Una ficción desbordada. Giancarlo Cappello
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5. Los héroes cansados de la modernidad
A partir del realismo, los relatos van dejando de responder a la necesidad de hacer vivir a un personaje para procurar encontrar al hombre en medio de la confusión en que se desenvuelve. John le Carré tiene una frase que resulta ilustrativa, la pone en boca de Alec Leamas, protagonista de una de sus novelas: «Se necesita ser un héroe para ser simplemente una persona decente». Le Carré, arquitecto de intrigas en las que el espía no es un protagonista arrojado, valiente ni seguro, sabe que para trabar empatía con sus personajes no hace falta presentarlos como infalibles o todopoderosos, sino como sagaces burócratas que jamás han disparado un arma ni han planeado un asesinato, es decir, como tipos carentes de magia, prosaicos, cotidianos. Porque si algo reconforta hoy, es la idea de que seres comunes puedan ser capaces de grandes hazañas. El mundo ha cambiado. Antes, uno podía sentirse a gusto: por más enigmático y sórdido que se presentara el problema, los héroes lo resolverían y jamás experimentaríamos el desasosiego. Hoy, en cambio, los héroes nos invitan a asumir la intranquilidad sin aspavientos y a resignar la gloria.
Pero si el héroe cambia, cambia también su mundo interior, su perspectiva psicológica y espiritual acerca del mundo. Sobrevivir a la muerte, por ejemplo, burlarla, escamotearle su derecho a disponer de nosotros, ha supuesto, desde antiguo, uno de los grandes méritos del heroísmo. Sin embargo, la muerte de hoy no es la misma vieja Parca de antaño: ha transmutado en nuevas amenazas, ha sufrido una metástasis hipertrofiada, se ha tornado más ubicua y puntual que cuando arrebató el aliento al pélida Aquiles en forma de flecha certera. Hoy, al héroe la muerte le sienta bien, pero ya no en la dimensión trágica de su esencia, sino en un sentido cotidiano. La relación del héroe con la muerte ha superado el esquema cazador-presa. Acaso sigue siendo polarizada, pero se ha tornado imprecisa, difusa, maldita, cargada de amor-odio, de mutua complicidad y mutuo sabotaje, sobre todo cuando la tragedia no consiste en morir, sino en permanecer con vida.
Esta dimensión humana del héroe, sus fisuras de conducta y la pérdida de ejemplaridad moral nos acercan a un tipo absolutamente terrenal: «Athos, un borracho; Porthos, un idiota; Aramis, un hipócrita conspirador…», dice el personaje de Liana Taillefer en El club Dumas de Arturo Pérez-Reverte –y su diagnóstico parece certero–. La modernidad supone un nuevo desplazamiento de la figura del héroe. Si el romántico necesitaba sublimes campos de batalla que le permitieran salir del ámbito de lo social, el realismo nos muestra un escenario que solo puede ser social. El héroe ya no necesita ser noble o predestinado. Su proverbial individualismo, signado por la astucia, las ambiciones y los deseos terrenos, es su mejor insignia y galón. Los nuevos relatos tienen como protagonistas y antagonistas a la vez a tipos audaces, efectivos, pero también hipócritas redomados y fingidores, que entienden que la sociedad es un juego donde la mediocridad acecha y ellos no pueden fallar. La modernidad es un tiempo pragmático, su concepción de base dice que solo es verdadero aquello que funciona, de modo que el héroe se liga más que nunca a la verosimilitud.
Cada periodo de la historia ha dado origen a un héroe específico, a un hombre capaz de reunir las características de su época. Así, el héroe contemporáneo, el hombre de talento en cualquiera de sus manifestaciones, no necesitará más de la habilidad física o de los dones de algún mago; su mejor golpe será ahora el argumento contingente y su arma favorita el ingenio multiforme, velado e industrioso a la vez. El cine y la televisión han operado como vehículos esenciales en la magnificación de esta realidad; sin embargo, quien define y legitima la dimensión de lo heroico es el público. El héroe resulta de una relación extratextual y en referencia a la ideología de la sociedad, por eso, los relatos que forman parte de una tradición asientan una identidad. Los héroes viven en la memoria colectiva, sirven de ejemplo y explican la relación del hombre con el mundo. El pueblo conserva sus historias porque ayudan a entender lo que fue el pasado, sirven para interpretar el presente y alertan acerca de lo que puede ser el futuro (Eliade, 2002).
Todo esto hace que las bondades agonísticas del mito resulten insuficientes y restringidas a la hora de pensar un héroe para estos días. Es preferible asumir como héroe al personaje protagonista, pues generalmente representa el sistema de valores propuestos en el relato. Es más, podríamos ir más lejos e imaginar que héroes son todos los personajes que describen un recorrido narrativo para alcanzar sus objetivos, porque en tiempos en que los valores epistemológicos resultan relativos no existe un único objetivo/valor que se yerga por encima de los otros. Dicho esto, entenderemos como héroes no solo a Jason Bourne, Tony Stark o Harry Potter, sino también a George Bailey, el generoso padre de familia abrumado por la quiebra que decide suicidarse en It’s a Wonderful Life! (Capra, 1946); a Ted Stroehmann, el torpe y tímido joven que no desfallece por conseguir el amor de Mary en There’s Something About Mary (Farrelly, 1998); a Ju Dou, la joven cautiva de un mercader de telas que quiere un hijo varón a toda costa en Ju Dou (Zhang Yimou, 1990); a Sandro, el niño de 10 años que es testigo del asesinato de su madre y se las arregla solo en las calles de Copacabana en Última parada 174 (Barreto, 2008); o a Kevin Arnold, el joven que descubre la vida mientras crece a fines de los sesenta en la teleserie The Wonder Years (ABC, 1988-1993).
De la épica a la comedia, del horror al thriller y el romance, los protagonistas viven su personal aventura en el mundo, pero en todos los casos estaremos ante pasajes reconocibles, personajes familiares, escenas repetidas, imágenes y motivos heredados que al conjugarse brindarán un sentido específico y nos vincularán directamente con un tiempo, una experiencia y un entorno concretos. Enmarcada en el diseño clásico, la estructura mítica se configura como un eficiente patrón de conexión y sintonía con la audiencia al ofrecer la descripción ideal del camino de los hombres a través de sus vidas: mientras descubren su propia aventura, se descubren a sí mismos y viven de forma vicaria la realización de sus aspiraciones más sublimes.
6. La estructura cuestionada
Si el Paradigma y el viaje del héroe se asentaron a comienzos de los ochenta, fue porque encontraron la hierba propicia para arder. El éxito de las fábulas sencillas propuestas por George Lucas y Steven Spielberg, distintas de las formas que antes habían discutido el diseño clásico, encajó perfectamente con el conservadurismo galopante de Margaret Thatcher o Ronald Reagan. Se encumbraron como ideales para un tiempo prolífico en movimientos reaccionarios e iniciativas de control y vigilancia, en una época signada por el sida, por el miedo, en fin, para un tiempo cargado de angustias. En ese contexto, los relatos desesperanzados de los años sesenta y setenta abandonaron su impronta particular para abrazar la estructura reparadora y renovar así los vínculos con el auditorio.
Experiencias normativas como las que hemos descrito son el resultado de la institución de contextos específicos y, ciertamente, constituyen el punto de partida de reformulaciones, debates y ensayos disruptivos cuando estos se agotan. Por eso, cuando a mediados de los años noventa las variables del entorno experimentaron una serie de cambios vertiginosos y el centro sensible que regía el Paradigma quedó expuesto, el modelo empezó a ser cuestionado en un nuevo esfuerzo por ajustar las clavijas a lo que los alemanes llaman weltanschauung, «el espíritu de nuestro tiempo». El relato es consustancial a la transformación de las sociedades. Entender esto es fundamental porque, al momento de hacer su trabajo, el narrador selecciona y desarrolla un material que surge del tiempo en que vive para luego representarlo a través de acciones que son el resultado de la relación entre los individuos y su medio. De modo que, para entender las nuevas formas narrativas, convendría preguntarse: ¿cómo son este tiempo y esta nueva circunstancia de vida?
Desde fines del siglo XIX, la narración ha estado estrechamente vinculada a la modernidad y, como puede observarse en la tradición literaria y teatral que luego continuará el audiovisual