Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez

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que las mulas cumplían esta función básica (expansión de la actividad mercantil), también desempeñaban una labor, quizás, más enaltecedora y perdurable: la difusión cultural e ideológica. En efecto, desde Lima periódicamente salían recuas de mulas conduciendo las últimas publicaciones (libros, periódicos, revistas) a los diferentes y más importantes lugares del interior: Trujillo, Arequipa, Cusco, Puno. De igual manera, hoy existe la total certidumbre de que en los días de la efervescencia revolucionaria, tanto los patriotas peruanos como los generales de la libertad (San Martín, Sucre, Bolívar) utilizaron este medio para difundir sus textos o mensajes subversivos. Al respecto, Proctor dice:

      Sobre el lomo de estos magníficos animales subrepticiamente los anuncios de la libertad llegaban a los lugares más apartados e inhóspitos del territorio. Incluso, desde mucho antes de su arribo al Perú, los agentes de San Martín utilizaron con habilidad y discreción este formidable recurso. (Citado por Puente Candamo, 1959, p. 51)

      Indirectamente, pues, la mula fue parte vital de la difusión de las ideas libertarias antes y durante nuestro período.

      Ahora bien, en su libro varias veces citado, los Caminos del Perú (1965), Antonello Gerbi menciona algo que es interesante consignar. Según él, los medios de comunicación y de transporte entraron en crisis desde los albores de la etapa republicana debido, entre otras causas, a la revolución tecnológica e industrial que desplazaba al antiguo privilegio del camino y del corcel. “La máquina a vapor estaba por llegar, jadeante y bufando, a las costas del Pacífico. Montada primero sobre un navío y, después, sobre una locomotora encendida, hacía girar grandes ruedas cuyas palas abofeteaban las olas y ruedecillas de hierro que resbalaban encima de largas barras enclavadas en el suelo”. Era el progreso enfrentándose a lo tradicional; lo moderno versus lo arcaico. En esta disyuntiva, el anhelo de los peruanos se orientó por entero hacia los nuevos y maravillosos inventos. Ya en 1827, apenas un año después que se había establecido la primera línea regular de navegación a vapor (de Inglaterra a la India) se formuló un proyecto análogo para el Perú. Y desde el año 1826 se concedió a una compañía privada el proyecto de establecer un ferrocarril entre Lima y el Callao. En 1840 se realizó el primer sueño: el vapor Perú de la Pacific Steam Navigation Company (naviera inglesa) llegó al Callao15; y diez años después (1851) el primer ferrocarril de Sudamérica corrió entre la capital y el puerto16. El entusiasmo público se encauzó impetuoso hacia las vías férreas. La formidable sugestión de la prosperidad llevada por los trenes a otros países, la ocasión de tener entre nosotros un vehemente empresario norteamericano (Henry Meiggs), las tenaces ambiciones de primacía técnica y civil, la presión de mil intereses, y la misma facilidad para financiar en Europa su construcción (con la garantía del recurso guanero), aseguraron a las ferrovías una prioridad absoluta sobre cualquier otra obra pública, y, naturalmente, sobre los arcaicos, sencillos y humildes caminos (Gerbi, 1965, p. 79).

      Obviamente, entre la mula y la locomotora no es posible hacer parangones. La máquina, en el siglo del progreso material, tenía todas las ventajas sobre la bestia. Solo los poetas —observa dicho autor— se lamentaban de que no hubiera caminos para las “musas peregrinantes”. El satírico Felipe Pardo se escandalizaba (1859) de ver en la sierra:

       Caminos tan estrechos y escarpados,

       que es preciso llevar la carga en hombros,

       y de una peña atados a otra peña,

       puentes, ¡qué horror! de sogas y de leña17

      Y el melancólico Juan de Arona (1872) gemía:

       Viajo, y todo es arena, insolaciones,

       o inaccesibles cumbres y arduos cerros 18

      Pero, ambos deploraban que, en vez de mejorar las comunicaciones (caminos), se hubiera despilfarrado tan malamente los ingentes rendimientos del guano o los fáciles millones de las islas de Chincha. La bonanza fiscal —bien lo sabemos— provenía, en efecto, del prodigioso fertilizante marino. Y el guano no tenía necesidad de caminos para ser explotado, vendido y exportado. El abono natural —refiere el viajero alemán Ernesto Middendorf (1973)— ni siquiera tocaba tierra firme: de los islotes era embarcado directamente en los veleros; desaparecía en el horizonte sin haber visto un camino terrestre. Desde ultramar llegaba en pago los cuantiosos giros sobre Londres. Aquellas esterlinas se habrían podido destinar a cualquier cosa, menos a construir caminos: era demasiado fuerte la resistencia psicológica a una inversión tan lejana de la fuente inmediata de la prosperidad; cien mil kilómetros de caminos no habrían mermado en una sola libra las entradas fabulosas y providenciales del fertilizante natural.

      Al influjo de esta riqueza efímera, el camino existente a lo largo de la costa languidecía por la amplia y fácil competencia de las naves a través del sistema de cabotaje19. Efectivamente, el cabotaje, entre otras cosas, asestó un golpe mortal al tráfico terrestre costanero. Recuérdese que durante el virreinato, la habilitación del puerto de Arica ya había perjudicado al comercio limeño y destruído el ramo de trajineros o arrieros. El paso regular de los veleros de uno a otro puerto, casi logró suprimir el movimiento paralelo entre uno y otro valle. Desaparecieron el acarreo con bueyes, las lentas caravanas de carretas y los cortejos de mulas enjalmadas. Pequeñas ciudades que vivían de aquel tráfico, hasta puertos como Paita, y lejanos centros de intercambio, como Ayacucho, sufrieron un ataque de parálisis (Romero Pintado, 1984, t. VIII, vol. 1, pp. 329-335). Y eran bien pocas las personas que volvían la mirada hacia la sierra. Todos los ojos estaban fijos en los islotes blancos, en las blondas velas de los bergantines y en las doradas letras de la Gran City (Londres). ¿Qué riqueza se podía esperar de aquellas montañas ceñidas y herméticas? Hasta el tributo de los indígenas andinos, otrora puntal del fisco, se había podido abolir merced a los ingresos del guano. Los propios gastos del Cusco (la otrora gran capital quechua) eran cubiertos a la sazón por las repletas arcas del erario de Lima. La sierra —dice Gerbi (1965)— retrogradaba así de “tío rico de América” a “pariente pobre” del tesoro público y, como tal, se le daba las espaldas sin mucha pena.

      Concluimos el apartado con la inclusión de algunas apreciaciones del citado Tschudi sobre Lima, “la ciudad más grande y más interesante fundada por los españoles en Sudamérica” y, de lejos, “la urbe más rica del Continente”. Acerca de los alrededores de la capital, expresa:

      La impresión que causa la ciudad de Lima al extraño no es favorable de primera intención, ya que los barrios periféricos consisten en casitas semiderruidas y sucias, las calles llenas de toda índole de inmundicias y basura; pero, mientras más se acerca el viajero a la Plaza Mayor, más hermoso y característico se torna el aspecto, de modo que resulta fácil olvidar el desagrado causado por la primera impresión. (pp. 80-81)

      Sobre su distribución física dice:

      Lima está dividida en cinco cuarteles, y éstos, a su vez, en diez distritos y 46barrios. Tiene, aproximadamente, 3380 casas, con 10 605 puertas que dan a la calle. Hay 56 iglesias y conventos; estos últimos ocupan casi una cuarta parte de la superficie de la ciudad. Hay 34 plazas públicas delante de las iglesias y 419 calles, la mayoría muy mal pavimentadas, pero que cuentan con veredas. (p. 80)

      Finalmente, al referirse a las viviendas hace el siguiente extenso comentario:

      La mayoría de las casas son de un piso, algunas tienen dos. Cuentan con dos entradas por el frente. Una de ellas es el zaguán junto al cual se encuentra la puerta de la cochera donde se guarda la calesa. Dando sobre esta, o sea junto a la puerta principal, suele haber un cuarto pequeño con una ventana cerrada por medio de una reja de madera, detrás de la cual se sientan las bellas limeñas para observar a los transeúntes sin ser vistas. También ven con agrado

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