Comunicación e industria digital. Группа авторов
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Se trata de una cuestión de imagen, evidentemente. En el imperio de la cultura audiovisual hoy triunfante, la catástrofe se estampa en los rasgos visibles del envejecimiento, que se consideran marcas de debilidad o señales de una derrota y, por tal motivo, serían moralmente condenables. Ante tal juicio, tener el coraje de ostentarlos impúdicamente equivale a practicar una nueva forma de obscenidad. Pero, ¿qué es exactamente lo que se ofendería con tal desvergüenza? Así como sucede con todas las otras «imperfecciones» e «impurezas» que el tiempo cincela en los cuerpos humanos, las arrugas constituyen un agravio a la tiranía de la piel lisa bajo la cual vivimos. Algo más escandaloso, en fin, que cualquier voluptuosidad sobreexpuesta pero bien torneada. Porque hoy se rechaza «todo lo que parezca relajado, fruncido, flácido, abollado, arrugado, pesado, reblandecido o distendido», como explica el antropólogo francés Jean-Jacques Courtine en sus análisis sobre el surgimiento de un nuevo tipo de cuerpo, en la segunda mitad del siglo XX: el de los fisicoculturistas californianos (Courtine 1995: 86). Ese ideal masculino germinó en sintonía con su equivalente femenino, simbolizado por la muñeca Barbie, cuya longilínea figura modelada en plástico rubio sigue diseminando su eficaz pedagogía a escala planetaria.
En su doble versión de género, por tanto, se trata de un tipo de silueta formateada en los Estados Unidos de la década de 1980, cuando florecieron al unísono dos tendencias paralelas y complementarias: una «obsesión por los envoltorios corporales» y una «cultura visual del músculo» (Courtine 1995: 83 y 86). Luego del éxito irradiado por esa nueva modalidad corporal a escala global, se extendió la creencia de que ningún esfuerzo debería ser ahorrado a fin de convertir al propio cuerpo en una imagen de una pureza jamás vista, como un «dibujo de anatomía» que revelase una «tensión máxima de la piel» y una taza de gordura «monstruosamente baja» (Courtine 1995: 86 y 114). Se generalizó, así, una lucha cotidiana contra la terquedad de la carne, en la cual los sujetos contemporáneos se embarcan con la intención de alcanzar una virtualización imagética tan descarnada como descarnante. Así es como opera la moral de la buena forma: sometidos a todas las presiones del desencantado y placentero mundo contemporáneo, los individuos son interpelados por los discursos mediáticos y por el aluvión de imágenes que enseñan tanto las facciones como las leyes del «cuerpo perfecto»; al mismo tiempo, se los informa sobre todos los riesgos inherentes a las actitudes y los estilos de vida que pueden apartarlos peligrosamente de ese ideal. De ellos dependerá tornarse lo que son: ya sea transformando sus cuerpos en un escaparate de sus virtudes y su envidiable bienestar, o todo lo contrario.
Pero sucede que el simple hecho de vivir —el azar de ser un cuerpo vivo, orgánico y material— ya es una enorme desventaja en esa misión, puesto que casi todo conduce al fatídico deterioro físico. Comer, por ejemplo, aunque sea exclusivamente alimentos leves y saludables; o tan solo estar en el mundo mientras el tiempo transcurre y va dejando sus abominables secuelas impresas en la carne. Todo conduce, inexorablemente, a la degeneración. Cabe formular, entonces, una nueva versión de la pregunta central: ¿en pleno auge del «culto al cuerpo», qué es exactamente lo que veneramos? A pesar de todos los avances, las luchas y las liberaciones que supimos conseguir, en pleno siglo XXI, todavía se acusa a nuestros cuerpos de ser impuros y malditos. Claro que en otros sentidos, muy distintos de los que estigmatizaban a la carne humana bajo el cristianismo medieval, por ejemplo, o incluso de aquellos otros que disciplinaron sus movimientos y deseos a la sombra de la moderna moral burguesa. Pero hoy el cuerpo sigue bajo sospecha y se lo somete a una intensa vigilancia, ya que su carnadura insiste en tender fatalmente a las tentaciones y las corrupciones. Si antes los horrores suscitados por tal condición tenían la tonalidad de la trascendencia religiosa o del intimismo laico —que podía involucrar pecados terrenos, culpas interiorizadas y expiaciones divinas—, la nueva versión de esos pavores recicla las antiguas penalidades para reorganizarlas en torno de un eje que pertenece al orden de las apariencias. Por eso, las tentaciones ahora asumen otras formas: alimentos calóricos, drogas, cigarrillos, alcohol, hábitos sedentarios y otras costumbres que se consideran insalubres o pecaminosas. La corrupción, por su parte, se presenta bajo la sombra del envejecimiento y todo su séquito de efectos colaterales desagradables: flaccidez, gordura, despigmentaciones, arrugas, calvicie, entre otras señales de la organicidad perecedera y la finitud biológica.
Son múltiples las repercusiones de esos desplazamientos en nuestros cimientos morales, cuyos impactos resuenan por todas partes. Un ejemplo sería la aversión provocada por ciertas imágenes que muestran escenas eróticas protagonizadas por ancianos, como es el caso de la película Wolke neun, del director alemán Andreas Dresen, presentada en español bajo el título Nunca es tarde para amar, aunque una traducción más literal sería algo así como La nube nueve. Ese largometraje se convirtió en blanco de polémicas y generó mucha discusión al estrenarse, en el 2008. ¿El motivo? Haber osado exponer, en la pantalla grande del cine, los cuerpos desnudos de una mujer y dos hombres, todos septuagenarios, ejerciendo sus pasiones carnales en un clásico triángulo amoroso. O sea, el tipo de visión que no habría espantado a nadie si los personajes fueran interpretados por actores jóvenes y bien esculpidos, pues no ha sido ni la desnudez ni la intensidad sexual de los actos lo que tornó esas imágenes perturbadoras. Sin duda alguna, la incomodidad tuvo otro origen: el filme desafió a la rígida (aunque bastante hipócrita) moral vigente, que impone las tiranías del aspecto juvenil obligatorio y condena a la invisibilidad todo aquello que osa distanciarse de esa norma tan tenaz.
Un efecto comparable fue provocado por la ilustración de un reportaje que anunciaba una noticia: el primer matrimonio civil celebrado en la Argentina por dos mujeres, en abril del 2010. Más allá de las controversias emanadas del propio texto informativo y de la novedad que se estaba divulgando, lo que más irritó la sensibilidad del público lector —a juzgar por los comentarios dejados en las versiones online de los periódicos— fue la foto: una imagen que mostraba el beso feliz de la pareja recién casada, con un ramillete de flores y la certificación de casamiento en la mano de una de las novias. La causa del estupor fue el hecho de que las cónyuges tenían 67 y 68 años de edad, respectivamente, y la mayor incomodidad moral provenía del aspecto de ambas señoras: una apariencia física asociable a la figura de la típica abuela, muy lejos de las divas bien conservadas a las que la industria del espectáculo habituó nuestra mirada. Se notaba, además, en las dos siluetas entrelazadas en ese abrazo apasionado, la inexistencia de cualquier esfuerzo visible por disimular tal condición de «viejas», lo cual las alejaba todavía más de aquellas imágenes sensuales y glamorosas que nuestra tradición mediática suele asociar a los perfiles de las amantes lesbianas (Marianetti 2010).
Un tipo de pudor semejante a ese que lleva a censurar la exhibición de pieles arrugadas, especialmente si se las sorprende en situaciones con connotaciones eróticas, es aquel otro que silencia las imágenes de cuerpos gordos, sobre todo cuando estos también cometen el atrevimiento de asumir alegremente su peso y su tamaño en evidente desnudez, o cuando practican actos abiertamente carnales como comer o fornicar. Se trata de otro tabú raramente desafiado en las producciones audiovisuales contemporáneas, aunque ese camino ya empieza a ser recorrido y amenaza estallar a la brevedad, debido a su potencial apelativo como un nuevo nicho espectacular. Por lo pronto, y con alta diversidad tanto estética como política, episodios de ese tipo pueblan algunos recovecos de internet, genuino antro de las «imágenes aficionadas», además de aparecer en películas más o menos alternativas como Batalla en el cielo, del mexicano Carlos Reygadas (2005), y Estómago, del brasileño Marcos Jorge (2007).
Pero si se trata de poner en escena ese «cuerpo explícito» que las imágenes mediáticas tanto procuran acallar, el campo de las artes plásticas hace ya bastante tiempo que lleva la delantera: desde las feministas enfurecidas de la década de 1970, como Carolee Schneemann y Judy Chicago, hasta las pinturas más actuales de Lucien Freud y Jenny Saville, pasando por las esculturas de Rebecca Warren y Berlinde de Bruyckere, las instalaciones de Gilles Barbier y Wang Du, las fotografías de John Coplans e Yves Tremorin, los retratos de Aleah Chapin e Ignacio Estudillo, solo para mencionar algunos nombres casi al azar. Porque el catálogo es inmenso y sumamente variado; además, la tendencia parece muy vigorosa e incluso