Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
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Por su parte, el inglés Clemente Markham (1895) agrega:
Los discípulos del eminente obispo español, llegaron a ser los más ardientes defensores de las reformas emprendidas. Los más queridos y reputados entre éstos fueron: Francisco Xavier de Luna Pizarro, prócer de la Independencia y después arzobispo de Lima, y Francisco de Paula González Vigil, la gran lumbrera del Perú. Es incalculable la gran influencia que ejercieron estos y otros de los discípulos del renombrado vicario, sobre las futuras generaciones. (p. 154)
Chaves de la Rosa retornó a España en 1809. Degradado por el déspota e insensato Fernando VII, murió en la miseria en su villa natal el 26 de octubre de 1819, a los 79 años de edad.
Simultáneamente al activo y fructífero rol que desempeñaron estas corporaciones educativas, hay que resaltar la acción personal que muchos peruanos, pertenecientes a diversos estratos sociales (nobles, sectores medios y gente del pueblo), actuaron como decididos agentes, propulsores, cabecillas o partícipes de las conspiraciones capitalinas. La nobleza limeña —al decir del citado Vicuña Mackenna (1860) — “la más rancia, la más mimada, la más inerte de los dominios españoles, sin exceptuar a la de Madrid, a la que en número y en pretensiones era apenas inferior”, se hizo presente en este colectivo afán conspirativo a través de algunos de sus miembros. En primera línea, entre otros, sobresale la figura cumbre de José Mariano de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, marqués de Aulestia y conde de Pruvonena, “el director de todas las conspiraciones en celdas y salones, el maniobrador eterno e inasible como su sombra”, al decir de Raúl Porras (1953, pp. 33-34). A su lado, aparece el desempeño sobresaliente de José Matías Vásquez de Acuña, el ardiente e inquieto conde de la Vega del Ren, así como del conde de San Juan de Lurigancho y del marqués de Villafuerte. Asimismo, es notable el trajinar del ilustre limeño José Bernardo de Tagle y Portocarrero, marqués de Torre Tagle. No menos trascendente fue la labor de José Félix Berindoaga, conde de San Donás y barón de Urpín (de trágico e injusto final en la época bolivariana). Algunas señoras nobles también fueron participes de estos afanes, como fue el caso de la condesa de Gisla y de la aristócrata Pepita Ferreyros; ambas de reconocida trayectoria patriótica.
Al lado de estos personajes ligados a la añeja nobleza colonial hay que rescatar la participación de algunos criollos de gran valía como, por ejemplo, el citado Hipólito Unanue, cosmógrafo y médico principal de la ciudad; José Gregorio Paredes, preclaro médico y profesor de matemáticas; José Pezet, editor de la difundida Gaceta de Lima; Eduardo Carrasco, marino, cosmógrafo y eximio profesor de matemáticas; José Gavino Chacaltana, patriota iqueño e insigne médico; Juan Pardo de Zela, procurador (arrestado y condenado a diez años de cárcel); Mateo Silva, joven y prestigioso abogado (arrestado y enviado a los presidios de Valdivia en Chile).
A pesar de la tiranía extrema y de la rigurosa vigilancia de la autoridad virreinal —dice el citado historiador Markham (1895)— “los conspiradores limeños se reunían en diferentes lugares: primero en el Caballo Blanco, frente a la iglesia de San Agustín, después donde Bartolo o en el Café del Comercio en la calle de Bodegones” (p. 155). En estos puntos, se examinaban y se discutían asuntos de variada naturaleza e importancia, tales como los destinos de la América meridional, los derechos de los colonos, la forma de gobierno que mejor convenía, las noticias que circulaban sobre las insurrecciones en los distintos lugares del subcontinente, los mecanismos para facilitar el arribo de las expediciones libertadoras del sur, etcétera. A menudo, también, las reuniones secretas se llevaban a cabo en las residencias de los propios complotados (unas veces en la casa de Riva Agüero y, otras, en la del conde de la Vega del Ren, en la de la mencionada condesa de Gisla o en la de la patriota guayaquileña Rosa Campusano). Asimismo, las reuniones se efectuaban en habitaciones alquiladas expresamente en los suburbios de la ciudad.
En cuanto a los levantamientos que entonces se sucedieron en distintas partes del territorio, una nómina provisional e incompleta nos muestra el siguiente cuadro. En primer término, destaca el referido movimiento encabezado por José Gabriel Condorcanqui, el último que ostentó el título de Inca y mandado a descuartizar, atado a cuatro caballos en la plaza del Cusco por el visitador José Antonio de Areche, después de haber paseado el suntur páucar de sus antepasados por la meseta del Collao y los alrededores; la sublevación liderada por Felipe Velasco, caudillo de los indios de Huarochirí, arrastrado hasta el patíbulo de la plaza de Lima, a la cola de una mula de alabarda; el intento heroico de José Gabriel Aguilar y José Manuel Ubalde, que rindieron sus vidas en los albores de una conspiración; el anhelo sin par del limeño Francisco Antonio de Zela que, en Tacna, empuñó las armas para lograr la liberación, siendo derrotado y conducido entre cadenas al lejano y malsano presidio de Chagres (Panamá); el tesón revolucionario del huanuqueño Juan José Crespo y Castillo que, tomado prisionero, fue fusilado en 1812 gritando ¡Viva la libertad!; el afán de Enrique Paillardelli, que, junto con su hermano Juan Francisco, promovió la segunda insurrección de Tacna (1813) en favor de la Independencia; los afanes revolucionarios de los hermanos Angulo (José, Vicente, Mariano y Juan), víctimas de la dureza despótica del virrey Abascal; el plan de Mateo García Pumacahua, cacique indio y brigadier español que murió por la causa de la libertad; la entrega del epónimo arequipeño Mariano Melgar, el más joven e infortunado de todos, que cayó en Umachiri con el nombre de su amada en los labios y con el cráneo perforado por las balas realistas; los intentos del tacneño José Gómez, del moqueguano Nicolás Alcázar, de los hermanos limeños Mateo y Remigio Silva, y del capitalino José Casimiro Espejo en Lima; y los mil héroes anónimos de las casamatas y de los presidios y de las cárceles de Checacupe, de Chacaltaya, de Huanta, de Huancayo y del puente de Ambo, cuyos defensores blanquearon con sus huesos las pampas de Ayancocha. “¡Cuántas amarguras —dice Raúl Porras—, cuántas zozobras, cuántas rebeldías y cuántos callados heroísmos se expresaron en esos gloriosos e inciertos días!” (Izcue, 1906, p. 23; Porras, 1953, pp. 33-34).
Un cuarto hecho histórico que no podemos obviar y que formó parte de aquellos esfuerzos revolucionarios que en el Perú precedieron a la jura de la Independencia y a su consumación final en 1824 con la batalla de Ayacucho, corresponde a la participación y al rol decisivo que desempeñó la mujer como madre, esposa o hermana de aquellos que bregaban por la liquidación del yugo español. De procedencia no solo social y económicamente disímil (pertenecientes a sectores altos, medios y bajos), sino también de formación cultural diferente, estas damas destacaron por su entrega, abnegación y sacrificio e, incluso, por su activa y directa participación en las conspiraciones o sublevaciones al lado de los actores principales de esos movimientos. Sobre el caso de la actuación de la mujer limeña, el siguiente testimonio de Vicuña Mackenna (1860) resulta particularmente elocuente:
Las limeñas de aquellos días, eran también las más activas conjuradas por su acerado espíritu, por su ferviente entusiasmo y por su indesmayable sentido de inmolación. La saya y el manto, con su misteriosa impunidad, se hicieron entonces en Lima los cómplices más útiles de todos los complots. (p. 82)
En páginas precedentes hicimos alusión a la condesa de Gisla, mujer memorable e ilustre de alta alcurnia, cuya casa se convirtió en el club secreto y garantizado de los más conspicuos conspiradores y de las más decididas conspiradoras, donde el sigilo, la discreción, la fraternidad y la confianza mutua eran las claves de su actuación clandestina. Semejante situación, se vivía en otros hogares, como en los de Rosa Campusano Cornejo, Juana de Dios Manrique de Luna y de Brígida Silva Cáceres, entre otros. En todos estos hogares, el patriotismo se hizo evidente, no obstante el acecho y la amenaza de la autoridad virreinal. Pero hubo otros casos en que la mujer peruana empuñó las armas y se convirtió en cabeza de la sublevación, como ocurrió con la mencionada Micaela Bastidas Puyucahua, mujer altiva y de temple y coraje probados, que actuó al lado de su esposo José Gabriel Condorcanqui en el levantamiento de 1780.
La lista de estas insignes heroínas se completa con los nombres, entre otros, de la aguerrida ayacuchana María Andrea Parado de Bellido; de Catalina Agüero de Muñecas y de Catalina Aguilarte