hacia la rápida conclusión, o sea, hasta la destrucción total del enemigo.
Como se puede apreciar, frente a la polémica autodecisión sanmartiniana de asumir los dos poderes simultáneamente (político y militar) la reacción pública se polarizó. Idéntica situación encontramos entre los historiadores: José Pacífico Otero y Mariano Felipe Paz Soldán la aprueban; Bartolomé Mitre, Benjamín Vicuña Mackenna y el padre Rubén Vargas Ugarte la critican; Sebastián Lorente y José de la Riva Agüero y Osma expresan sus reservas; Ricardo Rojas y Adulfo Villanueva son los extremos del elogio constante y de la oposición también permanente, respectivamente.
Entre los defensores, el argumento principal puede sintetizarse del siguiente modo. El Protectorado, históricamente, se presenta como un momento de transición entre un personalismo bien intencionado y el orden jurídico y político que crea la primera Constitución del Perú, sancionada por el Congreso Constituyente de 1822. Por lo tanto —afirman— resulta pueril entretenimiento de la imaginación discutir sobre si fue o no necesario el Protectorado y si fue o no pertinente en esos álgidos momentos. Las condiciones sociopolíticas de la revolución por la independencia —concluyen— exigían el fortalecimiento de la autoridad y su concentración en un hombre. En cambio, el razonamiento de los oponentes es mucho más drástico. Se preguntan con no exenta ironía: ¿era esta, nada más que esta, la tan soñada libertad?, ¿podían considerarse verdaderamente libres los hijos del Perú, o habían hecho nada más que desligarse de la sartén hispana a la brasa tucumana?
Por de pronto se murmuraba ya en voz baja que el general San Martín no era más peruano de lo que parecía ser el español La Serna. Aún más, no satisfacía en absoluto el hecho de que después de San Martín, y muchas veces por encima de él, comenzaba a mandar en la medianamente libre familia peruana otro ciudadano argentino: Bernardo Monteagudo, de Tucumán. (Citado por Giurato, 2002, II, p. 86)
¿Fue realmente un error el de San Martín concentrar en sus manos el poder civil y el mando militar con el título de Protector? Si nos atenemos a la crítica y comprometedora situación en que se hallaba el país en sus diferentes aspectos, por un lado, y si consideramos la presencia y el enorme poder militar del ejército realista, por otro, tenemos que convenir en lo acertado de la decisión del Libertador37. Pero, si miramos también la experiencia de Chile en esos momentos (que el mismo San Martín había impulsado), no se puede dudar de lo ventajoso que hubiera sido seguir y aplicar en el Perú la misma fórmula que en aquel país; separando el poder político del militar, sin duda alguna, se conciliaba un gobierno más fuerte, más legítimo y menos expuesto a reacciones justamente nacionalistas. Además, no debe olvidarse que la intención principal de la venida de San Martín al Perú era, exclusivamente, de carácter militar: desterrar el poder español y poner término a la guerra independentista de América. En este sentido, si en el decreto mencionado hubiese expresado claramente que su propósito era poner fin a la lucha y que para ello dejaría los cuidados de la administración civil a cargo de otra persona, poniéndose él al frente del ejército, no habría dado lugar a las suspicacias que se suscitaron y habría apuntado al objetivo principal. En otras palabras, si el ilustre argentino hubiese tenido más visión del devenir histórico y hubiese repetido lo realizado en la patria de O’Higgins años atrás, su preclara figura no tendría discusión en este pasaje de nuestra historia. San Martín —ya se ha dicho— no era un hombre de gobierno (un estadista) y careciendo de esas dotes menos podía evitar las funestas consecuencias cuyas causas él mismo involuntariamente puso en juego. No ponemos en tela de juicio los sanos propósitos del Gran Libertador (presumiblemente influenciado por su íntimo círculo de colaboradores, en especial por el insidioso Monteagudo) ni cuestionamos su legítima y personal opción ideológica, pero juzgamos que dadas las expectativas soberanas del momento y las aspiraciones colectivas de vivir en total libertad, al caudillo de Yapeyú le faltó lo que hoy se llama “apertura”