Comunicación e industria digital. Группа авторов
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Michel Foucault ya había llegado a esa conclusión, como revela una entrevista concedida hace ya casi cuarenta años a la revista Quel Corps?: «¡Desnúdese… pero sea delgado, bonito, bronceado!», sintetizaba ese autor en 1975 (Foucault 1979: 147). Bajo los efluvios de la era digital, una versión actualizada de ese permiso condicionado podría añadir que, además, se recomienda también depurar esa desnudez expuesta con la ayuda del Photoshop. «La mujer puede no tener vergüenza de mostrar su cuerpo», explican Ale xandre Werneck y Mirian Goldenberg en su análisis sobre las fotografías de la revista Playboy a principios del siglo XXI, «pero no sin que pase, antes, por una sesión de revisión a cargo del software, que ocultaría celulitis, grasas, manchas, estrías» (Golbenberg 2008: 80). De modo que los cambios socioculturales que terminaron alterando el panorama, hasta derivar en estas manifestaciones más recientes, comenzaron a dispararse hace ya varias décadas: en la década de 1970, precisamente, cuando la disciplina y la «ética puritana» entraron en crisis como las grandes fuerzas propulsoras del capitalismo. Entonces «se percibió que ese poder tan rígido no era tan indispensable como se creía», explica nuevamente Foucault, y «que las sociedades industriales podían contentarse con un poder mucho más tenue sobre el cuerpo» (Foucault 1979: 148).
Como consecuencia de esos deslizamientos, se desactivaron algunas de las amarras que amordazaban los huesos y músculos modernos para imprimirles los ritmos de la fábrica, el cuartel, la escuela y la prisión. Pero no se trató de una liberación total, ya que la contraofensiva puso en marcha «una explotación económica (y tal vez ideológica) de la erotización, desde los productos para broncearse hasta las películas pornográficas» (Foucault 1979: 147). En los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, se ha exasperado ese catálogo que lucra con el mercado del embellecimiento, del placer y del bienestar, desdoblando así nuevas reglas morales y otros grilletes para esos cuerpos liberados del antiguo poder disciplinario. Por eso, a la lista de cualidades impuestas a las figuras corporales contemporáneas, rápidamente enumeradas por Foucault en aquella entrevista —delgado, bonito, bronceado— habría que añadir otra importantísima: la juventud. O, cuando menos, el aspecto juvenil. Porque fue justamente en ese febril momento histórico, a fines de la década de 1960 y principios de los años setenta, cuando la juventud se impuso como un valor indiscutible y universal; entonces, la apariencia teen se convirtió en sinónimo exclusivo de la buena forma.
En contrapartida, la vejez no solo perdió sus antiguas glorias y honores, que enaltecían valores hoy claramente anacrónicos como la experiencia y la sabiduría de la madurez, sino que también terminó extraviando casi todo su sentido. «¿Quién intentará, siquiera, lidiar con la juventud invocando su experiencia?», se lamentaba sagazmente Walter Benjamin en los remotos años treinta del siglo XX, esgrimiendo una astuta mirada premonitoria (Benjamin 1994: 114-119). Porque pasarían todavía tres o cuatro décadas antes de que triunfase, por completo, la famosa arenga que aconsejaría «no confiar en nadie con más de treinta años». En 1969, cuando la tendencia ya era innegable, el escritor Adolfo Bioy Casares acuñó una bella sátira de esa tiranía de la juventud inexperta y lozana que se imponía por todas partes. En su lúcida novela Diario de la guerra del cerdo, el novelista argentino relata la gradual implantación de un programa de exterminio de los ancianos y, junto con ellos, la eliminación de toda la fealdad y la impotencia fatalmente asociadas a la vejez. Dos años antes, en 1967, Guy Debord publicó su manifiesto titulado La sociedad del espectáculo, que también contribuye a la comprensión de tales desenlaces. Tanto en aquel libro como en la película homónima, ese último autor denunció el surgimiento de un nuevo tipo de organización social, articulada en función de las apariencias. Así, la imagen de cada uno pasó a ser fundamental para definir quién se es, y los códigos mediáticos que regulan esas imágenes están lejos de ser «libres».
Mientras se deshacían del peso inerte de los viejos tabús y otros fardos oxidados, los cuerpos surgidos impetuosamente en aquella época asumieron otros compromisos y sellaron otros pactos; sobre todo, con los hechizos del espectáculo y sus deslumbramientos audiovisuales. Foucault esclarece aún más: «Como respuesta a la insurrección del cuerpo encontramos una nueva embestida que no tiene más la forma del controlrepresión sino la del control-estimulación» (Foucault 1979: 147). Varias décadas después de esos desplazamientos y sus consecuentes reacomodos, todavía creemos en ese mito del cuerpo juvenil como un valioso capital hiperestimulado que, lamentablemente, se va desgastando con el tiempo, pero que no se debería perder de ninguna manera. Esa creencia, que vislumbra una concentración triunfal de ese capital corporal en la capacidad de exhibir una imagen joven, delgada y feliz, es de las más robustas —y tiránicas— de nuestra época. Sobre esas bases se ha edificado un inmenso negocio: un mercado alimentado diariamente por millones de cuerpos «dóciles y útiles», tanto femeninos como masculinos, de todos los grupos etarios y étnicos, así como de los más diversos estratos socioeconómicos, esparcidos por la intrincada geografía global. Esos cuerpos consumidores se desesperan por comprar, con un entusiasmo digno de mejores causas, una determinada imagen corporal: aquella que se considera válida o adecuada. En ese derrotero, luchan sin tregua por mantener aquello que de todos modos se desvanecerá: una apariencia joven, lisa y buena.
El objetivo consiste en evitar, desesperadamente y con todos los recursos posibles, la caída en la temible casta de la «tercera edad». Todo para no transformarse, así, en un ser humano de segunda —o de tercera, o bien, más precisa y trágicamente: de última— categoría. Una condición a todas luces inferior e incluso deficitaria, porque solo se define por la falta de aquello que irremediablemente se ha perdido pero que otros aún poseen y ostentan con orgullo. Y que, al menos en teoría, se debería poder conquistar o comprar. En ese sentido es que ahora nadie tiene derecho a envejecer. Y, muy especialmente, son las damas las que más sufren los corolarios de esa prohibición. No sorprende que ninguna mujer quiera ponerse «vieja» hoy en día, ya que el dinámico mundo contemporáneo no cesa de martillar que nadie debería dejarse vencer por esas fuerzas obscuras: aquellos fantasmas que, de todas maneras y con tanta insistencia, jamás detienen su asedio. En semejante cruzada, todo o casi todo vale. Incluso algo que resulta muy curioso en una cultura considerada hedonista: el sacrificio de la propia vida, ya sea en sus versiones minúsculas y cotidianas o en la más grandiosa y letal de todas. Esto último se constata en las muertes causadas por complicaciones en cirugías plásticas, por ejemplo, o debido al consumo de anabólicos, a los excesos en la práctica de ejercicios físicos o en las dietas, e incluso a los accidentes con máquinas bronceadoras o tinturas para el cabello.
Una explicación posible para ese peculiar fenómeno emana de los labios de la actriz hollywoodense Virginia Mad sen, quien alquiló su rostro para protagonizar la publicidad del famoso botox, un producto que promete preservar el aspecto juvenil de los rostros que empiezan a arrugarse. Mirando con firmeza a la lente de la cámara, esta celebridad de ocasión asegura que su meta al inyectarse regularmente esa mágica substancia bajo su piel facial no consiste en «tener el aspecto de una mujer de 25 años». En cambio, la atrayente cincuentona —que, sin embargo, no desea convertirse