Comunicación e industria digital. Группа авторов

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       ¿Del feminismo al viejismo?

      A pesar de esas exploraciones de la condición incorporada que se desdoblan actualmente en el terreno de las artes visuales, y aun considerando los sinuosos coqueteos de la cultura mediática con cierto «realismo sucio» hoy en boga, todavía prolifera esa forma de «censura» tan contemporánea, que se aplica con estricta severidad a casi todas las imágenes corporales con derecho a ser exhibidas. A principios del 2008, un caso especialmente emblemático llamó la atención. Se trataba de una fotografía de nadie menos que Simone de Beauvoir, publicada en la tapa de la revista Le Nouvel Observateur en conmemoración de los cien años del nacimiento de la filósofa francesa. La imagen había sido tomada sin su consentimiento, en 1952, y en ella la escritora aparecía desnuda, de espaldas, saliendo del baño, durante una visita a su amante norteamericano Nelson Algren. Pero el verdadero alboroto no fue motivado ni por la salvaje violación de la intimidad de esa mujer fallecida más de dos décadas atrás, ni tampoco debido a su desnudez en rotunda exposición. En cambio —o, mejor, además—, el foco de la tormenta apuntó hacia el procedimiento técnico al cual fuera sometida la imagen en cuestión: ciertos trazos del cuerpo fotografiado habían sido retocados con herramientas digitales.

      En la época en que ocurrió aquella toma furtiva, hace ya seis décadas, la autora tenía 44 años. Transitaba, por tanto, una etapa de la vida en que las mujeres se embarcan peligrosamente rumbo a aquella zona gris que constituye el abismo entre la juventud y la vejez. En otras palabras, diríase que en aquel momento Madame de Beauvoir estaba convirtiéndose en una «vieja». Ese fue uno de los motivos, justamente, por los cuales los editores de la publicación justificaron el uso de Photoshop para retocar sus piernas y otros volúmenes corporales, alegando que los códigos estéticos de la actualidad impiden publicar una foto de ese tipo en la cubierta de una revista sin que antes se la someta al cuidadoso escalpelo de la edición digital. O, como afirmó uno de los participantes del debate: «una falta de respeto habría sido no retocarla» (Sibilia 2008b). El argumento coincide exactamente con una de las premisas de la actual moral de la buena forma, que también alimenta «el mito del Photoshop», como lo denomina Mirian Goldenberg.

      Con su puritanismo rectificador, ese instrumento que hoy resulta tan fundamental para la producción de imágenes corporales, «protege a la mujer de estar verdaderamente desnuda al eliminar las mínimas imperfecciones del cuerpo femenino», explica la antropóloga. «De cierta forma, el Photoshop viste a la mujer al desnudarla de sus arrugas, estrías, celulitis y manchas». En esa púdica tarea, la herramienta digital «crea una nueva piel para la desnudez femenina, que parece ser completamente lisa e inmaculada» (Goldenberg 2008: 81). Al fin y al cabo, valdría agregar aquí otra aclaración importante que sustenta estas prácticas y creencias; y que, sin duda, contribuye a reforzarlas. Como apunta la misma autora, el único cuerpo que «aun sin ropas, está decentemente vestido», según reza la moralidad actual, es aquel “trabajado, cuidado, sin marcas indeseables (arrugas, estrías, celulitis, manchas) y sin excesos (grasas, flaccidez)» (Goldenberg y Ramos 2002: 29).

      Considerando, como telón de fondo, toda esa reconfiguración de los valores en torno a los cuerpos humanos y sus imágenes, vale la pena retomar el episodio protagonizado por Simone de Beauvoir el 2008, tan involuntaria como póstumamente, pero que resulta sintomático por varios motivos. Primero, porque la dueña de esa piel ahora renovada y alisada mediante artimañas informáticas fue una de las principales voces del pensamiento y de las luchas feministas que tachonaron el siglo XX. Segundo, porque las manos de esa autora escribieron cientos de lúcidas páginas sobre los complejos sentidos de la vejez en el mundo moderno y sobre la urgente liberación de las mujeres en una cultura que las oprimía, reduciendo toda la complejidad y la potencia de sus vidas a la administración de un tipo menor de «capital corporal». Y, por último, por el asombro que suscita el hecho de que nuestro ágil siglo XXI no sepa imaginar mejor forma de homenajear todo eso que vendiendo, en primerísimo plano, la imagen de un trasero cobardemente robado y convenientemente retocado.

      Cuesta admitir que actitudes de ese tipo ocurran justamente ahora, cuando «el segundo sexo» dejó de ser adjetivado como débil o secundario, y son muchas las mujeres que avanzan en el ámbito público disputando los cargos más importantes del planeta. Cabe notar que inclusive ellas, esas damas que llegan a instalarse en las cumbres del poder, tampoco logran esquivar del todo las ambiguas severidades de esta insidiosa moral de la buena forma. Un caso que mereció cierto debate fue el de la candidata a la presidencia del Brasil en las elecciones de 2010, Dilma Rousseff, una señora que en ese momento tenía 63 años de edad y cargaba una densa trayectoria política iniciada varias décadas atrás. Hasta entonces, aparentemente, nunca había prestado excesiva atención a las labores cosméticas. A fines del 2008, sin embargo, la entonces ministra del gobierno brasileño se sometió a una serie de intervenciones estéticas bastante radicales —incluyendo cirugías plásticas, dietas, lentes de contacto, tintura de cabello, maquillaje, cambios de vestimenta y peinado— que la dejaron con una apariencia rejuvenecida. «Estoy más parecida conmigo a los cuarenta que a los sesenta», confesó en una entrevista a la revista Marie-Claire, aunque las fotografías de dos décadas atrás la muestren con un aspecto muy distinto al conseguido gracias a los artificios contemporáneos. Y luego añadió, bromeando: «no llegué a los treinta, que era mi sueño de consumo» (Gullo y Neves 2009).

      Las transformaciones físicas de Dilma Rousseff se efectuaron poco tiempo antes de la oficialización de su candidatura; y todo indica que su motivo residió, precisamente, en las posibles consecuencias de tal decisión. Como aspirante a la presidencia nacional, por primera vez en su carrera, la economista ya no dependería de su propia competencia o de las negociaciones y disputas con sus pares, sino que la sentencia estaría en manos de los telespectadores. O, más exactamente, en el despiadado veredicto de los ojos de estos últimos. Se dedujo que muchos de esos votantes prestarían más atención a la textura de la piel, al corte de cabello y a las ropas de la primera mujer que disputaba tal cargo en la historia del país, que a sus palabras e ideas, sus actos o proyectos con resonancias públicas. Todo eso también pronto dejaría de ser propiamente suyo, en realidad, para ser pautado por el equipo profesional de los «asesores de imagen» contratados por el partido político al que se adscribía. A pesar de las diferencias en sus respectivos estilos y actitudes, ataduras semejantes parecen sujetar a la actual presidenta de los argentinos, Cristina Fernández de Kirchner: bordeando ya las seis décadas de vida, nunca ha dejado de dedicar buena parte de sus energías diarias a perfeccionar su apariencia con un uso intenso de cosméticos y otros tratamientos estéticos como el botox, además de escoger cuidadosamente un vestuario sofisticado y jamás repetido para cada ocasión. Algo que no parece pesar sobre ninguno de sus pares masculinos, o al menos no todavía en esa magnitud. Por otro lado y en no pocas ocasiones, cabe notar que todos esos atributos y costumbres también son capaces de despertar más interés que sus propios discursos y acciones.

      A la luz de esos pocos casos rápidamente comentados en estas páginas —por considerarlos sintomáticos de ciertas mutaciones en nuestras creencias y valores relativos a la condición encarnada y, en particular, a nuestra relación con la vejez, sobre todo para las mujeres— vale formular aquí algunos de los cuestionamientos finales de este ensayo. ¿Qué sucedió en las últimas décadas para que, a pesar de todas las victorias obtenidas en el campo de las luchas corporales, hoy resulten habituales ese tipo de actitudes y reacciones, que denotan el insólito vigor de los nuevos moralismos? ¿Sería una insistencia atávica de los rancios machismos que jalonan nuestra tradición, así como de ciertos tabús que aún articulan a la sociedad patriarcal y burguesa? ¿Estaríamos observando, entonces, algo que —con paciencia, buena suerte y nuevos avances— pronto será superado? ¿O tal vez, al contrario, se trata de un cuadro sumamente actual, que expresa una torsión inesperada con respecto a lo que ocurriera en plena batalla feminista de mediados del siglo XX, y que afecta especialmente a las mujeres adultas en este inicio de milenio?

       Un cuerpo posdisciplinario, joven y espectacular

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