Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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activista al lado de Rosa Campusano); de Clofé Ramos de Toledo y sus hijas María e Higinia (conocidas como “Las Toledo”), de grata recordación por su acción valerosa y arrojada en la voladura del puente de Izcuchaca a fin de evitar el paso del ejército realista; de Emeteria Ríos de Palomo (destacada y abnegada patriota de Canta); y de Tomasa Tito Condemayta, de trágico final.

      El 11 de enero de 1822, organizada ya la Orden del Sol, el protector San Martín premió a las patriotas peruanas (limeñas sobre todo) creando ciento doce caballeresas seglares y treinta y dos caballeresas monjas, escogidas entre las más notables de los trece monasterios de Lima. La relación de estas damas se publicó días después en la Gaceta del Gobierno en fechas diferentes: 23 de enero de 1822 (t. II, n.° 7, pp. 3-4) para el primer grupo, y 23 de febrero de 1822 (t. II, n.° 16, pp. 1-2) para el segundo grupo. Ambas relaciones fueron reproducidas por Denegri, 1972, pp. 419-422. En el Apéndice biográfico se consignan referencias acerca de la vida y el quehacer de algunas de las patriotas que actuaron tanto en Lima como en provincias; infortunadamente, la carencia de información sobre el resto de ellas nos ha impedido ampliar la nómina e incluirlas.

      Finalmente, un quinto suceso histórico que formó parte de aquella etapa que nos interesa examinar como preámbulo a la Jura de la Independencia, está referido a la acción controvertida del clero en los afanes independentistas de la época. El padre Rubén Vargas Ugarte, jesuita y reputado historiador nacional, en dos estudios dedicados al tema (publicados en 1942 y 1945, respectivamente) nos ofrece algunas reflexiones que sirven de guía para esbozar a continuación algunos comentarios.

      En definitiva, determinados miembros del entonces denominado “alto clero” no se alinearon con el entusiasmo revolucionario del momento ni fueron decididos partidarios de la gesta emancipadora; todo lo contrario. Se mostraron opuestos al anhelado sistema republicano y combatieron abiertamente a los llamados “rebeldes vasallos”. ¿La causa? Por un lado —según dicho autor— la mayoría de ellos eran españoles de origen y, por otro, algunos de ellos pertenecían o mantenían una relación cercana con la nobleza; igualmente, su dependencia estrecha de la persona del monarca (en que los había colocado el Patronato Real), hacía aparecer como un acto de infidelidad cualquier paso que dieran en desmedro de la autoridad suprema. Ese fue el caso del obispo de Moyobamba, Hipólito Sánchez Rangel (natural de Badajoz-España), irreductible realista y enemigo acérrimo de la causa patriota y que en las misas dominicales solía hablar de los “herejes insurgentes, autores de las novelerías de patria y libertad”, para referirse a los amantes de la emancipación política. Sin embargo, hubo también altos prelados que asumieron una actitud diferente a favor de los patriotas; fue el caso, por ejemplo, del arzobispo de Lima Bartolomé María de las Heras (natural de Carmona-Sevilla) que, conminado por el virrey José de La Serna a abandonar la capital y no someterse a los designios de la Expedición Libertadora de San Martín, se resistió y días después tuvo el coraje de colocar, el primero, su firma en el Acta de la Independencia. Obviamente, existieron muchos otros casos, en uno u otro sentido, a lo largo de ese azaroso período de nuestra historia.

      ¿Y qué del clero menor tanto secular como regular? Su conducta, en general, estuvo identificada con los ideales de libertad e, incluso, muchos curas o párrocos —como veremos de inmediato— tuvieron una participación directa en los levantamientos o sublevaciones y, otros, formaron parte del contingente de las expediciones libertadoras. Al respecto, los casos abundan.

      Recordemos que en los claustros de La Merced se formó el limeño fray Melchor de Talamantes, trasladado por sus ideas progresistas a México, y prócer de la independencia de esa nación; en los de la Buenamuerte, se educó Camilo Henríquez, fogoso e incansable promotor de la revolución chilena. Y de los claustros de San Felipe Neri, salieron el vehemente Méndez y Lachica, el culto Pedemonte, el ilustre Carrión y otros más que, con su reconocido prestigio e influencia, ganaron para la causa patriota muchos adeptos y prepararon el terreno para el mejor éxito de la campaña sanmartiniana. (Vargas Ugarte, 1942, p. 262)

      En provincias, la lista de los sacerdotes patriotas se muestra aún más frondosa, observándose su participación abierta y decidida en los principales movimientos revolucionarios a nivel nacional. Vargas Ugarte (pp. 262-263) consigna, de manera secuencial, una información bastante minuciosa que permite no solo rastrear su desempeño, sino también valorar su esfuerzo en medio de tantas dificultades u obstáculos. Aquí una síntesis. En la conspiración del Cusco de 1805 figuran como fautores, y aun como cabecillas, algunos religiosos, como el presbítero José Bernardino Gutiérrez, el cura Marcos Palomino (radicado en Livitaca) y fray Diego de Barranco. Cinco años después salen a relucir los nombres del presbítero Ramón Eduardo de Anchoris, sacristán de San Lázaro; de Cecilio Tagle, cura de Chongos; de fray Mariano Aspiazu, párroco de Ulcumayo. En 1812, durante la revolución de Huánuco, sobresale la acción de fray Marcos Durán Martel al lado de Juan José Crespo y Castillo; también el de José de Ayala, párroco de Chupán. En la rebelión de los hermanos Angulo, de 1814, en la ciudad imperial, participaron muchos sacerdotes al punto de que el virrey Abascal, receloso de la actitud adoptada por el obispo José Pérez y Armendáriz y de buena parte de su clero, obligó no solo al primero a declinar su autoridad, sino también a trasladar a Lima al arcediano José Benito Concha, al provisor Hermenegildo de la Vega, al prebendado Francisco Carrascón y al presbítero Juan Angulo, hermano de los cabecillas de la revolución. El papel del presbítero Mariano José de Arce y del clérigo Ildefonso Muñecas fue, igualmente, decisivo en aquella sublevación. Desde entonces y hasta 1819 las cárceles de Lima y del Callao se vieron llenas de sacerdotes y religiosos acusados de infidentes, como el presbítero Manuel Garay y Molina, el juandediano fray Francisco Vargas, el agustino fray Pedro Gallegos, el cura Juan José Gabino de Porras y otros más procedentes de los diferentes ámbitos del territorio.

      Sin duda alguna, el arribo de la escuadra al mando del almirante Cochrane a nuestro litoral avivó el entusiasmo de los patriotas y, entre ellos, el de algunos ilustres sacerdotes como Cayetano Requena, natural de Huacho, confidente de San Martín y, posteriormente, diputado en el primer Congreso Constituyente. Por estos días, sobresalió también la labor del cura de Huarmey, Pedro de la Hoz (tío del prócer Francisco Vidal) quien fue autor de las continuas proclamas colocadas, anónimamente, en las calles de Lima incitando al pueblo a luchar por la libertad. Con el advenimiento de San Martín, primero, y de Bolívar, después, la colaboración de los curas patriotas se intensificó en distintos ámbitos. Unos sirvieron como capellanes del ejército, como fray Pedro de Zapas y Carrillo, el presbítero Marcelino Barreto y el cura José Antonio Agüero. Otros, como la mayor parte de bethlemitas o juandedianos, expertos en salud, se convirtieron en cirujanos del ejército, entre los cuales no puede omitirse el nombre de fray Antonio de San Alberto, que salvó muchas vidas por las enfermedades palúdicas desatadas en el Cuartel General de Huaura y que mereció, por sus enormes e infatigables servicios, el que se le concediese el título de Cirujano Mayor. Otros fueron jefes de las partidas de guerrillas o montoneras, como el ya citado fray Pedro de Zayas y Carrillo y el franciscano fray Bruno Terreros (natural de Muquiyauyo), que llegó a alcanzar el grado de coronel. Para concluir, debemos recordar que en el Congreso Constituyente de 1822, el primero de nuestra historia, de los setenta diputados que conformaron la Magna Asamblea, veintitrés vestían el hábito religioso; muchos de ellos de antigua trayectoria patriótica.

      Estos fueron, pues, a grandes rasgos, los principales acontecimientos que —repetimos— antecedieron al arribo del general San Martín en 1820 y a la posterior rendición del brigadier Rodil en 1826, con la que se puso punto final a la presencia del poder real en el Perú.

      Dicho todo lo anterior, cabe preguntarse ¿cuál es la percepción que se tiene de nuestro período?, ¿qué rasgos son los que más sobresalen?, ¿puede hablarse de una etapa particularmente singular? Estas y otras interrogantes merecen nuestra inmediata atención. Internamente, fueron años duros, inciertos y violentos los que entonces se vivieron; Heraclio Bonilla (1972) habla, incluso, de un “período turbulento e inseguro”, pero también fueron años en los que la fe y la esperanza por un porvenir mejor estuvieron presentes. Años de sacrificio, abnegación e inmolación; pero también años

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