Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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los títulos de Castilla con sus mantos y veneras de las órdenes a que pertenecían, los graves oidores con sus garnachas y, finalmente, los miembros del cabildo secular con los alcaldes y regidores. San Martín, en brioso corcel, iba acompañado por el marqués de Montemira, a quien como gobernador de Lima desde la salida del Virrey, el conde de la Vega del Ren le cedió el estandarte patrio que condujo hasta el tabladillo de la Plaza de Armas; a su izquiera iba el conde de San Isidro, alcalde de la ciudad e inmediatamente detrás el citado conde de la Vega del Ren, el estado mayor, ayudantes y jefes del Ejército Libertador. Cerrando la comitiva iban los afamados Húsares. A los flancos iban desplegados los alarbarderos de Lima, a las órdenes de su capitán don Ignacio Cordova.

      En la Plaza Mayor y entre el callejón de Petateros y la pila de la Plaza se levantó un tabladillo, desde donde el Libertador había de flamear el Pabellón Nacional. El concurso tomó el lado derecho, y volvió a tomar el centro para dirigirse al tablado. Hicieron calle los miembros de la comitiva y, rodeado el estrado por los alabarderos, subió a él San Martín, tomó de manos del marqués de Montemira el Pabellón Nacional y elevándolo en alto, pronunció estas palabras: ´Desde este momento el Perú es libre e independiente, por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende´. Los gritos de: ¡Viva la Patria!, ¡Viva la Libertad!, ¡Viva la Independencia!, resonaron por todos los ámbitos de la Plaza Mayor en la cual, según los datos de Tomás Guido, se veían reunidas más de 16 000 almas.

      En las calles que forman el cuadro de la Plaza se hallaba formado el Regimiento n° 8, con las banderas de Buenos Aires y Chile y la artillería, cuyos cañones saludaron la enseña bicolor. La comitiva continuó luego por la calle de Mercaderes y en la Plazuela de La Merced, donde se alzaba el segundo tablado, se repitió la misma escena; otro tanto se hizo en la Plaza de Santa Ana, delante del convento de las descalzas y, finalmente, en la Plaza de la Inquisición, frente a la casa de este Tribunal.

      En todo el trayecto los vivas y las aclamaciones fueron continuos y el pueblo demostró su alborozo aplaudiendo a San Martín. Regresó éste a Palacio y desde uno de los balcones del mismo presenció la entrada de la comitiva del almirante Cochrane con sus ayudantes. Distribuyéronse al público las medallas acuñadas por José Boqui, con motivo de tan fausto suceso, y el Colegio de Abogados arrojó sobre la multitud buena cantidad de monedas y salvilla de plata. Casi todos los vecinos lucían en la solapa la escarabela bicolor, mandada hacer para esta ocasión y en el recorrido se levantaron arcos de triunfo, sobresaliendo el que tomó a su cargo el consulado. Terminado este acto, los miembros del cabildo pasaron a su sede y en el balcón principal, frente a la Plaza, se expuso a la vista de todos el Pabellón Nacional, que quedó allí durante todo el día.

      La iluminación de la noche en la ciudad fue espléndida. En el ayuntamiento se dispuso un magnífico sarao, para el cual se concertó a la orquesta dirigida por el agustino fray Cipriano Ramírez, alternando con ella la música del Regimiento n.o 8 a cargo del músico mayor Matías Sarmiento. Las esquelas fueron distribuidas entre lo más selecto de la sociedad y los invitados fueron atendidos por el alcalde, conde de San Isidro y los regidores. Concurrió, dice un testigo de esos días, el bello sexo, tan exquisitamente adornado con joyas, plumas y bandas de la Patria, percibiéndose en ellas los realces y hermosuras de las tres gracias descritas por la mitología. San Martín ingresó a la sala en traje de gran parada, rodeado de sus generales y ayudantes y luego se inició el baile sirviéndose poco después ricas viandas y licores finos hasta bien entrada la noche.

      Al siguiente día tuvo lugar en la catedral el solemne Te Deum, entonado por el arzobispo don Bartolomé María de Las Heras, y la Misa de Acción de Gracias, a la cual asistieron todos cuantos habían tomado parte en la Jura, incluyendo al mismo Cochrane y sus ayudantes. La oración gratulatoria la pronunció el franciscano fray Jorge Bastante. Terminados los oficios, volvió San Martín a Palacio con todo el brillante séquito que le acompañaba y se renovaron las aclamaciones de la multitud que llenaba la Plaza. El cabildo secular se reunió inmediatamente a fin de prestar juramento de fidelidad a la Patria, haciéndolo en primer lugar el alcalde, en manos del regidor más antiguo, don Francisco de Zárate, y luego los demás regidores.

      En la noche invitó San Martín a una recepción en Palacio a lo más selecto de la capital y la fiesta rivalizó en esplendidez con la tenida la noche precedente en la casa del cabildo. De este modo vinieron a tener término las solemnidades de la Proclamación de la Independencia, las cuales quedaron grabadas en los limeños de aquel tiempo, pudiendo decir cada uno de ellos lo que poco tiempo después decía don Félix Devotti: ´Mi corazón aún se conmueve al recordar aquellas memorables palabras de voluntad y justicia, con que a la faz del mundo invocó San Martín por testigo al Ser Supremo: ¡Dios Eterno! Tú viste entonces la sinceridad de nuestros juramentos: los repetiremos a todas horas y antes bajaremos al sepulcro con gloria que sufrir la ignominiosa cadena. Tú has protegido nuestra causa: ella es la tuya: es la causa de la misma justicia. (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, pp. 176-178)

      Por su lado, el general Tomás Guido, confidente y amigo personal de San Martín, además testigo de esos hechos, en carta a su esposa de fecha 6 de agosto de 1821 narra lo sucedido de esta manera:

      El 28 del mes anterior se juró en esta capital la Independencia del Perú. No he visto en América un evento ni más lúcido ni más numeroso. Las aclamaciones eran un eco continuado de todo el pueblo. Yo fui uno de los que pasearon ese día el estandarte del Perú Independiente. Jamás podría premio alguno ser más lisonjero para mí que ver enarbolado el estandarte de la libertad en el centro de la ciudad más importante de esta parte de América, cumplido el objeto de nuestros trabajos en la campaña. Varias escenas tocantes se vieron ese día entre el bajo pueblo y sus demostraciones fueron tan candorosas como sincero el gozo que asomaba en los semblantes de todos. En esa misma noche se dio refresco y baile en el cabildo. Ninguna tropa logró contener la aglomeración de gente y no pudo lucir el ambigú que se preparó para los convidados. En la noche siguiente se dio en el palacio del General San Martín un baile, al que asistieron todas las señoras. Esto requeriría una descripción particular para lo que no tengo tiempo. (Citado por Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 177, nota n.° 4)

      Sobre la segunda interrogante arriba formulada: ¿cuál fue la actuación de San Martín en el Perú a partir del 28 de julio de 1821?, puede decirse lo siguiente. El viernes 2 de agosto de ese año, el Libertador expidió un decreto (que empezó a regir desde el día siguiente) por el cual asumía en su persona el “mando político y militar de los departamentos libres del Perú”, con el título engolado de “Protector de la Libertad”33; para ello, daba como causal la necesidad de continuar vigorosamente la guerra de la independencia, proclamada y jurada el 28 de julio, en cumplimiento de la voluntad del vecindario consignada en el acta del 15 del mismo mes juliano34. He aquí las razones de esta medida expresadas por el propio San Martín en los considerandos del indicado dispositivo: “la obra quedaría incompleta, y mi corazón poco satisfecho, si yo no afianzase para siempre la seguridad y la prosperidad futuras de los habitantes de esta región”. Luego dice que, al permanecer los enemigos en el territorio, “justo es que continúen resumidos en mi persona el mando político y el militar”. Declara “que no le mueve ambición alguna, pero la experiencia de diez años de revolución le ha enseñado que la convocación intempestiva de un Congreso sería más bien perjudicial a la causa”. Muchos, además, le instan “para que continúe al frente de la administración del Estado”, razón por la cual “he creído conveniente acceder a esos deseos”. Advierte “que nadie puede dudar de la pureza de mis intenciones” y expone la inconveniencia de reuniones de asambleas populares, cuando aún “se halla el enemigo en el interior del país”. Asimismo, señala que conviene “a los intereses de la nación la instalación de un gobierno poderoso que lo preserve de los males que pudieran producir la guerra, la licencia y la anarquía”. Finalmente, anuncia que “el actual decreto solo tendrá fuerza y vigor hasta tanto que se reúnan los representantes de la Nación Peruana, y determinen sobre su forma y modo de gobierno”35. En una carta a su amigo Bernardo O’Higgins (6 de agosto de 1821) reitera este proceder: “Faltaría a mis caros

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