Una ficción desbordada. Giancarlo Cappello

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de la felicidad y la desdicha.

      La moderada combinación de estos elementos resulta fundamental sobre todo si debe ser desplegada en una magnitud finita de espacio y de tiempo. Entre los capítulos VI y VIII, Aristóteles se refiere a la extensión y el orden como base de la belleza de la obra, la misma que debe articularse, de preferencia, sin incluir tramas secundarias que distraigan la acción principal. Sin embargo, el hecho de proponer una sola línea de acción no supone componer una historia simple. Por el contrario, la Poética ofrece ingenios para embellecerla. Por ejemplo, que sea compleja: es decir, que incluya peripecia y anagnórisis. Las peripecias son hechos que alteran los sucesos de la historia marcando un cambio de fortuna. La anagnórisis está vinculada al reconocimiento que hace el personaje de sí mismo o del mundo o de los demás, es la revelación que determina su destino. Que sea patética: puesto que los lances patéticos son eventos que dan un giro al curso de la acción por las muertes que se producen en escena, ya sea por asesinatos, naufragios o heridas. Que se base en los caracteres, que se ocupe de la humanidad de los personajes. Por último, que proporcione un buen espectáculo, entendido este como los artilugios que componen la puesta en escena.

      Los relatos audiovisuales de hoy son pródigos en recursos que parten de estas ideas. De hecho, su formalización ha dado como resultado grandes convenciones narrativas como los géneros: el melodrama sostiene su fuerza dramática en la anagnórisis, la aventura sin peripecia no es aventura, el terror es la consumación del patetismo, los thrillers descansan en la compleja construcción de los caracteres y, de entre todos, quizá sean la ciencia ficción y la fantasía los que mejor despliegan el concepto de espectáculo y puesta en escena.

      De todos los postulados, la catarsis es el principio más famoso. Aunque no hay mayor explicación acerca de su sentido en la Poética, la convención indica que está referido, en el caso de la tragedia, a la purificación de las emociones a través de la piedad y el terror. De acuerdo con esto, las fuertes emociones contempladas en una imitación poética liberarían el exceso de nuestras emociones y pasiones, y, de este modo, apaciguarían el espíritu. Al postularse como el efecto poético que persigue el drama, ha llegado hasta nuestros días –no pocas veces– como una suerte de cometido para con el público, a fin de aleccionarlo, estimular su reflexión o, sencillamente, hacerlo partícipe de una experiencia significativa. A fin de cuentas, todas son lecturas, con mayor o menor consenso, que sustentan un filón crítico o una impostación estética.

      Al conjunto de normas que parte de las ideas de Aristóteles se le conoce como diseño clásico. Como señala Robert McKee (2008 [2002]), se trata de fundamentos que permiten construir una historia que orienta al público a enfocarse en un protagonista que lucha en pos de un deseo u objetivo, enfrentando fuerzas antagónicas a través de un tiempo continuo, dentro de una realidad ficticia coherente y causalmente relacionada, hasta llegar a un final de cambio absoluto e irreversible.

      Alrededor de este diseño se han cerrado filas y a partir de él se han construido también vanguardias, quiebres, deconstrucciones y experimentaciones con un éxito mayor o menor, sostenido o no en el tiempo. Aunque parezca que no es posible escapar a este esquema, no se trata de una condena, pues admite variaciones y reformulaciones que corren por cuenta del escritor y su tiempo. De hecho, eso es lo que espera el público cuando se instala frente a una pantalla: le interesa la excepción, la pequeña ruptura, la conjugación diferente; de lo contrario, todas las historias serían iguales. No se trata de inventar un nuevo lenguaje cada vez, sino de transformarlo, de torcerlo levemente en función de las particularidades de cada historia, lo que consigue la comodidad del público frente a esa diferencia. Después de todo, la originalidad y las diferencias se inscriben en una base común. A decir de Yves Lavandier (2003), la nobleza de una obra depende tanto de lo que la distingue como de lo que la acerca a las demás: para que una obra de arte sea grande debe tener puntos en común con sus semejantes.

       2. El Paradigma

      El diseño clásico ha llegado hasta nuestros días tironeado de un pragmatismo que lo ha rebautizado como el Paradigma y que le ha valido amantes y detractores. Los primeros no pueden resistirse al boceto infalible que propone su nombre. Los segundos detestan precisamente esa reducción del arte narrativo a un elenco de pasos a modo de recetario. Ambos señalan a Aristóteles como responsable: para los primeros es una suerte de gurú y para los segundos es un gurú que se equivoca. Pero lo cierto es que ambas posturas se construyen sobre un sesgado entendimiento de la Poética, o de haberla entendido a través de autores que usaron sus ideas con un criterio homogeneizador; de tal forma que lo que se discute no son los fundamentos aristotélicos, sino cierta interpretación generalizada que se ha hecho de las ideas del filósofo.

      Aristóteles es doxa, no episteme. La Poética establece un marco que cada autor manipula de acuerdo con su sensibilidad, talento y competencia. De ninguna manera puede verse como una fórmula, porque corre el riesgo de generar obras atávicas. Sus postulados surgieron de observar las obras de Agatón, Aristófanes, Crates de Atenas, Eurípides, Sófocles, entre otros, y tienen un tono orientador, pues señalan las características requeridas para componer un bello poema. Si en algún momento este compendio perdió su impronta de enfoque matriz para volverse un paradigma, fue a mano de los procesos que vinieron aparejados con la industrialización –en este caso, del relato audiovisual y, específicamente, del cine–, que lo convirtieron en una suerte de molde al otorgarle una infalibilidad que tiene más de facilismo que de asimilación de conceptos.

      El llamado Paradigma normaliza la Poética, le otorga un orden, una secuencia. Establece una estructura donde los componentes más importantes del texto se vuelven dispositivos capaces de reunir públicos de distintas realidades, socioeconómicas y culturales. De ahí que Yves Lavandier (2003) llame modelo sintético al Paradigma, porque representa una síntesis del diseño clásico a partir de cierta experiencia generalizada de consumo.

      El Paradigma se asentó gracias a los manuales de guion que aparecieron a inicios de los años ochenta en Estados Unidos, alentados por un aparato comercial que subía cada vez más sus apuestas y reclamaba beneficios. Es la época de la ley Reagan, que permitió a los estudios tener nuevamente control sobre la exhibición tras la ley del Tribunal Supremo de 1948. La adquisición de salas por parte de los estudios desató una guerra por las recaudaciones e hizo necesario que las películas se estrenasen en varios locales en simultáneo y que obtuvieran éxito inmediato durante al menos una o dos semanas.

      La búsqueda del grial que asegurara la taquilla empezó, probablemente, en 1979, cuando Syd Field, guionista y productor para David L. Wolper Productions y director del Departamento de Guiones de Cine-mobile Systems, escribió la que sería considerada una biblia: El libro del guión. Field es autor de una pragmática férrea, sus enunciados son como comandos que deben ejecutarse indefectiblemente y jamás pierde de vista la importancia de enganchar al auditorio. Su base es la estructuración en tres actos: principio o arranque, medio o confrontación, final o resolución. A lo largo de este esquema, ordena distintos conceptos, como peripecias y lances patéticos, pautando el momento en que deben ocurrir y cuánto deben durar.

      Junto a Field aparecen otros nombres, como Linda Seger, Doc Comparato, Robert McKee, Christopher Vogler e Irwin Blacker. Sin embargo, Field se destaca de todos ellos no solo por su influencia, sino porque, a diferencia de los otros que sí conceden diferencias y reformulaciones, ninguno como él pone el acento en la estructura, lo que dota de solidez a su planteamiento, pero al mismo tiempo lo encapsula. Comparato, por ejemplo, considera su texto De la creación al guión (1992) una suma de fundamentos, técnicas y normas que el guionista debe conocer para luego saltarlas y reinventarlas. McKee, aunque usa el mismo tono de Field en El guión: sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones (2002), no postula una estructura definitiva en beneficio de un mejor desarrollo del personaje y de la historia. Todos ellos, y varios otros, en mayor

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