Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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capital; para ello, contó con la colaboración de sus dos inmediatos secretarios: Bernardo Monteagudo (Guerra y Marina) y Juan García del Río (Gobierno y Hacienda). Expidió el primer documento oficial de carácter político con el que —según su criterio— se normaría la vida administrativa del país. Fue el llamado “Reglamento Provisional de Huaura”, fechado el 12 de febrero de 1821; lleva su firma y la de los indicados secretarios. Consta de veinte considerandos y en su parte introductoria se lee: “El Reglamento Provisional establece la demarcación del territorio que actualmente ocupa el Ejército Libertador del Perú y la forma de administración que debe regir hasta que se constituya una autoridad central por la voluntad de los Pueblos Libres”. Fue publicado en la Gaceta del Gobierno de Lima Independiente (t. I, n.° 10, pp. 41-42).

      En la mencionada localidad, recibió la invitación del virrey La Serna que se hallaba acampado en Aznapuquio, a 25 kilómetros también al norte de Lima, a fin de sostener una entrevista para examinar y discutir la situación del país, antes de llegar a un enfrentamiento frontal. Recordemos que por entonces, y en diversas partes del orbe, estaban de moda las entrevistas y la consiguiente pacificación entre las fuerzas adversarias. Al respecto, Raúl Porras (1950) escribe:

      Por ejemplo se celebró la entrevista entre el insurgente Agustín de Iturbide y el virrey Juan O´Donojú en Méjico, que dio por resultado el tratado de Córdoba. La entrevista y el abrazo entre Simón Bolívar y el general español Pablo Morillo, en Santa Ana, que dio como consecuencia no solo el armisticio de Trujillo, sino también el acuerdo de regularización de la guerra que puso punto final a las atrocidades y a las bárbaras represalias en las épicas bregas venezolanas. Hasta el despótico Narizotas don Fernando VII, sintió la urgencia de modificar su política de latigazos, para dulcificar la voz con zalameras promesas de pacificación y manifiestos de concordia. En la misma península, los ejércitos quisieron deponer las armas fratricidas y acaudillados por un joven oficial —Rafael Riego— se negaron a venir a América en son de guerra y opresión y obligaron, más bien, a dicho monarca a restablecer la Constitución de Cádiz, que otorgaba la ciudadanía a los americanos, les daba la lírica libertad de opinar y suprimía las tétricas y temibles mazmorras inquisitoriales. (pp. 22-23)

      En los meses de mayo y junio de 1821 se realizaron las programadas entrevistas (primero entre los parlamentarios patriotas y realistas y, luego, entre el propio San Martín y el virrey La Serna) con el propósito de encontrar una salida al inminente enfrentamiento. Estas conferencias, que tuvieron como escenario la localidad de Punchauca, han sido objeto de controvertidos juicios históricos. Así, Porras (1950) afirma:

      Muchos autores han dudado de la sinceridad de los propósitos de ambos caudillos, empeñados en ganar tiempo y mejorar posiciones, y consideran la discusión, no obstante la efusión de su momento culminante, como estratagema militar del uno o artimaña diplomática del otro para finalizar la guerra. (p. 29)

      ¿Ellas fueron un fracaso para el generalísimo San Martín? En términos políticos y con cara al futuro inmediato, juzgamos que sí. Seguimos citando a Porras (1950):

      Los más fieles biógrafos del militar argentino se empeñan en disculpar a éste de los tratos monarquistas de Punchauca, negándoles trascendencia y convicción principista, en tanto que otros consideran el paso dado por el victorioso caudillo, como una claudicación de su mensaje revolucionario o un oscurecimiento inexplicable de su destino. (pp. 29-30)

      Los dos juicios siguientes, confirman esta apreciación histórica. Para Bartolomé Mitre (1938), en Punchauca su egregio compatriota se internó innecesariamente en un callejón sin salida, apartándose de su ruta de Libertador, porque “la República estaba en el orden natural de las cosas” y “la Monarquía era un plan artificial o violento de gobierno”. Por su parte, el historiador chileno Gonzalo Bulnes (1897) considera la célebre entrevista “como el momento en que, transformado el soldado en gobernante, se inicia el descenso de su gloria”.

      Ante resultados nada propicios, San Martín retomó sus planes. En diez meses se hizo dueño de la costa: el núcleo principal del virreinato peruano. Sus barcos, mandados por el sagaz y experimentado Cochrane, destruyeron la flota española. Inmediatamente, tomó posesión de Lima y estableció su gobierno. Dueño del mar, flameando en los Castillos del Callao la bandera nacional y reducidos los enemigos a las provincias interiores, el panorama se mostraba auspicioso. Al respecto, en una carta a O’Higgins fechada en la capital el 23 de diciembre de 1821, le expresaba con abierto optimismo:

      Todo va bien. Cada día se asegura más la libertad del Perú. Yo me muevo con pies de plomo, sin querer comprometer una acción general. Mi plan es bloquear a Pezuela. Él pierde cada día y la moral de su ejército se mina sin cesar. Yo aumentando mis fuerzas progresivamente. La insurrección cunde por todas partes como el rayo. En fin, con paciencia y sin precipitación, todo el Perú será libre en breve tiempo. (Citado por Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 131)

      Tenía razón el parsimonioso general; sin embargo, la última parte de su testimonio no vino a cumplirse, precisamente, por causa casi suya. ¿Cómo así? Teniendo todo a su favor,

      fácil habría sido forzar a los realistas a deponer las armas o arrojarlos al otro lado del Desaguadero. Arenales en la sierra y Miller en la costa, bastaban para mantenerlos en jaque y debilitarlos. La colaboración de los guerrilleros afianzaría su desgaste. Pero todo esto exigía esfuerzo, actividad y decisión. Por desgracia, San Martín prefirió gobernar e implicarse en los entresijos de la administración pública, contraviniendo a lo acordado con el Estado de Chile, antes de emprender la campaña. Su inacción le hizo perder el crédito entre los jefes que le obedecían y la malaventura de las expediciones a Ica y de Intermedios acabaron de desprestigiarlo. (Vargas Ugarte, 1966, t. VI, p. 131)

      Ciertamente, la desocupación de la capital por los realistas tuvo un duro impacto psicológico, político y militar en algunos sectores de la sociedad, especialmente, en la engreída nobleza criolla. Hacía trescientos años que la histórica Ciudad de los Reyes había representado el símbolo del poder de España, como centro de cultura, de civilización y de la economía virreinal. Aquí convergían las materias primas que servían tanto para la alimentación de la población, como para sostener la guerra. Igualmente, en Lima se hallaba avecindada la nobleza, que disponía de enorme poder económico y que podía servir a la causa del rey en los trances complicados y dramáticos; pero aquí también se encontraba la fábrica de pólvora, el tesoro, la aduana y los artículos indispensables para vestir a la tropa, así como el comercio más importante del territorio nacional.

      Todo esto, sin duda alguna, representaba ayuda efectiva cuando las urgencias de la guerra la requiriesen. No solo porque el hambre es mala consejera, sino por la inestabilidad causada por las contínuas deserciones del ejército español, las autoridades realistas decidieron evacuar Lima y acantonarse en los lugares arriba mencionados de nuestra serranía.

      La desocupación no solo fue espectacular, sino también teñida de ciertas conductas singulares. Por ejemplo, los grupos de los encumbrados nobles, sobre todo aquellos que se hallaban estrechamente vinculados a la causa real, sintieron pánico, desconcierto e incertidumbre. El marino, viajero y escritor escocés Basilio Hall, testigo de esos días, relata que la salida del virrey La Serna estuvo unida a escenas de desorientación de sus partidarios.

      En los caminos las gentes asustadas iban por la carretera, envuelta en polvo, juntamente con los carros que llevaban sus efectos, como si fueran a salvarse de algún cataclismo. San Martín entró a Lima, sin disparar un tiro, como un guerrero que la hubiera tomado con el espíritu. Pernoctó en la casa del marqués de Montemira, a quien el virrey dejó el gobierno y después se dirigió a Palacio, la mansión que solo los virreyes la habían ocupado antes. (Citado por Puente Candamo, 1959, t. I, pp. 45-46)32

      De esta manera, San Martín tomó posesión de la capital tal como él lo había previsto y deseado: sin derramamiento de sangre y sin la aureola

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