Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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los blancos y los negros (el pujante proceso de mestización sería posterior). Según el mencionado Kubler (1955), las mayorías indígenas llegaron a su punto más alto precisamente en el período posterior a la Independencia. Un 59,3 % de la sociedad republicana era “india”; su caída a 54,8 % en 1876 se hizo evidente al iniciarse la senda moderna del mestizaje (citado por Gootenberg, 1995, p. 14).

      e) La sierra, igualmente, prosiguió siendo el hábitat principal de aquellos pobladores mayoritarios y marginados. En este caso, la sierra sur, particularmente, fue el núcleo principal del asentamiento indígena, con un altísimo porcentaje de la población total; le seguían la sierra central y la sierra norte. Sin ser numerosa, también había un cierto porcentaje de población aborigen en la costa, aunque era superada por la población mestiza y criolla (Armas, 2014, capítulo I, p. 377).

      f) El Perú, poblacionalmente, fue un país rural por excelencia y donde la mayor parte de los indígenas vivía integrando las aproximadamente cinco mil comunidades; aunque también —según el citado autor— había muchos de ellos que laboraban en las chacras y haciendas de todo el país (en los valles interandinos o costeños, fundamentalmente bajo el sistema del yanaconaje).

      g) El fenómeno migratorio interno fue escaso e insignificante.

      h) El índice de analfabetismo alcanzó niveles sumamente altos.

      i) La estructura laboral y el aparato productivo en general, descansó en los sectores populares-marginales de escasos recursos (indios, negros y mestizos).

      j) La escasez de fuerza de trabajo fue, sin duda alguna, uno de los factores principales que por un tiempo prolongado frenó la expansión económica, como se verá posteriormente.

      Obviamente, todo lo antes referido se reflejó en la conformación y dinámica de las ciudades. Al comenzar el siglo XIX, las ciudades del Perú tenían escasa población. Su característica era rural por excelencia por su dependencia casi absoluta de la actividad agraria que proporcionaba a las ciudades todo lo necesario para su subsistencia. Si Lima, la capital, tenía en gran parte ese sesgo (teniendo como centro el valle del Rímac), las otras ciudades de provincias eran prácticamente —en frase de Emilio Romero (1970)— “burgos cerrados”. Arequipa era la segunda ciudad más poblada y su peculiaridad campesina era intensa. En las poblaciones de los Andes (el Perú profundo) era todavía mayor la dependencia del campo. La ciudad era apenas un sitio de estancia en las épocas en que no había actividad agropecuaria, que absorbía a las familias pudientes, para vivir en las grandes casonas de las quebradas o del valle.

      En muchas de estas ciudades andinas la población no pasaba de 20 000 habitantes para las más populosas, siendo un promedio de 5000 el de las otras. El grupo de propietarios, comerciantes y hacendados era más reducido así como el de los escasos artesanos. La gran mayoría estaba formada por la población indígena que trabajaba en los campos produciendo abastos de mercado a precios irrisorios, casi siempre fijados por un Cabildo formado por los hacendados o antiguos encomenderos, a su conveniencia, dejando ganancias ridículas, mezquinas, que no hacían sino empobrecer más al productor, al trabajador y a la tierra misma28.

      En suma, a comienzos del siglo XIX no había una sola ciudad con rasgos urbanos, pues ella (a tenor de la experiencia foránea) habría requerido una vinculación con la actividad industrial, inexistente entonces en nuestro medio. Bajo esta perspectiva, la población peruana era en su gran mayoría de carácter rural, dispersa y sin constituir verdaderos centros poblados masivos; simultáneamente, aquellos pueblos formados sobre los antiguos asientos incaicos, mantuvieron su nomenclatura casi de manera íntegra a través de los tres siglos de vida colonial (Romero Padilla, 1970, t. II, p. 10).

      El caso de Lima fue, particularmente, sui generis e ilustrativo; desde los albores de la etapa independentista fue siempre la ciudad más poblada a nivel nacional, aunque con ciertos altibajos29. El científico y viajero austriaco Tadeo Haenke (1761-1817) que la visitó en junio de 1790, estimó su población en 53 000 habitantes, en la que: 17 000 eran españoles, 4000 indios, 9000 negros y el resto “de las castas resultantes de estas tres principales, sin contar con los clérigos, monjas y beatas”30. Asimismo, calculó en 300 el número de las casas de nobles y descendientes de los conquistadores, de empleados del rey o comerciantes enriquecidos, de hacendados y propietarios.

      Todos tenían un séquito numeroso de criados y esclavos. A esta clase, económicamente la más numerosa, seguían los eclesiásticos, abogados, escribanos, médicos, catedráticos y empleados particulares. A continuación y como dependientes de ellas se encontraban los grupos de artesanos, funcionarios menores y comerciantes. En la última escala social estaban los indígenas, en condición de yanaconas o trabajadores aparceros en los valles de la costa y de “colonos” o siervos en la sierra.

      Sobre el grupo de los artesanos capitalinos, que el citado viajero calculó en más de 1000, hallamos una extensa clasificación: plateros, herreros, zapateros, sastres, talabarteros, silleros de montar, pasamaneros, bronceros, pintores, carpinteros, hojalateros, relojeros, impresores, albañiles, canteros, escultores, guitarreros, tintoreros, chocolateros, cerereros, sombrereros y botoneros “casi todos reducidos a gremios para asegurar el pago de las alcabalas” al igual que los pulperos cuyas tiendas sumaban 130. Las mujeres se ocupaban en labores de costura, bordados, tejidos domésticos, zurcidos, botonería, perfumes, florerías y dulcerías. Las mujeres de color, las más humildes, se desempeñaban como chicheras, vivanderas y cocineras; la mujer española rechazaba en su conjunto esas actividades manuales. Finalmente, existían, en apreciable cantidad, ociosos de ambos sexos debido a la carencia de industrias en qué poder encontrar sana ocupación, a excepción de algunos telares de pasamanería (Haenke, 1901, p. 83).

      Según la información proporcionada por este ilustre viajero nacido en Tribnits (Bohemia), las trescientas familias arriba mencionadas mostraron una conducta zigzagueante frente al poder. Hacia 1820, por ejemplo, eran enteramente fieles a la Monarquía y a la Iglesia Católica; sin embargo, al poco tiempo firmaron el Acta de la Independencia con el general San Martín y, luego, al volver los españoles a ocupar la capital en 1823-1824 festejaron el retorno de las tropas monárquicas. Lo que importaba —afirma el citado Romero Padilla (1970)— era permanecer con sus propiedades y sus masas de siervos indígenas trabajadores. Símbolo de esta situación social fueron Torre Tagle, Berindoaga y el general Juan Pío Tristán, nombrado último virrey del Perú, quien no aceptó el cargo y escribió a Bolívar una carta pidiéndole una transacción entre la Monarquía y la República; finalmente, declinó al más alto cargo en el ya vencido virreinato para adherirse a la república y mantener íntegra su propiedad y sus rentas.

      En el análisis comparativo de la situación demográfica de las ciudades en este período de nuestra historia, otro caso interesante por su proyección y significado fue el de Arequipa. A diferencia de otras ciudades de fines del XVIII y comienzos del XIX, la ciudad del Misti —dice Alberto Flores Galindo (1977)— estaba compuesta principalmente por españoles y mestizos; en los alrededores mismos de la ciudad los indios escaseaban. Según un testimonio de 1795 (la revisita de Joaquín Bonet mencionada por este autor), más de 36 000 habitantes conformaban la población arequipeña, de los cuales 22 712 eran españoles (62 %), 4908 mestizos (13 %) y 5099 indios (14 %). El porcentaje restante estaba conformado por negros y mulatos. El citado Tadeo Haenke (1901), que también visitó dicha ciudad, agrega:

      Hay gran número de familias nobles, por haber sido allí donde más han subsistido los españoles, tanto como por lo óptimo del clima y la abundancia de víveres, como por la oportunidad del comercio por medio del puerto que solamente dista 20 leguas. (p. 64)

      De acuerdo al mismo viajero, no abundaban los mendigos ni los indios forasteros.

      Sobre la situación económica de Arequipa en el primer decenio de su vida independiente, todo indica que ella era sinónimo —en opinión del citado Flores Galindo (1977)—

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