Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez страница 23

Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

Скачать книгу

la proclamó solemnemente en la Plaza de Armas en medio del júbilo general y sin derramamiento de sangre, tal como él deseaba.

      Los sucesos que después ocurrieron en torno a la figura histórica del hijo de Yapeyú y de su quehacer en el Perú, se describen en apartados posteriores. Y a todo esto, ¿cómo era físicamente nuestro personaje y qué rasgos psicológicos caracterizaron su magnética personalidad? Quienes lo conocieron y lo trataron lo describen de la siguiente manera: de estatura medianamente alta, de hombros anchos y de silueta atlética, caminaba siempre erguido, con paso lento y seguro y mostrando una prestancia militar inigualable. Sus piernas y brazos largos, armonizaban con su corpulenta configuración física. Su rostro le proporcionaba un atractivo particular frente al bello sexo. Su cabeza bien proporcionada, lucía cabellos negros y lacios, permanentemente bien dispuestos. Sus ojos grandes se hallaban poblados por cejas y pestañas igualmente bien acicaladas. Su nariz recta y perfilada, su boca de tamaño normal y su mentón bien dispuesto, iban acordes al tamaño de su rostro. Su tez cobriza era resultado de su casi permanente exposición a la intemperie o a la inclemencia del clima por razones de su profesión. Era un excelente jinete y un incansable cabalgante cuando las circunstancias así lo requerían. Siendo un hombre prudente y cauto, jamás rehuyó el peligro ni temió enfrentarse a la muerte en el cumplimiento del deber.

      De mirada fija y tranquila (casi tierna), ella sin duda alguna reflejaba la serenidad de su espíritu. De igual forma, su temperamento plácido y sosegado, era fruto de un ánimo ajeno a las perturbaciones cotidianas e insulsas. Hombre caballeroso y de finos modales, solía escuchar con mucha atención a sus interlocutores, sin hacer distingos por motivos económicos, sociales o étnicos; por ejemplo, a los indios de la comunidad guaraní los llamaba afectuosamente “mis hermanos guaraníes”, pues con ellos había convivido en épocas pasadas. Conductualmente, era un tipo introvertido y ajeno a posturas exhibicionistas o banales, rehuyendo halagos o lisonjas baratas. En cambio, mostraba siempre una actitud firme y decidida, fruto de una acción correctamente meditada o pensada. Era ajeno no solo al lucro, sino también a los bienes materiales y a los goces terrenales, mostrando siempre un comportamiento discreto y sobrio en todos los detalles de su vida (incluidos los de su vida íntima). En este sentido, ni la gloria ni el poder lo embriagaban; todo lo contrario. Siempre rechazó que le quemaran incienso o le colocaran vistosos laureles en sus sienes.

      El oficial naval y viajero escocés Basilio Hall (1788-1844), que conoció a San Martín y tuvo con él una larga entrevista en el Callao el 25 de julio de 1821, lo describe del siguiente modo:

      A primera vista, había poco que llamara la atención en su aspecto; pero, cuando se puso de pie y empezó a hablar, su superioridad fue evidente. Nos recibió muy sencillamente, vestido con un sobretodo suelto y gran gorra de pieles, y sentado junto a una mesa hecha con unos cuantos tablones yuxtapuestos sobre algunos barriles vacíos. Es hombre hermoso, alto, erguido, bien proporcionado, con nariz perfilada, abundante cabello negro e inmensas y espesas patillas oscuras, que se extienden de oreja a oreja por debajo del mentón; su color es aceitunado oscuro, y los ojos, que son grandes, prominentes y penetrantes, son negros como azabache, siendo todo su aspecto completamente militar. Es sumamente cortés y sencillo, sin afectación en sus maneras, excesivamente cordial e insinuante, y poseído evidentemente de gran bondad de carácter; en suma, nunca he visto persona alguna cuyo trato seductor sea más irresistible. En la conversación sostenida, abordaba inmediatamente los tópicos sustanciales, desdeñando perder tiempo en detalles superfluos; escuchaba atentamente y respondía con claridad y elegancia de lenguaje, mostrando admirables recursos en la argumentación y facilísima abundancia de conocimientos, cuyo efecto era hacer sentir a sus interlocutores que ellos eran también entendidos en la materia. Empero, nada había ostentoso o banal en sus palabras, y aparecía ciertamente, en todos los momentos, perfectamente serio, y profundamente poseído de su tema. A veces se animaba en sumo grado y entonces el brillo de su mirada y todo cambio de expresión se hacían excesivamente enérgicos, como para remachar la atención de los oyentes, imposibilitando esquivar sus argumentos. Esto era más notable cuando trataba de política, tema sobre el que me considero feliz de haberlo oído expresarse con frecuencia. Pero, su manera trabquila era no menos sorprendente y reveladora de una inteligencia poco común; pudiendo también ser juguetón, bromista y familiar en el trato, según el momento, y cualquiera que haya sido el efecto producido en su mente por la adquisición posterior de gran poder político, tengo la certeza de que su disposición natural siempre fue y es buena y benevolente. (Hall, 1920, cap. V, pp. 115-116)

      En una palabra, pues, la rectitud en todos los actos de su vida, su eterna devoción por la libertad, su desprendimiento personal (que, incluso, rayaba en el sacrificio), su reconocida modestia o sencillez (ponderada por amigos y enemigos) y su calidad de gente honesta y proba, fueron las principales cualidades que adornaron la fecunda y proverbial existencia del egregio general argentino. Sin embargo, en el final de su vida no disfrutó de la tranquilidad y el sosiego que él, con toda legitimidad, se merecía. En efecto, atormentado por el nefasto barullo político que se vivía en los países que él había libertado y agobiado por las limitaciones pecuniarias que le impidieron una digna vejez, falleció en la lejana ciudad francesa de Boulogne-sur-Mer el 17 de agosto de 1850, a los 72 años de edad. Sus últimos años fueron de sufrimiento; el reumatismo, que permanentemente lo agobiaba, lo obligaba a recurrir al opio para disminuir los recurrentes e intensos dolores. Además, padecía de cataratas y poco a poco fue perdiendo la vista, siendo su única hija (Merceditas) prácticamente su lazarillo. Según se afirma, meses antes de su deceso, el presidente del Perú, general Ramón Castilla, le envió una extensa y emotiva misiva donde no solo le expresaba la gratitud de nuestra nación por haberla liberado del yugo español, sino también por su procedimiento noble y desprendido en los vaivenes políticos que lo llevaron a abandonar el país. Además, le informaba del propósito del gobierno nacional de asumir el puntual abono que se le había asignado con todo derecho. Gesto que, en medio de todas las penurias, probablemente lo reconfortó en su trance final (Mendiburu, 1931-1933, t. 6, pp. 75-78; Mitre, 1938, pp. 26-28; Milla Batres, 1986, t. VIII, pp. 203-205; Tauro, 2001, t. 15, pp. 2388-2389).

      Hasta aquí, la reseña de los principales rasgos biográficos del llamado “Santo de la Espada” y de quien dijo (al momento de abandonar nuestro país en setiembre de 1822) que el Perú constituía su segunda patria. Prosigamos con el desarrollo del tema materia del presente apartado.

      Como ya se ha dicho, la presencia de San Martín en nuestro territorio se inició con el desembarco de la Expedición Libertadora del Perú en la bahía de Paracas (Pisco) el 8 de setiembre de 1820. En efecto, con un ejército de 4000 hombres, entre chilenos y argentinos, y con suficientes elementos para equipar otro de 15 000, arribó a nuestras playas con el claro objetivo de acabar con el poder español instalado desde siglos atrás. Para ello la toma o posesión de Lima era vital e imprescindible, casi una obsesión en él. Recordemos que desde mucho antes, cuando en 1814 empezaba a organizar su ejército de gloria, había dicho proféticamente: “Mientras no poseamos Lima, la guerra americana no concluirá”. Con este convencimiento, dividió sus tropas en dos alas que partiendo de Paracas (la una por el mar y la otra por tierra) debían encerrar a Lima en un círculo de hierro, casi como una gigantesca tenaza. El almirante Cochrane y el general Arenales, respectivamente, fueron los responsables de ejecutar tan delicada misión. Además, los agentes peruanos en Lima le habían descrito, minuciosamente, los pasos necesarios para la realización del plan. De esta manera, la capital quedó cercada por mar y tierra, incomunicada con el interior (de donde le venían los alimentos) y del exterior (del que esperaba auxilios). Al respecto, Porras (1950) anota:

      Por entonces la peste y las enfermedades hacían en Lima, y en ambos campamentos (Huaura y Aznapuquio), más estragos que la guerra misma. Morían diariamente 20 ó 30 hombres a consecuencia de las tercianas características de los valles de la costa. Ambos ejércitos se diezmaban. En la ciudad la situación era angustiosa. Escaseaban el pan y la carne. El cerco de las indiadas montoneriles era cada vez más apremiante. (pp. 22-23)

      Establecido ya en su cuartel general de Huaura sin mayores contratiempos e inconvenientes y de acuerdo a lo previsto, San Martín, ostentando

Скачать книгу