Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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el pesimismo se mezcló con la ilusión, el desánimo con el impulso vitalizador y la desconfianza con la más certera credulidad. Al fin y al cabo eran instantes de formación o gestación, en los cuales los estados de ánimo no eran percibidos necesariamente como concordantes ni mucho menos orientados por un mismo patrón de conducta. Ello generó (como ocurrió en igual forma con otros países de la región) un verdadero estado de caos y confusión no solo en el seno de las endebles clases dirigentes, sino también en el accionar de los vastos y difusos segmentos de la incipiente opinión pública peruana. Se afirma, inclusive, que en determinados momentos fue tan crítica e incontrolable la situación, que el asunto prioritario (la campaña militar) pasó a un segundo plano con todas las consecuencias que ello acarreaba. Al respecto, César Ugarte (1924) escribió: “El período inmediato que siguió a la proclamación de la Independencia acaparó en su conjunto todas las fuerzas morales, psíquicas y materiales del país hasta 1826 en que se suscribió la capitulación de los castillos del Callao” (p. 48). Sin embargo, en medio de esta vorágine de pasiones y oscilaciones desbocadas e inciertas la “promesa de la vida peruana” (en frase feliz de Jorge Basadre) fue el leit motiv permanente de aquellos hombres (visibles o anónimos) que, desde su particular quehacer u ocupación, lucharon y ofrendaron sus vidas por una patria más sana, perdurable y mejor. A partir de entonces, el Perú de la historia antiquísima y de la naturaleza infinitamente diversa (y adversa a la vez) aparecerá como el Perú nuevo y eterno que ansía nacer desde tanto pasado y desde tantos horizontes geográficos.

      Desde esta perspectiva, múltiples y valiosos son los testimonios que evidencian los instantes supremos por los que atravesó la joven nación en los años que aquí historiamos. No se trata, desde luego, de rescatar únicamente los hechos magnánimos o excelsos que glorificaron a los denominados “prohombres” de la libertad, sino también de encarar aquellos aspectos, acciones o conductas que, en su momento, constituyeron una seria limitación a los afanes independentistas o a la ansiada convivencia alrededor del proclamado “bien común”. De igual forma, se tratará de resarcir el rol (estigmatizado por algunos historiadores) que jugaron los sectores populares, a su manera, en esta ardua tarea colectiva. Para ello, en cuanto sea posible, a lo largo de estas páginas, dejaremos “hablar” a los documentos y a los mismos autores, aspirando a que el lector viva una época ya alejada de la nuestra y conozca ahora —como decía el célebre historiador Jacob Burckhardt refiriéndose a la Suiza decimonónica— lo que “en otro tiempo fue júbilo y desolación al mismo tiempo” (2012, p. 166). En este caso, la historia de las mentalidades resulta un magnífico instrumento de análisis para aproximarnos a tan compleja y cautivante realidad. Por lo demás, recordemos que la historia —concebida básicamente como el análisis o la reconstrucción del pasado tal como ocurrió— se hace eco igualmente de lo bueno y lo malo, de lo infame y lo noble, de las miserias y las prodigalidades, de las derrotas y las proezas que en un determinado momento la sociedad exhibió como parte de su acontecer cotidiano. Y esto es, justamente, lo que pretendemos hacer en los capítulos sucesivos.

      En efecto, el lapso 1821-1826 (que tiene como eje principal la situación general por la que atravesó el país entonces, la ocurrencia de las afamadas batallas de Junín y Ayacucho y la firma de la respectiva Capitulación), historiográficamente aún presenta algunos asuntos o dilemas que merecen un esclarecimiento a la luz de las recientes investigaciones. En orden metodológico, tal vez el primer tema que requiere de una aclaración es el vinculado a la ubicación cronológica del período. No obstante el tiempo transcurrido, aún se conserva vigente el análisis hecho al respecto por Raúl Porras Barrenechea en el capítulo XI de su clásico e insuperable libro Fuentes históricas peruanas (1963). ¿Corresponde dicha etapa a los viejos linderos de la Colonia?, ¿pertenece propiamente a la fase de la Independencia?, ¿es parte ya de la República? o ¿puede hablarse de una coyuntura transitoria entre uno y otro extremo? Obviamente, las respuestas han sido disímiles y de acuerdo a los criterios historiográficos predominantes en cada época. En nuestro caso, juzgamos que teniendo en cuenta la coyuntura particular de aquellos años, no puede afirmarse de modo radical que el Perú logró su total autonomía política el día en que San Martín proclamó la Independencia en la plaza principal de la ciudad de Lima. Como bien se sabe, el 28 de julio de 1821 gran parte del territorio seguía en poder de los españoles y estos se mantenían no solamente con el poderoso ejército peruano-español del Alto Perú, sino con las propias tropas de Lima trasladadas por el virrey José de La Serna al Cusco. Con estos dos pilares, la autoridad realista controlaba eficazmente tanto la región del sur como la del centro, amenazando de modo pertinaz con bajar y ocupar la capital; tal como ocurrió, en más de una ocasión, con el impetuoso ingreso del mencionado general Canterac.

      Las fuerzas “auxiliares” que envió y luego trajo Bolívar (unidos a peruanos, chilenos y argentinos, rezagos del ejército sanmartiniano) no recuperaron la gran porción territorial del Perú controlada por los realistas sino hasta después de la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824). En este sentido, el período histórico llamado Independencia no es propiamente la República, aunque José de la Riva Agüero (el conde de Pruvonena) y José Bernardo de Tagle (el marqués de Torre Tagle), fueran nombrados presidentes de manera sui generis por el primer Congreso Constituyente de 1823. Forzando aún más el análisis, puede sostenerse que ni siquiera en 1824 (cuando el general Juan Pío Tristán y Moscoso, último virrey, acató la Capitulación) la fase republicana se había iniciado formalmente. Lo que había concluido era el período colonial hispano, pero aún no existía república, ni gobiernos peruanos libres de la presencia de los ejércitos foráneos (Durand, 1998, t. V, pp. 113 y 115). Dicho en otras palabras, el período de la independencia es la colonia que está derrumbándose y, al mismo tiempo, es la república que se anuncia pero que todavía no existe como tal. Desde esta óptica, resulta lógica la opción de Basadre de iniciar la etapa republicana en fecha posterior a 1826, es decir, a la salida precisamente de todas las fuerzas extranjeras del suelo patrio. Solo a partir de la elección del general José de La Mar como presidente de la República en junio de 1827, puede afirmarse que el Perú iniciaba el lento proceso de institucionalización de su aparato estatal en forma soberana. Recién, entonces, puede decirse con propiedad que empezaba la República, aunque esto se efectuara sobre escombros e incertidumbres, como veremos más adelante.

      El segundo asunto que, igualmente, merece una breve alusión tiene que ver con la naturaleza y el sentido de la gesta emancipadora en sí. Al respecto, los aportes o planteamientos teóricos se hallan, en cada caso, sujetos a una revisión de carácter histórico. Por ejemplo, la versión de una independencia “impuesta” o “concedida” no parece tener el asidero histó-rico suficiente como para respaldar y justificar su enunciado. Al contrario, la argumentación histórica reconoce y pondera el antiguo deseo y el ferviente esfuerzo de los peruanos, en mayor o menor medida, por lograr la definitiva ruptura política con la metrópoli hispana. En este sentido, es oportuno recordar que el virrey Pezuela, vencedor en los campos de Vilcapuquio y Ayohuma, el general que había derrotado a Belgrano y a Rondeau con ejércitos inferiores en número y armamento, no podía sentir temor ante la anunciada invasión de un ejército patriota de cuatro mil hombres. “Lo que preocupaba y angustiaba a Pezuela —dice Félix Denegri (1972)— era la fuerza expansiva del patriotismo peruano cada vez más decidido e impulsivo” (p. 295). Infortunadamente, la presencia del espléndido poder realista en nuestro suelo (reconocido entonces por propios y extraños) frustró esa vieja y colectiva aspiración nacional; realidad que no se dio en otras partes del continente sudamericano. Recordemos, además, que la capital limeña a lo largo del período colonial fue el eje preponderante e indiscutible del quehacer tanto administrativo como político y militar del extenso virreinato peruano. “Sede de los engorrosos manejos burocráticos y de la poderosa aristocracia mercantil colonial, Lima terminó siendo el último baluarte de las posiciones realistas en América”, nos dice Carlos Aguirre en su libro publicado en 1995 y que aquí citamos (p. 28).

      Por otro lado, minimizar o menoscabar la participación de las clases populares (criollos, mestizos, mulatos, negros e indios) en el proceso independentista, resulta, asimismo, una interpretación sesgada que amerita un análisis más amplio e integral de verificación histórica. Obviamente, la participación de estos sectores en su conjunto

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