Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
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Inglaterra, pues, nos prestó su invalorable ayuda material. Durante los primeros años de la guerra independentista lo hizo encubiertamente, ya que era aliada de España; pero desde 1815, vencido Napoleón Bonaparte en Waterloo, nos protegió formidable y abiertamente. De este modo, la tierra de la reina Victoria representó el papel de socio capitalista de la revolución americana19. Pero, obviamente, la colaboración inglesa no se limitó al aporte exclusivo de carácter económico o material, sino que también asumió otras modalidades. Por ejemplo, los militares voluntarios de la Gran Bretaña tuvieron actuación heroica en nuestra guerra y pusieron al servicio de los principios e ideales americanos el valor que demostraron y la experiencia que adquirieron en las campañas coalicionistas. La corriente emancipadora del norte (venezolano-neogranadina), recibió el aporte principalmente de jefes y oficiales del ejército; mientras la corriente emancipadora del sur (argentino-chilena) recibió, fundamentalmente, la colaboración decisiva de los hombres de mar. Tomás A. Cochrane, Martin Jorge Guise y Guillermo Brown, fueron los creadores del poder naval de los países insurrectos; Daniel Florencio O’ Leary, Guillermo Miller y Francisco O’Connor, entre otros, orientaron su labor a esgrimir la espada en los campos de batalla. Pusieron, asimismo, su pluma a disposición de los intereses patriotas y —como lo recuerda el citado Jorge Guillermo Leguía— “rindieron su tributo intelectual a la Historia de la Epopeya Independiente con la misma abnegación y la misma eficacia con que derramaron su sangre generosa” (Leguía, 1989, p. 62). Es imposible, por ejemplo, estudiar y conocer a fondo la vida del Libertador venezolano sin dejar de consultar las Memorias de O’Leary y los 31 enjundiosos volúmenes de documentos publicados por él.
Antes de concluir con la acción de Inglaterra en pro de la causa americana, es menester aludir sucintamente a su figura más representativa de esos días y defensor acérrimo de la autonomía americana: el citado Jorge Canning. Nacido en Londres en 1770, Canning (como Benjamín Disraeli posteriormente) se convirtió, por mérito propio, en el hombre símbolo de sus flemáticos compatriotas. Entre los múltiples cargos que desempeñó, sin duda alguna, el más relevante fue el de primer ministro, quedando su nombre en la historia británica como propulsor decidido del libre cambio. En este puesto se mostró enemigo decidido de las tendencias absolutistas que, por entonces, predominaban en el continente y preparó dentro de su patria el cambio hacia una política liberal. Considerado como el orador gubernamental más brillante de su tiempo, cultivó además la sátira aguda y mordaz contra los revolucionarios franceses en el popular y difundido semanario Anti-Jacobin or Weekly Examiner. Adversario tenaz del Príncipe de Metternich, hizo de su patria un baluarte del liberalismo y dio el golpe de muerte a la Santa Alianza, cuando sostuvo que los Estados europeos no debían intervenir en los asuntos americanos20. Su política internacional creó una nueva era en Europa y contribuyó decididamente al predominio comercial británico. Reconoció la independencia del Perú y de otros Estados americanos en 1825, después de la victoria definitiva de Ayacucho. Sus palabras al respecto fueron entonces memorables: “El Nuevo Mundo ha sido llamado a la vida propia en competencia con el Antiguo al que con el tiempo ha de sobrepujar” (citado por Pirenne, 1987, 7, p. 2320).
Al conocer la muerte prematura de Canning ocurrida en agosto de 1827, Bolívar lo elogió como “propulsor universal y legítimo de la causa de la libertad”. Y añadió agudamente: “La humanidad entera se hallaba interesada en la existencia de este hombre ilustre que realizaba con prontitud y sabiduría lo que la revolución de Francia había ofrecido con engaño, y lo que América está practicando ahora con suceso” (1910, II, p. 704).
Ese fue el hombre que entendió e impulsó la idea de verdadera y directa colaboración con aquellos pueblos que, allende el mar, ansiaban y luchaban por su libertad.
El caso de la participación de Estados Unidos a favor de la aspiración independentista de América del Sur es igualmente sugestivo e interesante. Recordemos que esa nación, coronando dignamente la noble práctica del senador Henry Clay en el Parlamento de Washington, no solo reconoció la autonomía de nuestras nacionalidades en 1822, sino que vio con simpatía (y apoyó) desde mucho tiempo atrás la liberación de ellas, pues la cancillería norteamericana se distinguió por su actitud a favor de las colonias desde los primeros gritos de independencia, apresurándose a acreditar cónsules entre los gobiernos nacientes. Sin embargo, fue en 1823, de modo especial, que con la proclamación de la célebre “Doctrina Monroe” el pujante país nos favoreció en proporciones considerables, oponiéndose resueltamente a la funesta intromisión de la citada Santa Alianza en los países hispanoamericanos. Efectivamente, al iniciar su mandato en aquel año, James Monroe (1758-1831), obedeciendo a las oportunas y sabias sugestiones de su secretario de Estado, John Quincy Adams, aceptó la propuesta de Inglaterra de apoyar oficialmente la declaración de independencia de los Estados hispanoamericanos, en contra de las pretensiones de algunos monarcas de Europa continental, de apoyar al rey de España. Con la ayuda de su fiel ministro, preparó Monroe un mensaje que envió al Congreso en diciembre de 1823. Allí hizo las siguientes afirmaciones fundamentales: a) Estados Unidos no interferiría en las colonias europeas aún existentes en el Nuevo Mundo; b) cualquier tentativa de los monarcas europeos de extender su sistema a este hemisferio sería considerada como peligrosa para la paz y seguridad de Estados Unidos; c) la iniciativa de cualquier gobierno europeo de dominar sobre las antiguas colonias que hubieran declarado su independencia sería considerada como inamistosa por Estados Unidos; y d) el territorio de América no podría ser colonizado por potencias europeas (esta última declaración se oponía a la pretensión del zar de Rusia sobre una parte de Norteamérica). A este conjunto de directivas se dio en llamar la “Doctrina Monroe”. De esta manera, Monroe nos libró, intimidando a los cómplices del ministro austríaco Príncipe de Metternich (genio político de la Santa Alianza) de la agresión de las escuadras y divisiones de la ominosa agrupación21. En una palabra, la acción diplomática estadounidense, como la inglesa, fue para la causa de nuestra emancipación, idéntica a la de Francia y España respecto de la autonomía de las trece colonias inglesas del Atlántico. La independencia de América Española quedó así protegida, simultáneamente, por la indicada “Doctrina Monroe” y por la actitud franca y decidida de la corona inglesa.
En el plano personal, cabe resaltar el papel del médico norteamericano Jeremy Robinson (más conocido como el doctor Pablo Jeremías) a quien Nemesio Vargas califica como el “agente principal” de los emisarios de San Martín antes de su arribo a Lima. En la misma línea, Francisco Javier Mariátegui sostiene que Robinson fue
no solo propagador de las ideas sobre la independencia y obró por ellas, sino que fue un constante e incontrastable apóstol de la democracia: era el predicador contra todas las tiranías, contra todo lo que se oponía a la democracia. (Citado por Paz Soldán, 1920, p. 98)
Robinson fue un cirujano que, a la sombra de su profesión y amparado por el nombramiento de agente comercial de Estados Unidos, llegó a Lima en 1818 para dedicarse con toda energía y entusiasmo a predicar la ideología de los insurgentes. Denunciado al virrey Joaquín de la Pezuela, fue visto con suspicacia y, finalmente, perseguido, tuvo que huir al interior del país para eludir su persecución. Robinson supo conectarse con distintos intelectuales de la época, y entre estos con los del grupo del Colegio de Medicina de San Fernando, entre los que se contaba el rector, doctor Francisco Xavier de Luna Pizarro, los doctores Hipólito Unanue, José Gregorio Paredes, José Pezet y Santiago Távara22.
Finalmente, en cuanto a la actitud de España frente al proceso emancipador, ¿qué puede decirse? En la formidable Historia económica y social de España y América, que dirigiera Jaime Vicens Vives, él señala que a comienzos del siglo XIX el pensamiento político peninsular, al sufrir el impacto