Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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El liberalismo peruano se mostró débil y mediatizado. A la larga, prefirió resignar su opción a una sociedad más democrática y menos autoritaria a favor de un Estado centralizado que asegurase la continuidad de los grupos de poder. (Aguirre, 1995, pp. 32-33)

      Al respecto, Gonzalo Portocarrero Maisch escribió: “Si bien el liberalismo ganó la batalla ideológica, fueron los conservadores quienes impusieron finalmente sus paradigmas sociales” (2017, p. 86). Por su lado, refiriéndose al pensamiento de los primeros, Raúl Ferrero Rebagliati (2003) anotó: “En la historia de las ideas en el Perú, el liberalismo ha sido, sobre todo, un concepto político, una posición de rebeldía frente a los viejos principios de nuestra edad media colonial” (p. 218).

      Obviamente, fue un sorprendente cúmulo de energía humana el que entonces se derrochó y que demandó, igualmente, mucho tiempo, esfuerzo e inteligencia de uno y otro sector, pero que al final concluyó con la simbólica victoria de los liberales (reflejada sobre todo en el seno de la Asamblea Constituyente). En el interior de estas primeras disensiones de ideas —observa Porras Barrenechea (1974)— las controversias de la palabra y de la pluma adquirieron una dimensión insospechable, convirtiéndose en los legítimos instrumentos transmisores del fervor revolucionario de aquellos espíritus. El díscolo e inquieto Bernardo Monteagudo inició ambos debates: el oratorio y el periodístico. En la Sociedad Patriótica, planteó la discusión sobre la forma de gobierno. La monarquía, auspiciada por él, encontró violentos opositores e hizo que se desatase, en una bélica prosa de panfleto, la arrogancia doctrinaria de José Faustino Sánchez Carrión, autor de las célebres “Cartas del Solitario de Sayán” en contra del poder real. Después, los periódicos agitaron la controversia: El Sol del Perú, inspirado por Monteagudo, no pudo resistir a la propaganda airada de Sánchez Carrión en El Tribuno de la República Peruana y de Francisco Javier Mariátegui en la Abeja Republicana. Triunfaron las ideas democráticas. El 15 de julio de 1822, el controvertido político argentino, que era el defensor oficial del sistema monárquico impulsado por San Martín, se convenció de que el pensamiento republicano había ganado a los mejores espíritus de la época, entre los que se encontraban muchos clérigos.

      Ya no hay sino un solo sentimiento acerca de la Independencia de América y en prueba de su universalidad, la única cuestión que ocupa a los que piensan, es acerca de la forma de gobierno que convenga adoptar: el nombre del rey se ha hecho odioso a los que aman la libertad; el sistema republicano inspira confianza a los que temen la esclavitud. (Monteagudo, 1822, p. 39)23

      Los episodios de esta lucha teórica entre republicanos y monarquistas tuvo como escenario —como ya se dijo— la célebre Sociedad Patriótica y poco después el Congreso Constituyente; en el seno de ambas agrupaciones se discutieron los lineamientos conceptuales de la forma de gobierno del flamante Estado y las bases ordenadoras de la naciente nacionalidad24.

      Pero, ¿cuáles fueron las notas más saltantes en la ideología de aquellos afanosos dirigentes? Así como en el siglo XX los revolucionarios consultaban El Capital de Carlos Marx, atribuyéndole condiciones de profeta científico, de igual manera los criollos de la centuria anterior llevaban consigo El Contrato Social para interrogar a Juan Jacobo Rousseau cuando la duda surgiera en los momentos del drama mental. José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, criollo culto e inquieto, cita ocho veces a Rousseau en su difundido y polémico opúsculo Las 29 Causas de la Revolución de América, para justificar sus afirmaciones. Por su lado, José Faustino Sánchez Carrión, de espíritu liberal e independiente, no se escapó de la mágica influencia del filósofo atormentado de Ginebra. Ni Simón Bolívar, a pesar de su genialidad, logró evadir la fuerza de las ideas de quien había sido también el maestro de los revolucionarios europeos. José Ingenieros, escritor y psicólogo argentino de origen italiano, sostiene que a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, tres grandes obras simbolizaban las fuentes ideológicas de la revolución americana: El Contrato Social, expresión y programa de liberalismo y democracia; las Máximas generales del gobierno económico de François Quesnay, manifestación pura de liberalismo económico; y el Tratado de las sensaciones de Étienne Bonnot de Condillac, símbolo genuino de liberalismo filosófico (1918, p. 75). Las tres publicaciones, en su conjunto, sirvieron de soporte y justificación a las opiniones de los americanos contra el sistema colonial.

      En el marco de esta coyuntura que se vivió dramáticamente entre 1821 y 1826, ¿qué hitos políticos merecen destacarse en el presente volumen? Cronológicamente, los años que cubre nuestro estudio corresponden, primero, a los tiempos del Protectorado de San Martín y su inesperado y definitivo retiro del escenario nacional; a la convocatoria y establecimiento del mencionado Congreso Constituyente (1822) y a la Carta Magna que elaboró. En segundo lugar, al gobierno efímero de la desidiosa Junta Gubernativa presidida por José de La Mar; a la asonada militar que llevó a José de la Riva Agüero en febrero de 1823 al poder y su tenaz pugna con el Congreso y con su homólogo gobernante, el Marqués de Torre Tagle. Y en tercer lugar, al enfrentamiento vehemente entre Bolívar y Riva Agüero y al triunfo de aquel al ser nombrado dictador del Perú hasta su retiro definitivo en setiembre de 1826. Simultáneamente, la vida política de esta época, plena de rencillas y luchas internas, estuvo regida sucesivamente por el Estatuto Provisorio de 1821, las Bases de 1822, la Constitución de 1823 y la Constitución de 1826. De igual forma, en los años de dominación de las grandes e influyentes personalidades de San Martín (1821-1822) y Bolívar (1823-1826), las figuras peruanas aparecen opacadas o subordinadas a ambos personajes. En este contexto, Unanue —señala Pablo Macera (1976)— fue el puente entre la colonia y la república, un puente de consciente peruanidad, aunque sus dotes de hacendista solo fueran las de un improvisado. Sánchez Carrión, tribuno por antonomasia y republicano por convicción, fue el símbolo del acatamiento y veneración a los dictados del ilustre Libertador caraqueño; probablemente su hombre de mayor confianza en el Perú. Manuel Lorenzo de Vidaurre y José María Pando representaron (sumergido cada quien en su propia crisis ideológica) la ilusión y la desilusión frente a los afanes dictatoriales de Bolívar. En una palabra, nuestra clase política había sido reemplazada o supeditada a ambos Libertadores, en los cruciales momentos de definición de nuestra nacionalidad (Ponce Vega, 1998, VII, p. 66).

      De modo esquemático y de acuerdo a lo expresado, puede decirse que nuestro período presenta, sucesivamente, tres fases muy claras:

      a) 1821-1822: la etapa sanmartiniana

      b) 1822-1823: la etapa peruana

      c) 1823-1826: la etapa bolivariana

      En el primer caso estamos frente a la presencia hegemónica del Libertador argentino y de sus satélites (Monteagudo entre ellos) en el control interno del país. Es el momento inicial de definiciones, arrebatos, enconos, renuncias y partidas; al vaivén de ellos, el Perú poco a poco fue tomando conciencia de su ruptura definitiva con la metrópoli hispana y de su ineludible compromiso de valerse por sí mismo. La segunda etapa corresponde a los esfuerzos nacionales por consolidar, sin éxito, la supremacía peruana en los destinos del incipiente Estado. El Congreso Constituyente (cátedra de todos los lirismos y de todas las utopías, según lo calificara Raúl Porras), la amorfa Junta Gubernativa de 1822, el advenedizo e impetuoso régimen de Riva Agüero y la acción desestabilizadora de Torre Tagle, constituyeron la secuencia de aquel fallido esfuerzo nacional. El último ciclo del período revolucionario, el comprendido entre el retiro de San Martín y la salida de Bolívar (pasando por los tiempos de Junín y Ayacucho y la firma de la Capitulación), está todo lleno del resplandor bolivariano. Se canta —dice el indicado autor— la gloria del Libertador en las misas oficiales, entre la epístola y el evangelio, lo exaltan las proclamas de sus generales, los artículos de las gacetas salpicados de entusiasmo épico y los decretos del Congreso que derrochan odas de gratitud. “Padre de la Patria”, “Hijo de la Victoria”, “Inmortal Bolívar”, “Héroe de la América del Sur”, le titulan sus admiradores. En 1826, el citado José María de Pando, alabando la liberalidad washingtoniana del paladín, le dirige su célebre “Epístola a Próspero”. Se llega a la fatiga

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