Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
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Bajo este convencimiento, los gobiernos independientes organizados en Buenos Aires, Chile y Nueva Granada comprendieron (y así lo divulgaron) que su propia seguridad los obligaba a doblegar inevitablemente las reservas del poderío español existentes en el Perú6. Su lucha por la independencia alcanzó así la intensidad y la gloria de una gesta, porque debía resolverse en tierra peruana la fundamental contradicción entre despotismo colonial y libertad nacional. Pero tal coyuntura —como lo subraya Basadre (1968)—gravitó sensiblemente sobre el desarrollo histórico del Perú, debido a la excesiva prolongación de las campañas militares libradas en su suelo (1820-1824). En este sentido, la Gran Colombia7, Chile y las provincias del Río de La Plata eran naciones soberanas, pero se veían obligadas a “vivir con el arma bajo el brazo” temerosas de que el virrey del Perú, dueño de un rico imperio, con un ejército de 25 000 hombres, marchase en cualquier momento al sur o al norte, traspasase sus linderos, inflamase el espíritu de rebelión de los realistas vencidos, y pusiese en peligro la victoriosa causa, que costaba casi tres quinquenios de guerras heroicas y de máximos esfuerzos8. Se preocupaban, con razón, de la suerte de su vecino, porque mientras los peruanos no fuesen libres, tenía que mirarse aquella región como una amenaza persistente contra la independencia de toda la América del Sur. De aquí nació en el ánimo de estas tres regiones la idea de aliarse a su vecino con ejércitos, escuadras, dinero y recursos de todo género, con el firme propósito de destruir de raíz y para siempre el último, pero también el más formidable, núcleo de tropas que conservaba España en el vasto continente americano.
Al impulso, pues, de aquel afán pragmático de autoconservación, las naciones independientes acometieron tempranamente la empresa de coadyuvar a redimir al Perú9. Los siguientes testimonios sanmartinianos así lo confirman. Tres meses después de haber tomado posesión del mando del Ejército Auxiliar del Perú, en extensa misiva a su amigo íntimo Nicolás Rodríguez Peña, San Martín concluye diciéndole:
Ya le he dicho a usted mi secreto. Un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza es suficiente para pasar a Chile y acabar allí con los godos, apoyando un gobierno de amigos sólidos para concluir también con la anarquía que reina. Aliando las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima: ése es el camino y no otro. Convénzase que hasta que no estemos en Lima la guerra no acabará para nadie…10
Dos años después, en una extensa carta a su apreciado amigo Tomás Godoy Cruz (fechada en Mendoza el 12 de mayo de 1816), San Martín le dice sin eufemismo alguno: “Lima, con la presencia de la formidable fuerza realista, será siempre el azote de la libertad del continente…”11. Y tres años más tarde, en una nota confidencial a su igualmente fraterno amigo Bernardo O’Higgins (fechada en Mendoza el 9 de noviembre de 1819), le expresa:
No pierda usted un solo momento en avisarme el resultado de Cochrane para que sin perder un solo instante pueda marchar yo con toda la división a ésa, excepto un escuadrón de granaderos que dejaré en San Luis para resguardo de la provincia. Se va a cargar sobre mí una responsabilidad terrible, pero si no se emprende la expedición al Perú todo se lo lleva el diablo12.
Por su parte, los testimonios bolivarianos (no menos numerosos ni menos importantes) son igualmente reveladores de este sentir. ¿Por qué atribuía tamaña importancia Bolívar a la libertad del Perú? Al igual que San Martín (a quien llamó en una carta “mi compañero”) comprendía la importancia geopolítica del más viejo virreinato de América del Sur, sus reservas materiales y las riquezas que, aún después de la guerra y las exacciones, le quedaban. Por otro lado, las proyecciones continentales de una derrota en el Perú (que lo aterraba) lo llevaban a gestionar ayuda y refuerzos a otras patrias americanas. Bernardo Monteagudo, revolucionario argentino, ministro de San Martín hasta su caída por un motín durante el viaje de este a Guayaquil, fue comisionado por el Libertador caraqueño para pedir ayuda a México, “a fin de que no falte ningún americano en el ejército unido de la América meridional” (Bolívar, 1910, I, p. 789). Monteagudo viajó a Centroamérica, y solicitó y obtuvo ayuda para el ejército del Perú. Toda América, en una forma u otra, recibió la petición del visionario Libertador (Townsend, 1973, p. 134). Resumiendo su pensamiento sobre el tema, Bolívar (1910) dijo en una oportunidad: “Al perderse el Perú se pierde el sur de Colombia. En el Perú, una victoria acaba la guerra de América y en Colombia ni cuatro” (I, p. 934). Como puede advertirse, ambos Libertadores coincidieron en visualizar que la independencia de América del Sur no se afianzaría mientras una gran fuerza española, como la realista, se mantuviese activa y apoyada por la riqueza y los recursos del Perú.
Y a todo esto, ¿cuál era la actitud de las grandes potencias y de la propia España sobre la independencia de América y del Perú en particular?, ¿de qué manera y con qué intensidad influyeron para la liberación posterior?, ¿cuál era la situación de Europa por entonces? Este asunto, historiográficamente, constituye el cuarto dilema que requiere también una breve explicación o comentario13. Veamos sus principales rasgos. Hacia 1821 ya se habían perdido los ecos de las campañas napoleónicas, la hierba había vuelto a crecer sobre los campos de Dresde, Leipzig y Waterloo y un nuevo orden imperaba en Europa encabezado por Klemens von Metternich (más conocido como el Príncipe de Metternich) dirigiendo los destinos del gran imperio austro-húngaro; Luis XVIII obedeciendo los dictados del Congreso de Viena; y la Santa Alianza regulando la marcha de las naciones y de las ideas14. Era la época del desquite conservador y de las barreras contra el liberalismo nacido al fragor de la Revolución Francesa15. Como lo recuerda el historiador inglés Eric Hobsbawm (2000), la Santa Alianza (integrada por los imperios ruso, prusiano y austríaco), y en la cual el zar Alejandro ponía el ingrediente mítico, se hallaba en la cima de su poder e influencia mundiales y hasta amenazaba con intervenir en América para restablecer la colonia española en nombre del principio de la legitimidad. En este contexto, la actuación de las grandes potencias fue decisiva y fundamental. En efecto, de acuerdo a evidencias de distinta índole, puede afirmarse que los principales factores externos que favorecieron la victoria de la causa patriota a escala continental fueron tres: a) el apoyo material de Inglaterra que, a través de distintas vías (préstamos, inversiones o financiamiento), se tradujo en dinero fresco para el accionar de los revolucionarios americanos; b) la protección de las Cancillerías norteamericana e inglesa que trabajaron intensa y fructíferamente en pro de las colonias sublevadas contra España; y c) la corriente liberal española que debilitó el vigor de las filas reaccionarias de la Metrópoli16.
Históricamente —como lo subrayó de manera lúcida José Carlos Mariátegui (1959)— tocó a Inglaterra jugar un papel primario en la independencia de Sudamérica17. Y, por esto, mientras el primer ministro de Francia, la nación que algunos años antes les había dado el ejemplo de su gran revolución, se negaba a reconocer el proceso libertario de estas jóvenes repúblicas sudamericanas, Jorge Canning, traductor y fiel ejecutor del interés de Inglaterra, consagraba con ese reconocimiento el derecho de estos pueblos a separarse de España y, consecuentemente, a organizarse republicana y democráticamente. A Canning, de otro lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que con sus préstamos (no por usureros menos oportunos y eficaces) habían financiado la fundación de las flamantes repúblicas. En este sentido, el ritmo del fenómeno capitalista inglés tuvo en la gestación de la independencia sudamericana una función menos aparente y ostensible, pero sin duda mucho más decisiva y profunda, que el eco de la filosofía y la literatura de los egregios enciclopedistas galos. Desde otra perspectiva —anota el mismo autor— el imperio español se mostraba en declive por reposar solamente sobre bases militares y políticas y, sobre todo, por convivir con una economía debilitada en relación al resto de Europa. España no podía abastecer abundantemente a sus colonias sino de eclesiásticos, doctores y nobles; sus colonias sentían apetencia de cosas más prácticas y de técnicas mucho más eficientes y utilitarias. En consecuencia, se volvían hacia Inglaterra, cuyos industriales y banqueros