Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
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Ahora bien, después de los años entusiastas, de los combates por la libertad y de las rencillas políticas, vino la etapa de las preocupaciones teóricas para levantar el edificio político, jurídico y administrativo del país. A las arengas encendidas y a las proclamas sonoras y entonadas, sucedió la tendencia de bajar a tierra lo que una retórica vibrante había mantenido con exceso en las nubes (Miró Quesada Sosa, 1968, p. 91). Simultáneamente, apareció en el horizonte intelectual una literatura de corte patriótico y de amplia difusión. Sin embargo —advierte Raúl Porras (1974)— esta literatura no siguió de 1821 a 1824 el ritmo acelerado de la revolución: mientras la ideología se tornó pragmática, la forma literaria continuó siendo clásica. En versos quintanescos se denigra la realidad heredada y nuestros incipientes rimadores no tienen todavía la audacia suficiente para arremeter contra las taxativas del verso. El clérigo José Joaquín de Larriva, sorprendido por la revolución, se da tiempo para innovar y saludar a Bolívar con las mismas frases con que había honrado al virrey Pezuela25. El mismo Libertador, cansado de helenismos poéticos, se atreve a reprochar al poeta José Joaquín de Olmedo por haber intentado hacer con la epopeya de América “una parodia de la Iliada”. Pero —continúa Porras— si son viejas las imágenes y las metáforas, es nuevo el aliento que provoca el énfasis viril de los versos y de las proclamas. Por tres años, y mientras dura el estrépito de la guerra, la literatura adopta un tono marcial. Editoriales de periódicos, discursos, folletos de controversia, proclamas, arengas, decretos y hasta partes de batallas reflejan el delirante lirismo de la hora y el romántico ardor por la libertad (Porras, 1974, pp. 207-208)26.
Por otro lado, el sentimiento predominante, aquel que todos se esforzaron por expresar más enérgicamente, fue el de la aversión a España. No hay quien no recrimine o condene con acrimonia los “tres siglos” de dominación española, endilgándole los adjetivos más oprobiosos e iracundos. De Manuel López Lissón, de Felipe Lledias, de José María Corbacho o de Manuel Ferreyros, como de cualquiera otro, podrían ser estos versos:
Por tres centurias de baldón cubierto
(López Lissón)
¿Con que al fin de tres siglos de lloro y de ignominia…
(Lledias)
Que tres siglos de llantos y penas
(Corbacho)
Trescientos años el Perú gimiera
(Ferreyros)
Hasta el citado Olmedo se dejó seducir por el lugar común y lo incorporó a su canto. También él ha visto:
Correr las tres centurias de maldición, de sangre y de servidumbre
La musa popular —agrega Porras (1974)— tuvo también sus expansiones poéticas que siguen de cerca los extravíos de los poetas letrados. En las calles, en las plazas y en el teatro, las multitudes entonaban a coro canciones patrióticas. En la época del Protectorado, la actividad teatral adquiere un gran auge. Monteagudo quiere educar al pueblo con el ejemplo vivo de la escena y se dedica a restaurar el antiguo edificio del principal teatro limeño para que sirva de recinto apropiado a las grandes festividades de la ciudadanía. Se mejora el local, se ensancha el escenario y se estrena un nuevo telón de brocado, que provoca los elogios entusiastas de La Gaceta27. En este teatro, tan simbólicamente decorado, se realizaron imponentes manifestaciones en la época de San Martín. Allí se oyó, por primera vez en público, el Himno Nacional, interpretado por la cantatriz limeña Rosa Merino y en un concierto habido en febrero de 1822 —dice el mencionado periódico— “esta misma dama ejecutó con singular gusto diez piezas selectas: en todas obtuvo gran aplauso, pero en la de La Chicha apenas se oía su voz por el incesante palmeo de los circunstantes”28. El estribillo decía:
Patriotas, el mate
de chicha llenad
y alegres brindemos
por la libertad.
La chanza y la mofa —dice Miró Quesada Sosa (1968)— tampoco estuvieron ausentes. El ingenio de Lima tuvo, en esos tiempos, ocasión excelente para manifestarse sin embozo. Con el dardo festivo de un epigrama o la fluidez de una letrilla, se comentaban los trastornos políticos, las defecciones inevitables y el brusco encuentro con una realidad imperfecta y compleja. El clérigo burlón (como así se le conocía a Larriva) llegó a zaherir a Sucre, el Mariscal de Ayacucho, y a apostrofar al propio Bolívar. Su filosofía alegre y decepcionada se expresa en la siguiente décima consignada por Manuel de Odriozola:
¡Cuando de España las trabas
en Ayacucho rompimos,
otra cosa más no hicimos
que cambiar mocos por babas!
Nuestras provincias esclavas
quedaron de otra nación
mudamos de condición,
pero sólo fue pasando
del poder de don Fernando
al poder de don Simón.
Poco después del alejamiento definitivo del Libertador del Norte, el mismo Larriva publicó esta atrevida cuarteta:
Pero aun fuera de esto
el tal San Simón
nunca ha sido santo
de mi devoción.
En resumen, la literatura de la revolución se convirtió en rapto de entusiasmo, manifestación de júbilo, exaltación heroica de la voluntad colectiva y apoteosis del héroe; asimismo, en lírica devoción a la patria que palpitó con la misma intensidad en la arenga escondida del tribuno, en la canción del arrabal, en la hoja periódica clandestina, en la proclama del vivar y, por supuesto, en la clara epifanía del poeta (Porras, 1974, p. 212)29.
¿Qué se puede concluir de todo lo expresado en estas páginas introductorias? Con el riesgo que conlleva toda síntesis, podemos afirmar lo siguiente:
a) Históricamente, el período 1821-1826 (con 1824 como año referente y decisivo) constituye una fase por demás agobiante y crítica en la cual la vida nacional se debatió en una constante contradicción e inestabilidad. Desorden, caos, miseria e incertidumbre, fueron las principales notas que caracterizaron el quehacer político, económico, social, militar e internacional de aquellos días. El amanecer republicano, en este caso, no fue del todo auspicioso y venturoso.
b) La presencia de los Libertadores y sus respectivos lugartenientes y fuerzas