Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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p. 212)10.

      En otra parte de su meticuloso e interesante relato, Tschudi no solo describe su propia experiencia, sino que reitera los inconvenientes del camino serrano. Dice:

      Frecuentemente en este camino se tropieza el viajero con largas filas de mulas que bajan de la cordillera; entonces, hay que buscar alguna pequeña entrada y pegarse junto a la pared rocosa para dejar pasar la recua cargada. Con el cuidadoso y lento paso que tienen las mulas, se pierde mucho tiempo en cada uno de estos encuentros. Una vez tuve que quedarme más de dos horas en un angosto promontorio para permitir el paso de unas doscientas mulas que apenas tenían sitio al lado de la mía para poner las patas en el extremo exterior del sendero. En muchos puntos es completamente imposible retroceder o ceder el paso; solamente lanzando al precipicio a uno de los animales que se encuentran puede el otro seguir adelante. Las muchas curvas y las rocas sobresalientes impiden toda posibilidad de ver lejos y, por tanto, poder hacerse a un lado a tiempo. (pp. 222-223)

      Finalmente, al reseñar los famosos tambos o aposentos dispersos en el perdido paraje andino, dice con no ocultable repulsa:

      Quien ha pasado la noche allí, guardará un recuerdo inolvidable de estos albergues. Varias veces me ví obligado, por la casualidad o la necesidad, a pernoctar en este tambo, pero jamás me fue posible pasar dentro la noche entera; aunque nevara o lloviera tenía que salir al aire libre. Una india anciana es la hostelera, ayudada en el trajín diario por su hija a quien rodean varios niños haraposos. Para la comida preparan un chupe de ají, agua y papas, el cual se puede encontrar comible solo después de larga jornada. Para dormir, los viajeros se echan uno al lado del otro sobre el suelo húmedo. La previsora anciana da a sus huéspedes sendas pieles de oveja y, luego, los cubre a todos juntos con una sola frazada de lana. ¡Ay del que acepte este abrigo! Lo pagará caro, pues en las pieles, mantas y ropas de los indios pululan los piojos y las pulgas. Los cuyes y las ratas corren sobre los cuerpos y las caras de los durmientes. El viajero espera con ansias la madrugada para poder escapar de este sucio y desconsolador tambo. (Tschudi, 1966, pp. 223-224)

      Pero lo curioso es que los obstáculos no solo se circunscribían al interior del país ni específicamente a la región andina. El mismo autor refiere lo difícil que era, por ejemplo, trasladarse un poco más allá de las murallas de la antigua ciudad capitalina (Miraflores, Chorrillos, Lurín, etcétera). Para llegar a esos lugares se utilizaba el llamado ‘balancín’, un tipo de calesa halado por tres caballos: “Es uno de los vehículos más desagradables que hayan sido construídos jamás, ya que hace sentir al pasajero doblemente el más ligero golpe que recibe” (Tschudi, 1966, p. 136). La falta de buenos caminos —prosigue— impide usar vehículos cuando se va más lejos de la ciudad.

      Solamente a lo largo de la costa, al sur de Lima (Cañete, Chincha, Pisco), se logra hacer con grandes dificultades y a un costo considerable un recorrido de unas 40 leguas. Para tal viaje se lleva siempre alrededor de 60 a 80 caballos que son arreados junto al coche, ya que hay que cambiarlos cada media hora en vista de que el pesado carruaje se mueve solo con la mayor dificultad sobre la arena fina de un pie de espesor. (Tschudi, 1966, pp. 136-137)

      Sin embargo, las dificultades físicas del terreno se multiplicaban cuando a lo largo del camino merodeaban los malhechores en demanda de sus eventuales víctimas. En este sentido, ni siquiera el camino de Lima al Callao (aparentemente el más transitado y protegido) ofrecía comodidad y seguridad al viandante; además de la soledad y la escasez de vigilancia, los asaltantes —dice Robert Proctor, viajero y escritor inglés de la época— merodeaban impunemente “a vista y paciencia de los custodios” (citado por Puente Candamo, 1959, pp. 26-28). Para evitar ser víctima de los atracos, por lo regular el viajero hacía el trayecto en grupo o, si gozaba de solvencia económica (como era el caso de los acaudalados comerciantes), lo hacía con resguardo a cargo de agentes particulares contratados para ese fin o de su propio personal11.

      ¿En qué condiciones se realizaba el recorrido a nuestro principal puerto? El citado Tschudi (1966) las describe así:

      La distancia del Callao a Lima es de dos leguas. El camino va por arena profunda y nada consistente; a ambos lados hay campos sin cultivar y matorrales bajos que sirven de guarida a los bandoleros. A la derecha, poco después de salir del Callao, se deja el villorrio de Bellavista (antiguamente un espléndido lugar de recreo para excursiones de placer), las ruinas de un viejo pueblo indígena y algunas haciendas que quedan más al interior. A la izquierda, el terreno pantanoso está cubierto de cañaverales que se extienden hasta la orilla del mar. A mitad del camino entre el Callao y Lima hay una capilla y un convento de la Virgen del Carmen; el lugar se llama La Legua por hallarse a una milla española de distancia de ambas ciudades. Los caballos y las mulas están tan acostumbrados a descansar en este sitio, que resulta difícil hacerlos pasar de largo. (pp. 56-57)12

      Por su parte, el inglés Proctor agrega:

      El camino, notablemente ancho, es frecuentado por grandes arrias de mulas llevando sus cargas para Lima. Allí van mezcladas mercaderías procedentes de todo el mundo y del litoral del Perú: manufacturas británicas, con sus pulidos embalajes, marcas y número; barricas de harina norteamericana, dos por mula; botijas de aguardiente de pisco traídas del sur del país, con capacidad de diez y ocho galones, hechas de fuerte arcilla provistas de una especie de canasta lateral; sedas y algodones de India y China; fardos de tabaco de Guayaquil; y pilones de azúcar de la costa norte del Perú, en forma de pequeños timbales. Los indios arrieros presentan el aspecto más grotesco imaginable. Los demás son negros o mestizos y notablemente altos: sus facciones obscuras bajo los inmensos sombreros aludos del país, a veces de color natural (blancos), otras pintados de negro; y sus piernas largas colgando desnudas a ambos lados de la bestia, con enormes calzones holandeses, les dan aspecto salvaje y feroz, contribuyendo a aumentarlo sus largos rebenques y gritos de enojo o estímulo, para las mulas. (Citado por Puente Candamo, 1959, p. 43)

      De este modo, pues, las distancias tanto en Lima como en el interior acabaron no solo siendo considerables, sino también dificultosas. En este contexto, el correo que unía Lima con Arequipa, por ejemplo, tardaba trece días; el que la unía con Cusco, doce. Los barcos de vela demoraban dieciocho días para llegar a Islay (Basadre, 1968, t. I, p. 208). Es difícil dar una información de las distancias que por entonces primaban. Por otro lado, no se empleaban carruajes; no había todavía navegación a vapor; los desiertos que separaban al sur de Lima y la región central, eran una barrera difícil de flanquear. Viajar —como hemos visto— era toda una aventura. Tal vez pueda ayudar a comprender esta situación la narración que hizo Flora Tristán (1971) de su recorrido de Islay a Arequipa, en medio de la arena candente y de un sol calcinante13.

      ¿Y cuál era el medio de carga más usado antes de la aparición del ferrocarril y del buque a vapor? Los testimonios concuerdan en señalar que tanto en los despoblados y áridos caminos de la costa como en los riesgosos senderos de la sierra, la mula fue el medio de transporte comercialterrestre por excelencia14. Su rol protagónico y sus excelsas cualidades son ponderadas por Tschudi (1966):

      Las mulas cumplen un papel muy importante en este país; por los pésimos caminos, son casi el único medio que posibilita las comunicaciones comerciales a escala mayor. Por regla general, son fuertes, hermosas y trotadoras. Las mejores son criadas en Piura y traídas en grandes recuas a Lima para ser vendidas aquí. Las de buen paso son escogidas para montar; las grandes y fuertes para las calesas; las demás se destinan a llevar carga. El precio por una mula regular es de unos 100 pesos duros; por animales algo mejores se paga el doble o triple y por los ejemplares superiores hasta diez veces ese precio. La resistencia de estos animales (aún con escasa alimentación y malos cuidados) es asombrosa, siendo ésta la razón por la cual los extensos y secos arenales no ofrecen obstáculos insuperables al tránsito. Sin ellos (verdaderas ‘naves del desierto’) sería imposible viajar por gran parte de la costa. (p. 140)

      Según se afirma, miles de mulas mensualmente recorrían el vasto territorio transportando

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