Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
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Desde una perspectiva amplia, reiteramos, pues, que los cinco asuntos que historiográficamente merecen hoy una atención especial (entre otros y por las razones aludidas) son los que acabamos de esbozar de modo esquemático en las páginas precedentes. Ellos, además, desde el punto de vista metodológico y conceptual, constituyen referentes obligatorios para el análisis del período objeto de nuestro estudio. Pero, ¿de qué manera aquella coyuntura un tanto genérica y externa se engarzó con lo específico que aquí se vivió entre 1821 y 1826? Justamente, el presente volumen en su parte inicial intenta dar una respuesta integral a esa inquietud, subrayando lo más relevante del quehacer nacional en sus principales manifestaciones: políticas, sociales, geográficas, demográficas, económicas y militares. Sin embargo, en su conjunto, el perfil histórico nos revela que, de todas ellas, dos revistieron mayor atención o prioridad por esos días: el acontecer político y el desempeño militar. Y ello no podía ser de otro modo si nos atenemos a lo que entonces se afrontaba y de lo cual nuestros connacionales eran totalmente conscientes. En su opinión, el desorden político interno era un espantoso freno al éxito de la campaña militar; y, a su vez, esta última era un requisito sine qua non para la consolidación total del sistema. Las variables económicas, sociales, geográficas y poblacionales, en este caso, giraban alrededor de aquellas dos perentorias y decisivas circunstancias. La preocupación de San Martín, Unanue, Sánchez Carrión, Sucre y Bolívar se canalizó, precisamente, al vaivén de este imponderable esquema. ¿Había otra alternativa o disyuntiva de semejante alcance? Juzgamos —a la luz de la evidencia histórica de entonces— que no. La situación era tan compleja y agobiante como para pensar que aquellos hombres pudieran haber gastado su tiempo en la búsqueda de modelos económicos exquisitos e inéditos, en el establecimiento de sofisticadas estructuras sociales, en el empadronamiento minucioso de la población, en la articulación adecuada del territorio o en el logro de ilusos compromisos internacionales. El asunto —repetimos— era muchísimo más urgente, grave y sobredimensionado y en donde, además, el sentido pragmático a menudo primaba sobre la primorosa elucubración tecnológica o ideológica.
¿Cuál fue el perfil histórico de aquel ambiente político que primó sobre los otros aspectos del quehacer nacional? En contraste con la aparente quietud que había imperado en la época del dominio hispano, el advenimiento de la república fue acompañado por una larga y compleja sucesión de acontecimientos turbulentos que atentaron, desde muy temprano, contra la estabilidad propugnada en el papel. Afloró así una fundamental transición histórica: de una época signada por la explotación primaria de la naturaleza, por el atesoramiento desmesurado de los metales preciosos, por el régimen de castas y el vasallaje y por la intolerancia y el temor, a una época anunciada como la empresa de ciudadanos libres, que aspiraban a realizar los planes de la razón, en una sociedad justa, principalmente caracterizada por el igualitario reconocimiento del derecho a la dignidad, la seguridad y la felicidad. Bajo esta convicción, aquellos hombres que constituían la generación de criollos emergentes no solo aspiraban a un destino y a un estilo de vida totalmente distintos del que habían tenido sus antepasados, sino también a una vida mejor y más próspera, de la mano con los postulados de solidaridad, libertad e igualdad enarbolados por la “gente ilustrada” del influyente mundo europeo (Palacios Rodríguez, 2014, p. 223). Ciertamente, esa transición se efectuó con relativa lentitud y de manera incompleta, pero en ella se advierte la obra de hombres lúcidos y tenaces que asumieron la representación y la dirección del pueblo para organizar la construcción del destino común. De modo que, por un lado, la creación de la república se presenta como la culminación de un proceso, con su lógica interna y su dinámica propia y, por otro, se muestra como la síntesis de una realidad rodeada de condiciones desfavorables al empezar el siglo XIX (Basadre, 1968, I, p. 2; Tauro, 1973, p. 37).
Pero la indicada percepción de un Perú anarquizado posterior a la proclamación de la Independencia se agrava aún más cuando —como dice el historiador contemporáneo Manuel Burga (1995)— se constata que la independencia criolla no introdujo a plenitud los cambios que se esperaban, no liquidó totalmente el ancien régime colonial, no convirtió a todos los anteriores súbditos del rey español en ciudadanos de la nueva república, ni, finalmente, construyó una república moderna sustentada en los renovadores principios de la libertad política, la igualdad social y la solidaridad humana que había popularizado (cual mito colectivo) la Revolución Francesa en 1789. Esto, seguramente, llevó a Basadre (1968) a afirmar —en términos macro— que mientras la independencia de América del Norte duró seis años, en el sur se necesitó catorce para su culminación; mien-tras este proceso político y militar, en la primera, condujo a la Unión, en la segunda fomentó la desunión y la balcanización de la América meridional. En ese contexto, mientras la modernidad capitalista floreció en el norte, en nuestra subregión brotó con mucha fuerza un singular feudalismo de tinte señorial (Burga, 1995, p. 7).
Por otro lado, aquellos años de 1821 a 1826 que conformaron una etapa convulsa, de zozobra e inestabilidad, marcaron, asimismo, un deslinde político-social entre dos etapas: la absolutista y la de la libertad. “Parecía que aquella incipiente república inmersa en la más pasmosa confusión caía agotada por el esfuerzo, las discordias intestinas, las desilusiones inevitables y por el desorden y la miseria” (Távara, 1951, p. LVI). Pero lo más pernicioso de este cuadro de desquiciamiento casi generalizado era que, a la sazón, él se convertiría en el inicio de una cadena interminable de infortunios. Le antecedía, de modo inmediato, la política represiva de la autoridad virreinal contra las aspiraciones independentistas y los focos de convulsión tanto de Lima como del interior. En este sentido, duro fue el esfuerzo de la clase dirigente por modificar no solo los patrones negativos y obsoletos que dominaban el quehacer político de entonces, sino también de asentar las bases jurídicas, políticas y administrativas del nuevo orden de cosas establecido. Todo ello, sin perder de vista que la función de la libertad nunca antes había tenido manifestaciones de existencia práctica; lo cual, de por sí, complicaba las cosas. Los soldados habían cumplido su deber, que era la guerra y no la política; y los hombres de pensamiento (ideólogos) debían asumir entonces la responsabilidad de la discusión teórica para definir la forma política que debía adoptar el Perú. Comprendieron que la obra más seria, después del problema de la guerra era precisamente construir políticamente el Estado. Se inició así (como pocas veces ha ocurrido después) una intensa etapa de discusión y debate de carácter doctrinario e ideológico, en la que los protagonistas principales eran los liberales y los conservadores, afanosos de afianzar sus propias convicciones. Aunque, como han enfatizado Charles Walker y Paul Gootenberg, es muy difícil precisar sus contenidos programáticos, ambos sectores político-sociales fueron las dos grandes tendencias que trataron de influir sobre la marcha de la sociedad y el control del aparato estatal.
Mientras el programa de los conservadores fue mucho más coherente, y se basaba en criterios coloniales de prestigio social y privilegios, los liberales no pudieron dar forma a un programa