Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
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Bajo este raciocinio e interés, España envió a Buenos Aires como sus comisionados a Antonio Luis Pereyra, oidor de la Audiencia de Chile, y al teniente coronel Luis de La Robla, con el propósito de contemplar los arreglos preliminares que debía producir el reconocimiento sucesivo de su independencia; aunque carecía de las credenciales suficientes, el ilustre patriota Bernardino Rivadavia, ministro de la Junta de Representantes de la Ciudad, se entusiasmó con esta visita y, sobre todo, por la tentadora posibilidad de una solución pacífica y así fue como el 4 de julio de 1823, se firmó la Convención de Buenos Aires que, sin más restricciones que el contrabando de guerra, estipulaba los tres siguientes asuntos: a) la suspensión de hostilidades por 18 meses (una especie de armisticio); b) el restablecimiento del comercio entre ambos Estados; y c) las garantías y seguridades para las propiedades de los beligerantes (Halperin, 1990, p. 167). El gobierno de Buenos Aires gestionaría el asentimiento de los otros Estados americanos a fin de promover una acción solidaria de paz con independencia en toda la región. En ese sentido, Félix Alzaga fue comisionado a Chile y Perú, no teniendo éxito en ninguna de las dos repúblicas. En el caso peruano, el virrey José de La Serna se negó a la suspensión de las armas si no se establecía como base principal el reconocimiento de la autoridad real en el Perú y el retiro de la División de los Andes, enviada en auxilio de los peruanos. La Serna era en esos momentos (1823) el virrey poderoso y, además, el general triunfante en Ica, Torata y Moquegua y, sobre todo, en la funesta campaña de Santa Cruz (Segunda Expedición a Intermedios). En Lima, el Congreso resolvió no tomar ninguna resolución sin la venia de Bolívar, quien al ser informado de la misión de Alzaga había dicho: “que él esperaba que cualquier negociación con los realistas tendría por base la independencia y que, por su parte, no tenía la intención de mezclarse en el asunto” (1910, II, p. 712). Bolívar no rechazaba la idea de negociar con los españoles; exigía, eso sí, la independencia como condición esencial y primaria. De allí que el mismo Antonio José de Sucre, anteriormente, intentara pactar con el mencionado virrey una tregua; asunto que, igualmente, no prosperó.
Finalmente, un quinto asunto que despierta interés y que motiva, igualmente, un sucinto comentario, tiene que ver con el impacto de la Independencia en la vida nacional de entonces y en los años inmediatos que le siguieron. La pregunta que en otra oportunidad hemos planteado: ¿qué cambió y qué pervivió al final de nuestro proceso emancipador?, continúa siendo útil y pertinente para conocer los pareceres o planteamientos que al respecto se han formulado (Palacios Rodríguez, 2014, p. 245). En efecto, a la luz de las recientes investigaciones la indicada interrogante ha sido abordada, fundamentalmente, desde dos vertientes un tanto excluyentes entre sí. La primera sostiene de manera enfática que la ruptura política no significó, de modo alguno y en su conjunto, una transformación sustantiva de la vieja estructura colonial en el más amplio sentido de la palabra; y la segunda, por el contrario, afirma que la guerra independentista provocó, no obstante la subsistencia de esa estructura, significativas alteraciones en el ámbito social, económico y administrativo, respecto al período anterior. ¿Los argumentos expuestos? Aquí un resumen.
Para los defensores o partidarios de la primera opción, la revolución por la Independencia quedó inconclusa; es decir, derrotó militarmente a las fuerzas virreinales, pero dejó las estructuras socioeconómicas intactas. En este sentido, advierten que la añeja estructura de la sociedad establecida desde 1532 no se rompió abruptamente en 1821 con la proclamación de la autonomía política por San Martín, ni en 1824 con la firma de la célebre Capitulación de Ayacucho, ni dos años, después cuando el terco e insurrecto general José Ramón Rodil se doblegó y entregó los castillos del Callao a las fuerzas patriotas sitiadoras. Esa estructura pervivió en muchos aspectos hasta muy avanzado el siglo XIX, conservando casi intactos, incluso, los fundamentos mismos del tejido social y económico que se habían desarrollado y materializado a lo largo del prolongado dominio virreinal. Por ejemplo, el incipiente sistema socioeconómico republicano no solo retuvo la mina, la hacienda y la servidumbre como base de su aparato productivo, sino que también mantuvo el orden aristocrático tradicional en la sociedad. En los socavones y latifundios, indios, negros, y mestizos continuaron laborando en las mismas condiciones en que trabajaban bajo el yugo español.
Dicho de otro modo, para los defensores de esta interpretación, la vida colonial no concluyó con el advenimiento de la República; todo lo contrario. La zigzagueante etapa republicana temprana se asentó sobre las mismas estructuras, jerarquías, privilegios y valores de la antigua sociedad virreinal; no por algo —dicen— habían transcurrido tres siglos de dominio y hegemonía absoluta. De esta manera, la Independencia inauguró un orden donde definitivamente predominaban las prácticas, las matrices y las costumbres coloniales en todas sus formas, incluyendo algunos vicios pretéritos tales como el oscurantismo, la cortesanía, el racismo, el centralismo y el formulismo, presentes, en algunos casos, hasta los tiempos actuales. Por otro lado, en el ámbito legal, los códigos coloniales (como el de minería) continuaron vigentes; y en la diaria administración de justicia, los métodos legales del pasado siguieron igualmente rigiendo la vida y los hábitos de los supuestos nuevos ciudadanos republicanos. En esta línea, muchos peruanos en los primeros años de la etapa republicana representaron el tipo de hombre hecho al ancien régime que seguía fiel a su idiosincrasia y a los esquemas mentales de la fase colonial (Chang-Rodríguez, 1985, pp. 73-76; López Soria, 1985, pp. 82-85; Bonilla, 2001, pp. 105-106).
En cuanto a los propulsores de la segunda opción, su argumentación puede sintetizarse del siguiente modo. La Independencia sin afectar en su conjunto la estructura colonial, ocasionó serias e irreversibles transformaciones no solo en el ámbito socioeconómico, sino también en el administrativo, militar y, obviamente, en el político con mayor énfasis. En respaldo de su planteamiento, mencionan, entre otros, algunos hechos que fueron consecuencia directa de esa mutación. En primer término, los cambios ocurridos no solo acentuaron la debilidad de la elite criolla anterior a las guerras independentistas, sino que también incrementaron sus dificultades económicas (la empobrecieron más). Simultáneamente, consolidaron el control económico de Inglaterra, “control que fue más extenso y más decisivo que el ejercido anteriormente por la metrópoli española”. En segundo lugar, la burguesía criolla ya en crisis en el siglo XVIII, “se debilitó aún más por la acción de las largas y costosas guerras de la Emancipación”. De este modo, “la burguesía comercial se vio maltratada por los sucesivos bloqueos de los puertos y por la invasión de las mercancías europeas”; asimismo, “la facción de la burguesía que estuvo vinculada a otros sectores productivos de la zona rural (como la minería y la agricultura), sufrió un impacto aún más fuerte, en la medida en que estos sectores fueron virtualmente arruinados por la larga confrontación bélica”. Por último, “gran parte del capital mercantil emigró durante las guerras y el resto salió con la expulsión o migración de los españoles” (Bonilla y Spalding, 1972, pp. 58-59).
Ciertamente, esta metamorfosis también afectó (y de modo especial tal vez) a la antigua y opulenta sociedad limeña, “produciendo inevitables cambios en su estructura social” (Aguirre, 1995, p. 29). Por otro lado —en opinión de Alberto Flores Galindo (1985)— la quiebra de la aristocracia mercantil que tenía su sede precisamente en la capital, provocó la desarticulación de una serie de circuitos económicos y financieros a lo largo y ancho del territorio nacional, ocasionando el natural y correspondiente desajuste casi generalizado.
¿Y qué otros cambios pueden señalarse