Comunicación e industria digital. Группа авторов

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de madurez que implicaría ese proceso.

       Experiencia, lifting y pobreza: ¿un mercado de capitales?

      En ese vértigo de lo descartable y la obsolescencia, que parece dispuesto a arrasarlo todo bajo el ritmo espasmódico de la actualidad, cabría indagar qué restó del clásico enaltecimiento de la experiencia: aquello que constituía la base de la sabiduría ancestral en culturas más respetuosas de esos valores, por ejemplo, y que en plena pujanza modernizadora podría llevar al «progreso» y al perfeccionamiento como fruto del aprendizaje. Según ese tipo de relatos, el bagaje destilado por el vagaroso rumiar de las vivencias —tanto personales como colectivas— solía apreciarse como algo benéfico, inclusive en la pragmática cultura moderna y bajo la lógica productivista del capitalismo. Todo eso podía considerarse un valioso «capital» que se cosechaba a lo largo de la vida y se buscaba resguardar con todo cuidado, como si se tratara de un tesoro sin precio. Pero ahora el tiempo solo parece responsable por derramar sobre nuestros cuerpos una cantidad de rasgos indeseables, tales como arrugas, manchas, várices, adiposidades, estrías y otras aberraciones. Además de esos castigos claramente visibles y palpables, el envejecimiento también se ocupa de oxidar ciertos mecanismos delicados, tales como la creatividad y el dinamismo propios de la actitud juvenil, deteriorando así todos los elementos que por ventura constituyen lo que somos.

      No hay salida, entonces: el material de que estamos hechos se degrada con los avances de la edad. Por eso, como declaraba aquella publicidad, los cuerpos solo pueden ponerse «peores» con el pasar del tiempo. El problema se agrava al constatar que, cada vez más, cuerpo —y tan solo cuerpo— es todo lo que somos. En consecuencia de esa transmutación, no sería «apenas la carne» lo que se deja corromper con la edad, por ejemplo, como rezarían otras narrativas. En cambio, es cada uno de nosotros, por entero, quien «empeora» irremediablemente al envejecer: todo lo que nos constituye pierde valor cuando nos volvemos viejos, ya que en ese cruel proceso ocurre una gradual descapitalización de nuestras púberes virtudes. «Aumente su capital-juventud», invita el típico anuncio de un producto cosmético cualquiera, estampado en la página de una revista e ilustrado con el rostro reluciente de una joven modelo. La mercancía en venta se describe como skin saver chrono, una suerte de ahorrador o un salvador de la piel, recurriendo a un lenguaje que saca provecho de las ambigüedades entre el léxico mercantil y el vocabulario religioso. Además, se asocia a las potencias míticas de la divinidad griega del tiempo, Cronos, pero lo hace bajo un barniz cientificista y en el idioma que más le conviene: el inglés, aun cuando el aviso en cuestión emitiera sus destellos dentro de una publicación francesa. Todos los ingredientes de nuestras pociones mágicas se concentran allí, por tanto, y está claro que hay un precio más o menos módico a pagar por semejante promesa de felicidad, que dejará «su piel 70 % más joven, 88 % más lisa y 94 % más hidratada».

      Algunos ecos dignos de atención brotan de los mensajes de ese tipo, que marcan el compás de esta época con su particular combinación de puerilidad y cinismo, y que tantos dividendos deben rendir a las industrias cosméticas y publicitarias. En 1949 y con su tono rabioso, Simone de Beauvoir denunció la denigrada condición femenina en las páginas de su libro El segundo sexo, afirmando que «el cuerpo de la mujer es un objeto que se compra: para ella, representa un capital que se encuentra autorizada a explotar» (Beauvoir 1967: 170). La más curiosa de esas resonancias es que, más de seis décadas después de que tales constataciones fueran ruidosamente emitidas —y a pesar de todos los avances en las conquistas de derechos y en los cambios socioculturales que sedimentaron nuestro mundo desde entonces—, no ha perdido validez esa noción del cuerpo juvenil de la hembra humana como un capital que conviene invertir con buen tino porque se irá desgastando ineluctablemente. Esa peculiar mitología no solo no se agotó, sino que parece haber crecido en la medida en que se expandió hacia otros segmentos del mercado: lejos de limitarse a las jóvenes casaderas, ahora también alcanza a las viejas e, inclusive, a los varones de todas las edades.

      «La belleza también es cosa de hombres», enseña un anuncio ilustrado con el cuerpo desnudo de un mancebo en pose escultórica que, pudorosamente, esconde su rostro. Y luego alerta que, «más allá de la cosmética y la gimnasia», es decir, cuando esos recursos menos invasivos se revelan insuficientes, vale la pena recurrir a la «medicina estética» y la «cirugía plástica», sobre todo si la intención es resolver problemas como «alisar o rejuvenecer el abdomen», «mejorar nariz, orejas y mentón», «recuperar el cabello», «eliminar el pelo corporal», «blanquear los dientes», «perder peso y eliminar grasas». En una astuta tentativa de negociar con las resistencias culturales que aún estorban la consolidación de ese mercado tan promisorio, este aviso español defiende el «profesionalismo» del equipo que opera en esa «organización médico-estética» que sería la «más avanzada de Europa», utilizando «los últimos avances tecnológicos» para satisfacer los requerimientos de su distinguida clientela. El argumento finaliza con las siguientes invocaciones: «no renuncies a mejorar» y «si eres hombre, llámanos». Puede sonar convincente o no, pero dista mucho de ser la única estrategia puesta en práctica para adobar ese suelo que se adivina fértil. «La nueva dimensión del hombre», proclama el eslogan de otra «clínica de estética masculina» que, sin arriesgarse a mostrar ninguna foto, enumera sobriamente los diversos servicios ofrecidos para instilar esa dimensión masculina recién inaugurada, tales como: rellenos cutáneos, adelgazamiento, implantes capilares, estética facial y corporal, depilación y botox.

      «Al fin y al cabo, usted merece librarse de las marcas de preocupación», explica otra propaganda de cosméticos, muy semejante a las que suelen interpelar al público femenino, aunque ilustrada con la fotografía de un bello rostro masculino cuyos ojos aparecen enmarcados por finas arrugas. Tan discreta como didáctica, esta otra publicidad brasileña destinada a los hombres contemporáneos también se ve en la obligación de explicar los motivos de su propuesta, algo que no requiere aclaración alguna cuando el público al que se desea llegar está compuesto por mujeres. «Hoy en día, cuidar la propia apariencia también significa estar informado y actualizado», advierte el texto del anuncio. Y, de inmediato, recomienda al consumidor que consulte el pintoresco sitio <arrugasnuncamás.com.br> en internet si desea obtener mayores informaciones. «¿Derrotado por la calvicie?», pregunta en este caso un aviso mexicano, mientras muestra a un hombre con la cabeza inclinada en señal de humillación por el aludido fracaso, cuya solución también está en venta: «innovadoras técnicas dan como resultado un trasplante im perceptible» que «minimiza la cicatrización». En suma, pareciera que los mensajes de ese tipo, cada vez más habituales, expresan la voraz universalización de esa noción del cuerpo como un capital cuyo valor alcanzaría su ápice durante la adolescencia, tanto para las mujeres como para los hombres. Una vez atravesado ese umbral, se exige mucha habilidad en la administración de las inversiones individuales para que la propia apariencia no delate la vergonzosa descapitalización acarreada por la edad.

       La carne maldita y la pureza de las imágenes

      «La vejez es la peor de todas las corrupciones», sentencia una frase de bronce atribuida a Thomas Mann. Como bien se sabe, la letanía que aquí nos ocupa no involucra solamente a los discursos mediáticos, tecnocientíficos y mercadológicos, esa triple alianza que comanda la producción de verdades en la contemporaneidad. De hecho, tanto en la historia del arte como en la filosofía y la antropología sulfuran cavilaciones de ese orden. ¿Y quién sería capaz de refutar tan prístina obviedad? Se alude aquí, qué duda puede caber, a esa tendencia a la decrepitud corporal que suele acompasar el ciclo regular de las temporadas y que culmina con el escándalo de la muerte: la peor de las corrupciones. Pero si hoy proliferan las técnicas dedicadas a evitar esa catástrofe es porque esa evidencia se está haciendo cada vez más verdadera, más pesada e incluso absolutamente indiscutible, sin atenuantes. Eso se debe, en buena parte, al hecho de que no disponemos de otras fuentes de encantamiento para los cuerpos ni para el mundo, que sean capaces de contrabalancear el monopolio del mito cientificista —o, cuanto

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