Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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que los tres primeros grupos (criollos, mestizos y mulatos) tuvieron una mayor y significativa intervención respecto a los dos últimos que, en algunos casos, fueron enrolados a la fuerza o con engaños.

      De hecho, el ejército de San Martín hizo algunas tímidas llamadas a los grupos oprimidos, ofreciendo la manumisión de los negros esclavos de las haciendas costeñas, a cambio de su enrolamiento en las tropas, y declarando la abolición del tributo y del servicio personal de los indios. Por su lado, el ejército de Bolívar se vio obligado a recurrir a medidas propias del enganche para obtener de los pueblos los hombres que le eran necesarios. Estos fueron conducidos a los centros de operaciones bajo fuerte custodia para evitar su deserción. Pero, pese a esta vigilancia, los desertores fueron tan numerosos como los reclutas. (Bonilla, 1972, pp. 57-58)

      Sobre estos dos últimos grupos, semejante actitud encontramos en las fuerzas realistas comandadas por Canterac, Valdez y el propio virrey La Serna en su afán de incorporarlos a sus tropas. El resultado fue el mismo: el ocultamiento o la deserción de los oprimidos. Excepción de todo lo dicho (principalmente en referencia a los indios) fue, sin duda alguna, la actuación de un sinnúmero de ellos en las famosas y decisivas guerrillas o montoneras de la Sierra Central (estudiadas exhaustiva y estupendamente por Raúl Rivera Serna, 1958), donde destacaron personajes como Ignacio Quispe Ninavilca, último descendiente de los caciques de Huarochirí y de notable influencia regional. Otro caso anterior fue el de Mateo García Pumacahua (1814), caudillo indígena y célebre e influyente cacique de Chinchero.

      En cuanto a la afirmación de que en nuestro medio “no existió una clase que orientara y condujera la lucha con una clara conciencia del sentido del proceso emancipador” (Roel, 1980, t. VI, p. 214), se puede decir que —a la luz de las evidencias históricas de la época— resulta un enunciado que merece, asimismo, una revisión o análisis para determinar su grado de veracidad. Lo que resulta innegable es que en las postrimerías del siglo XVIII y en el tránsito de esta centuria a la siguiente, los testimonios mencionan las numerosas rebeliones y conspiraciones que hicieron estremecer diferentes regiones del Perú. En este sentido, un sinnúmero de convulsiones, revueltas, levantamientos y revoluciones (con afanes reformistas, separatistas o de protesta, unos u otros) se sucedieron en el territorio peruano desde 1780 hasta las proximidades del decenio de 1830. Puede hablarse, inclusive, de un permanente estado de guerra en ese casi medio siglo de vida interna. En efecto —dice Félix Denegri Luna (1976)— en esa media centuria se sucedieron, entre otras, las rebeliones de José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru II), la de su hermano Diego Cristóbal, la sublevación de Juan Santos Atahualpa, el levantamiento de Juan Crespo y Castillo, la insurgencia de Mateo García Pumacahua, las conspiraciones de los hermanos Vicente, José y Mariano Angulo Torres, y la insurrección de Francisco Antonio de Zela (Denegri, 1976, t. VI, vol. I, p. 31). En todas estas confrontaciones, hubo un líder o caudillo que, conscientemente, orientó las acciones de sus seguidores; que el resultado les fuera adverso, no es óbice para reconocer su decidido empeño y su firme propósito de reivindicación frente a la prepotencia y hegemonía del poder real. Semejante argumento puede formularse a favor de las sucesivas conspiraciones limeñas de Riva Agüero, Torre Tagle, Berindoaga (vizconde de San Donás), Vásquez de Acuña (conde de la Vega del Ren) y de muchos otros patriotas. Por lo demás, en algunos casos, las grandes revoluciones a escala mundial contaron con un líder o conductor y no precisamente con una “clase política” que le sirviera de soporte o sostén.

      En el plano doctrinario e ideológico, es de antaño reconocida no solo la perseverancia e inquietud de muchos pensadores criollos en torno al afán independentista, sino también su innegable preponderancia en el actuar de quienes, más tarde en momentos cruciales, serían considerados con toda legitimidad los “Padres de la Patria”. En este sentido, la influencia de Viscardo y Guzmán, Bravo de Lagunas, Baquíjano y Carrillo, Vidaurre, Rodríguez de Mendoza y Unanue, fue decisiva y gravitante. Todos ellos fueron conscientes de su rol a favor de la liberación política de España o, cuando menos, de la necesidad perentoria de un cambio del statu quo reinante desde épocas pretéritas. Separatistas o reformistas, ellos fueron los paradigmas que, junto con los enciclopedistas e ilustrados de la Europa dieciochesca, estuvieron presentes en el pensamiento y en el accionar de los indicados “Padres de la Patria”.

      Otro asunto no suficientemente esclarecido y que amerita también una breve mención, es el referido al absoluto convencimiento de los patriotas americanos respecto a la necesidad perentoria de acabar con el principal (y único) núcleo de poder realista en el Continente que se jactaba de catorce años de triunfos y que se hallaba focalizado en Lima “la capital o sede del más poderoso y del más antiguo de sus virreinatos”, en palabras de Vicuña Mackenna (1924, p. 62). Ellos eran conscientes de que el poder de España se hallaba intacto en la tierra de los incas y que mientras él subsistiera, todo lo ganado en términos de vida autónoma corría el virtual riesgo de perderse; por lo tanto, era apremiante e imperiosa su destrucción in situ4. Semejante parecer lo compartían los patriotas peruanos desde tiempo atrás. Recordemos que la sociedad peruana a comienzos del siglo XIX no se reducía ya a los supérstites del incario (según el oportuno reclamo aparecido en el Mercurio Peruano), pues a su lado estaban las vastas poblaciones de criollos, mestizos y mulatos; y al sumarse estos a la marea revolucionaria, alteraron en forma decisiva la concepción estratégica de la lucha emancipadora. En la Universidad Mayor de San Marcos y en el Convictorio de San Carlos dialogaron profesores y alumnos, en torno a la coyuntura política y económica imperante, exponiendo teorías sobre la naturaleza de sus problemas y las ventajas de la libertad. Reconocieron que el Perú era el centro del dominio español en la América del Sur, tanto por la prestancia de su tradición cultural, como debido a la ventajosa posición geográfica y la riqueza de sus recursos naturales; y que la empresa de hacerlo independiente requería la cooperación de cuantos sostenían en el Continente la causa de la libertad y la ilustración. Consecuentemente, prodigaron su actividad en planes y movimientos sediciosos, encaminados a socavar la estabilidad del régimen colonial (Tauro, 1973, p. 14).

      Ciertamente, lo expresado por nuestros connacionales se ajustaba a la verdad histórica. Una rápida mirada retrospectiva nos señala que desde mediados del siglo XVI fue el Perú el centro del poder español en América meridional. Es en nuestro suelo donde se organizaban las expediciones que someterían a la corona española los dominios actuales de Chile, Ecuador, Alto Perú (o Bolivia), norte de la actual Argentina, las regiones del río Amazonas, etcétera. Esa condición geopolítica no la perdió el Perú con el transcurrir del tiempo; y Lima, en la práctica, fue la cabeza del gigantesco imperio español en la región. En la centuria decimonónica, desde Lima salió el apoyo económico que dio impulso a la victoriosa resistencia platense a las fracasadas invasiones inglesas; de la capital, asimismo, partieron fuerzas militares realistas para la lucha contra los patriotas de Chile, Alto Perú, Río de La Plata, Quito y la lejana Panamá5.

      Todo ello —dice Félix Denegri (1976)— significó para el Perú un enorme sacrificio financiero y humano que lo dejó postrado social y económicamente, pues además de su propia guerra de la Independencia, el virreinato peruano tuvo que participar en los otros esfuerzos continentales. En todo ello, obviamente, las movilizaciones de tropas de nuestro virreinato hacia tantos y tan variados frentes no solo representaron la recluta de miles de hombres para atender la lucha en puntos tan alejados, sino que afectaron hondamente su economía, provocando el abandono de los campos y la quiebra de la industria textil (obrajes) que, no obstante ser primitiva, daba trabajo a un buen número de familias. Prácticamente, el 10 % de la población masculina de entonces fue llamada a las armas. ¿El resultado? El nefasto impacto que sufrió el Perú antes de la llegada de la Expedición Libertadora del Sur. Las guerras de la Independencia, después del desembarco del ejército sanmartiniano en Pisco (1820) y hasta la victoria de Ayacucho (1824), multiplicaron esos esfuerzos (Denegri, 1976, t. VI, vol. I, pp. 31-34).

      Ciertamente, este enorme esfuerzo desplegado por nuestro país fue claramente percibido por los líderes de la revolución independentista sudamericana, pues ya en el año 1810, ejércitos platenses bajo el mando de Juan José Antonio Castelli emprendieron la marcha sobre el virreinato peruano, pero fueron

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