Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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el Perú se enfrentaba a diversos y gravísimos dilemas de carácter geográfico que, en las décadas sucesivas, no solo se agudizarían, sino que atentarían contra la unidad del país y su desarrollo material. Eran problemas que, sin duda alguna, ya se habían perfilado desde las postrimerías del dominio hispano (siglo XVIII), pero que las contingencias de la guerra emancipadora ahondaron en extremo1. ¿Y cuáles eran estas dificultades? Básicamente las siguientes: a) un territorio (aunque físicamente reducido de manera sustantiva respecto al período anterior) que mostraba aún unas fronteras sumamente amplias y en algunos sectores imprecisas y carentes de delimitación2; b) una ausencia casi absoluta de vías de comunicación terrestre (caminos) que por cierto, arraigó la desarticulación de la joven nación3; c) un predominio apabullante de la costa sobre la sierra, con evidentes y graves perjuicios para la zona andina4; d) la preeminencia de la capital (centralismo) que, a la larga, desembocaría en el monstruoso “Lima-centrismo” con las consabidas y nefastas consecuencias que registra la historia; e) la brecha o abismo social entre una elite costeña (cultural, política y económicamente fuerte) y la gran masa indígena (ignorante, marginada y explotada) ubicada en el ande; y f) el desuso o abandono de la arteria principal del virreinato (la ruta Lima-Buenos Aires) en perjuicio de cientos de comarcas aledañas5. En su conjunto, estos seis dilemas, entre otros, constituyeron lo que Jorge Basadre denominó con propiedad las “tensiones internas”, para diferenciarlas de las “tensiones externas” que, por esos días, también agobiaron tenazmente al país (Gerbi, 1965, p. 103; Basadre, 1968, t. I, p. 205).

      Por la naturaleza propia del presente apartado, solo nos ocuparemos en las líneas que siguen del segundo dilema, o sea, de la desarticulación del espacio. ¿La razón? Nos interesa que el lector comprenda en toda su magnitud las enormes dificultades que tuvieron que sortear las fuerzas militares patriotas (como las realistas también) en su contínuo desplazamiento por lugares o parajes inhóspitos, desprovistos de apropiadas vías de comunicación. Sin caminos, transitando por apartadas e ignotas regiones, recorriendo despobladas y desafiantes cordilleras, descendiendo abruptamente al abrigo de los valles, tornando a subir a los hielos de las punas y soportando las inclemencias del clima, miles de soldados tuvieron que vivir cotidianamente de la mano con el aislamiento y el peligro. No tenían otra alternativa. En este sentido, en un país como el nuestro con una geografía tan espléndida y variada, pero terriblemente agreste, los caminos representan no solo los brazos naturales de la unión e integración, sino también los medios indispensables que facilitan la fluidez y la seguridad del transporte. Su ausencia, obviamente, se convierte en un freno insalvable que —repetimos— atenta no solo contra la unidad territorial, sino también contra la expansión y el progreso del país. Y esto, justamente, fue lo que ocurrió en el amanecer de nuestra vida republicana, convirtiéndose, asimismo, en el escenario previo de las campañas guerreras que más tarde se sucederían.

      Según testimonios de la época, hacia la década de 1820 (y durante casi toda la centuria) geográfica o territorialmente la unidad del Perú estuvo en peligro. La mencionada carencia de caminos atentó contra esa realidad. A pesar de ello —dice Antonello Gerbi (1965)— el Perú quería conocerse mejor, hacerse más unido y más ramificado, más orgánico y más fluído; hacerse, en definitiva, más grande, siendo más suyo6. Tan caro anhelo se convirtió, consciente o inconscientemente, en un objetivo geopolítico de largo aliento en la mente de nuestros compatriotas7. Sin embargo, la cruda realidad parecía contradecir o frustrar dicho empeño. En efecto, la falta de caminos, las distancias gigantescas de un confín a otro y la propia intrincada geografía, propiciaron la desintegración territorial de manera natural. De este modo, las tres clásicas regiones (costa, sierra y selva) vivieron casi de espaldas entre sí y al ritmo de sus propias contingencias. Si las comunicaciones entre la costa y la sierra eran muy irregulares, las de aquélla con la selva eran casi inexistentes o, en todo caso, sumamente esporádicas. Así, la costa, presa de las luchas políticas, se alejaba de la sierra, se olvidaba de la selva y hasta presentaba escasa atención al medio marino al cual se asomaba tímidamente. La etapa prodigiosa del fertilizante marino aún no se había iniciado. La costa —dice Basadre en Perú: problema y posibilidad (1992)— se “serranizaba”, por un lado, y perdía contacto con la sierra, por el otro. La selva casi no contaba en los planes nacionales. De este modo, emergía el abismo entre el Estado empírico y el Perú profundo o real, germen de gravísimas y perdurables desavenencias. Veamos algunos ejemplos que ilustran lo dicho.

      Un mes de viaje y de fatigas se necesitaba para ir de Lima a las principales ciudades del interior del país; en cambio, el resto del mundo se hallaba a pocos días o semanas de ameno y confortable viaje por mar. “En Lima —escribía Jorge Squier en las postrimerías de la era del guano— se sabe mucho menos del Cuzco que de Berlín, y por un limeño que ha ido al Cuzco hay cien que han visitado París”8. Desde la rica, agitada y elegante cenefa costeña, la sierra aparecía como un telón de fondo, con sus pinturas de espantosas y hoscas montañas en zigzag. ¿Qué rutas se utilizaban para llegar a la zona andina? Dos caminos principales conducían de Lima a la cordillera. El uno, al norte, por el valle de Canta, llevaba a las ricas minas de plata de Cerro de Pasco; el otro, al sur, por la quebrada de Matucana, conectaba con los grandes y abundantes valles de la sierra central (Tarma, Junín, Huancayo) y más al sur con Ayacucho, Huancavelica, Cusco y Puno. En ambos casos, las dificultades eran innumerables e insalvables (el peligro se acentuaba en la época de lluvias por los temidos huaicos que invadían e interrumpían las vías). Como se verá posteriormente, estas contingencias las vivieron en diversas oportunidades las fuerzas militares patriotas en su difícil ascenso a la sierra en búsqueda del ejército realista. Las Memorias de García Camba (1919) y de Miller (1975), dan cuenta detallada de aquellas penurias que miles de soldados experimentaron en parajes “donde nunca antes el hombre había puesto sus plantas”.

      La comunicación con la lejana y misteriosa región selvática fue, a no dudarlo, mucho más complicada y riesgosa. Un viaje de Lima a Iquitos o viceversa, resultaba no solo demasiado largo, peligroso y agotador, sino también excesivamente oneroso. Si el viajero salía de Iquitos (la “isla urbana selvática”) hacia Lima, después de varios días de navegar el caudaloso Amazonas, llegaba a Belém (Estado de Pará, Brasil) en el Atlántico. Aquí tenía dos opciones: la ruta del norte o la ruta del sur. En el primer caso, ascendía por la costa nor-este, atravesaba el Caribe y llegaba al puerto de Colón; el paso del Atlántico al Pacífico lo hacía necesariamente por el istmo mediante la ruta mixta fluvial-lacustre9. Una vez en el puerto de Panamá (Pacífico), descendía por la vía marítima bordeando el litoral de las actuales repúblicas de Colombia y Ecuador e ingresaba al mar peruano, haciendo eventualmente escala en los puertos de Guayaquil y Paita; por último, arribaba al puerto del Callao. ¿La duración del viaje? Aproximadamente, cuatro a cinco semanas (dependiendo de las condiciones de la travesía y del tipo de embarcación). En el segundo caso (ruta del sur), el viajero partía de Belém, bordeaba la extensa costa sureste de América del Sur, atravesaba el peligroso Estrecho de Magallanes, ascendía por el largo litoral chileno (tocando en Valparaíso), arribaba a los puertos peruanos de Iquique o Arica y continuaba ascendiendo hasta llegar al Callao ¿Cuánto duraba el viaje? Casi tres meses.

      Como puede advertirse, las dificultades de comunicación en general eran, pues, múltiples y enfadosas. Sobre los caminos andinos, Juan Jacobo Tschudi, viajero, explorador y científico suizo que recorrió el país entre 1838 y 1842, nos ha dejado el siguiente testimonio válido igualmente para nuestro período: “Por desagradable y pesado que sea el viaje en la costa del Perú, en la cordillera es más difícil y peligroso. En la costa el camino es plano y solo el quemante calor del sol o la mano asesina amenazan al viajero. Aquí, en cambio, el camino va por valles abruptos, rocas escarpadas y montañas solitarias; pasa en angostas veredas a lo largo de terribles abismos en cuyas simas brama un torrente; baja en forma casi vertical a gargantas insondables; se pierde en los heleros de las cumbres y en los traicioneros pantanos de las altiplanicies. Hasta el cielo aumenta las dificultades del camino con peligrosas tormentas y torrenciales lluvias que duran semanas enteras o con espesas nevazones que en pocos instantes borran la última huella, apenas visible, del camino”. En cuanto al clima, en las “angostas quebradas de las regiones

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