Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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aguardiente pensionado, los granos malogrados, las minas abandonadas y las mulas entregadas a la voracidad de las tropas; todo ha contribuido a formar un cadáver de este lugar que en el pasado fue brillante y próspero. Las levas, la mortandad y la dispersión de su población, han convertido a la región que hoy pisamos en un suelo nulo en todos los ramos de su subsistencia. (Citado por Quiroz Paz Soldán, 1976, p. 89)

      Tal vez la mejor descripción de Arequipa de aquellos días corresponde al súbdito inglés Samuel Haigh (1920), que recorrió el Perú entre 1824 y 1827 (en Arequipa permaneció 19 meses)31. Al hablar del aspecto físico de la ciudad, dice:

      Las calles, como de costumbre en ciudades españolas, trazadas en ángulo recto, son bien aplanadas, pero no se mantienen tan limpias como sería de desear, aunque el agua corre en las principales. La ciudad está mal alumbrada, exceptuando las arterias mayores donde cada propietario está obligado a encender un farol en su puerta. La plaza es grande y allí está instalado el mercado. (p. 32)

      Luego pasa a ocuparse de la clase alta arequipeña y por fuerza tiene que tratar de las familias de los clérigos poderosos:

      Hay en Arequipa muchas familias de grande opulencia: la de Goyeneche es considerada como la más rica. La forman tres hermanos y una hermana. Uno es obispo, otro general al servicio de España y el tercero, comerciante. El padre se hizo rico muchos años ha, como tendero adquiriendo tierras en las cercanías, cuyo valor ha aumentado enormemente. Como no hay bancos ni banqueros, la gente da dinero a interés o guarda el oro y la plata en zurrones depositados en alguna pieza segura de su morada. Arequipa está todavía sujeta al dominio de los omnipotentes clérigos, muchos de los que representan a la ciudad en el Congreso. (p. 78)

      Constata, asimismo, la temprana presencia de los británicos en Arequipa dedicados a la actividad minera, a la producción lanar y, sobre todo, a la labor mercantil, puntualizando los lazos matrimoniales entre esos migrantes y la clase alta arequipeña. Por último, pondera la belleza de las mujeres arequipeñas “que no igualan en encantos personales a ninguna que haya visto en otras ciudades americanas”; pero se desencanta del total aburrimiento que se vive allí: “No hay diversión en los alrededores, ni montería, caza o pesca. A veces se organizan paseos a la sierra para cazar guanacos, pero es diversión pobre. Realmente, nunca he visto un lugar tan aburrido como éste…” (citado por Flores Galindo, 1977, p. 39).

      Poblacionalmente, la ciudad de Arequipa mostró a lo largo de nuestro período un sostenido incremento en términos relativos. En el ámbito político, su participación fue, asimismo, destacada. En la actividad económica, la emergencia de grupos urbanos artesanales y campesinos, su ubicación como ciudad-enclave entre sierra y mar y su planta urbana, fueron factores decisivos de su visible crecimiento. Además, en Arequipa jugó un papel fundamental la temprana influencia europea a través de la acción de los comerciantes. Entre ellos destacaron los ingleses y, en menor escala, los franceses y los españoles, quienes llegaron a tener considerable influencia en la comercialización y exportación de lana y de otros productos extractivos, así como en la importación de artículos manufacturados que luego eran redistribuídos por todo el sur. De esta manera, desde un inicio y durante toda la centuria decimonónica, Arequipa se afirmó —como ya se dijo— en la segunda ciudad del país, y se alzó en contínuo desafío frente a Lima (Ponce, 1975, p. 56; Flores Galindo, 1977, pp. 48-49).

      Ahora bien, en términos conceptuales juzgamos conveniente puntualizar algo que puede resultar un contrasentido a la luz de una incorrecta interpretación histórica. Las ciudades de aquella época —repetimos— eran escasamente pobladas y de índole predominantemente rural; el urbanismo (con los patrones que hoy le asignamos) aún no mostraba atisbos de una aparición ni siquiera modesta. A pesar de ello, el germen revolucionario, la aspiración libertaria y el ímpetu nacionalista se va a dar en ellas y no precisamente en el populoso campo. ¿La razón? Es probable que las óptimas condiciones intelectuales de sus pobladores (en comparación con la orfandad e ignorancia de los indígenas) y las innovaciones tecnológicas que suelen expandirse más rápidamente en las ciudades, influyeran en aquella actitud colectiva de búsqueda y concreción de una vida mejor y autónoma. Ahora entendemos, por un lado, el porqué las ciudades entonces más consolidadas (Piura, Trujillo, Lima, Arequipa, Tacna, Cusco, Puno) se convirtieron en el epicentro del quehacer revolucionario y, por otro, el porqué los Libertadores focalizaron su propaganda ideológica en ellas.

      Pero, por cierto, a esta particular coyuntura hay que adicionarle los acontecimientos internacionales que entonces gravitaban en el escenario mundial. En efecto, a principios del siglo XIX, la invasión napoleónica a la península ibérica motivó la caída de la monarquía española, precipitando así la búsqueda de una solución autónoma en las colonias americanas. Consecuentemente, con las Cortes de Cádiz se abrieron nuevas posibilidades para los revolucionarios del Nuevo Mundo. La existencia de un imperio sin monarca legítimo, la representatividad colonial a las Cortes mediante elecciones, la difusión de ideas renovadoras por la prensa, derivaron de modo inevitable en ganancia del sector criollo y de una solución política que lo colocó en situación dominante. En este proceso —dice Fernando Ponce (1975)— la importancia de las ciudades estuvo en el hecho de que ampararon y estimularon un tipo de acción revolucionaria. En ellas se realizó la agitación social entre los sectores o grupos de mayores recursos y se trató de organizar actos políticos que permitieran al menos una mayor participación horizontal de los ciudadanos. La actividad política criolla estuvo, pues, ligada a las ciudades. Incluso, esta actividad política de agitación se expresó en una contienda singular en la cual a menudo el apellido (Torre Tagle, Riva Agüero, Berindoaga, Ramírez de Arellano) protegió de la dura represión virreinal a criollos de fortuna implicados en actividades subversivas. No obstante, debe anotarse que en forma organizada no existió una cadena definida de comunicación entre ciudades de una misma provincia virreinal. Tampoco entre las ciudades y el campo. En realidad, la comunicación de objetivos políticos comunes de liberación de España se realizó de preferencia con otras capitales de provincias americanas, usualmente mediante la fraternidad discreta de logias y sociedades secretas. En otros casos, la presencia de agentes especiales tuvo que ver con movimientos de agitación y rebelión (Ponce, 1975, p. 53).

      Contrariamente —señala este mismo autor— la rebeldía campesina fue, por lo regular, de carácter local, zonal o algunas veces regional. Escasamente logró una difusión amplia. Se puede citar, sin embargo, dos excepciones notables por la fuerza alcanzada, su extensión y los efectos que tuvieron. Se trata de los movimientos indígenas de Juan Santos Atahualpa (1742-1756) y de Tupac Amaru II (1780-1781). La expresada localización de esfuerzos facilitó el control por las autoridades coloniales. Debe indicarse, además, que en los intentos subversivos campesinos, los objetivos se circunscribieron a la reivindicación de la tierra y a la liberación de la opresiva red de funcionarios relacionados a la percepción de tributos. En el caso de las dos rebeliones mencionadas, lo que se pretendía era “extinguir” corregidores, suprimir mitas, alcabalas, aduanas y muchas “prácticas perniciosas” (citado por Bonilla, 1981, p. 64). Los grupos criollos, en cambio, se inspiraban en corrientes ideológicas europeas. Sus esquemas, por lo común, estaban cargados de idealismo. No estaban política ni económicamente preparados. Tampoco mostraban coherencia específica de medios y formas ejecutivas. Consecuentemente, no llegaron a impactar al campesinado (Roel, 1970, p. 86; Ponce, 1975, p. 51).

      Como se señaló en la Introducción, históricamente el régimen sanmartiniano se inscribe en el momento inicial de nuestro tormentoso quehacer político, inaugurando así la hegemonía extranjera en los destinos aurorales de nuestra zagal nación. Esta presencia (como la de Bolívar más tarde), sin duda alguna va a constituir un decisivo elemento perturbador en el frustrado intento peruano de constituir un aparato estatal independiente o totalmente autónomo, libre de la intromisión foránea. Asimismo, la castración de esta legítima aspiración

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