Congreso Internacional de Derecho Procesal. Группа авторов
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Solo este dato debería desmontar la idea de que el juzgador pondrá más ahínco que las partes en solucionar los litigios no penales que debe procesar y juzgar. Cuando construcciones como las que venimos denostando —supuestamente científicas— están asentadas en una o varias falacias jurídicas y lógicas, nada bueno puede reportarnos este engendro.
Así que, cuando un ideario no se compadece con el orden normal y natural de ocurrencia de las cosas, su fracaso es previsible. Y el fracaso de los sistemas procesales civiles donde los jueces están por encima (muy por encima) de las partes, abreva de una mala idea: la de otorgar más poder a quien ostenta poder. Y los jueces son los funcionarios públicos que, al decidir sobre la honra, el destino familiar o el patrimonio de las personas, entre otros bienes de la vida, son portadores del poder más intenso de todos: el de punir o no punir, civil o penalmente.
La visión garantista sobre la actuación y fines de la jurisdicción en los procesos no penales apuesta a fines muchos más modestos de que los que se arroga el publicismo. Y somos mucho más “prevenidos”. Lo somos porque, a los que deciden y ostentan el poder de punir, sencillamente no se les puede extender un documento firmado en blanco. No nos persuade la pueril justificación de que se debe suministrar al juez de turno todas las armas procesales para que arriben a la verdad y la justicia del caso concreto. Ya es suficiente que ese juez de turno respete, frente a los que litigan, el principio de congruencia, y que falle conforme lo afirmado, refutado y probado por las partes.
Nuestra reacción y las prevenciones denunciadas no pecan de exageración. Cuando un paradigma es el responsable de los descalabros que vengo describiendo, es inevitable que se produzca en el ámbito de cualquier ciencia, en este caso —el de la ciencia procesal— una tendencia irrefrenable a sustituir, desplazar y reemplazar ese paradigma estéril y dañino. Thomas Kuhn y Karl Popper nos enseñan que, en esa instancia y frente a esa toma de conciencia de la comunidad científica, comienzan las etapas de refutación a los fines —se reitera— de derribar el paradigma reinante y sustituirlo por otro de signo distinto por el que valga la pena apostar. Asumimos que, para una comunidad científica encolumnada detrás de un paradigma equivocado es difícil, o directamente se negará a detectar el error, en especial si se trata de construcciones que se entendían ya consolidadas y libres de impugnación.
Ha comenzado, entonces, una etapa de crisis, de convulsión de dudas, para la comunidad científica. En este contexto, el paradigma publicista sobre la incumbencia probatoria “oficiosa” de los jueces no cabe duda de que hoy se halla en etapa de una crisis casi terminal. Y esa crisis era previsible desde el mismo momento en que nació la idea madre que lo engendró: bien mirado, “el debido proceso de las garantías constitucionales”, como lo tituló en una de sus obras Adolfo Alvarado Velloso (2003), jamás podrá cumplir con su función esencial: la de ser garantía para los justiciables si, a la par, se imponía a los jueces el deber de probar oficiosamente.
La denuncia de las falsías del paradigma publicista provino de voces disidentes pronunciadas no solo en América, donde Adolfo Alvarado Velloso enarboló esa bandera: en Europa tuvo un bastión en el pensamiento de Franco Cipriani (1995) y de Montero Aroca, entre otros. El procesalista español nos ilustró sobre lo riesgoso del desborde que puede provocar el hecho de privilegiar la figura del juez —en definitiva, la del Estado— sobre los particulares enfrentados en un conflicto. En sus palabras:
Frente a la idea de que el proceso es cosa de las partes, a lo largo del siglo XX se ha ido haciendo referencia a la llamada publicización del proceso, estimándose que esta concepción arranca desde Franz Klein y de la Ordenanza Procesal Civil austriaca de 1895. Las bases ideológicas del legislador austriaco, enraizadas en el autoritarismo propio del imperio austro-húngaro de la época y con extraños injertos, como el del socialismo jurídico de Menger, puede resumirse en estos dos postulados: 1) El proceso es un mal, dado que supone una pérdida de tiempo y de dinero, aparte de llevar a las partes a enfrentamientos con repercusiones en la sociedad, y 2) El proceso afecta a la economía nacional, pues impide la rentabilidad de los bienes paralizados mientras se debate judicialmente sobre su pertenencia. Estos postulados llevan a la necesidad de resolver de modo rápido el conflicto entre las partes, y para ello el mejor sistema es que el juez no se limite a juzgar, sino que se convierta en verdadero gestor del proceso, dotado de grandes poderes discrecionales, que han de estar al servicio de garantizar, no sólo los derechos de las partes, sino, principalmente, los valores e intereses de la sociedad. (Montero, 2000, pp. 319 y ss.)
De las expresiones de Montero Aroca volvemos a nuestras propias reflexiones, porque en esta hora actual nos interesan más las propuestas que las críticas, más la construcción de las teorías propias que la destrucción de las ajenas, apostar más por el futuro que medrar en el pasado.
1.1. El ideario garantista sobre las incumbencias probatorias
En el ideario garantista observa el Poder Judicial, identificando y rescatando aquello que está en su naturaleza y que podría suponer una obviedad, pero no lo es, que es un poder del Estado “a secas”, y que ese poder es ejercido por funcionarios elegidos autocráticamente. Estos datos objetivos hacen redoblar la prevención que sentimos frente el accionar discrecional de los jueces. Sería saludable que se hiciera carne la idea de que, para que el Poder Judicial pueda privar a una parte procesal de un “bien de la vida jurídica”, se le debe exigir —en todo sistema procesal que se precie de alinearse con las constituciones liberales del continente— que otorgue una suerte de blindaje para asegurar las condiciones necesarias y suficientes a los fines de legitimar y validar la aplicación de la siempre ominosa decisión de dictar una sentencia de absolución o condena.
No existen, en el modelo garantista, medias tintas o mixtura de conceptos referidos al poder de los jueces. Su limitación —en especial, en materia de pruebas oficiosas— se trata de un núcleo irrenunciable de nuestro ideario. Si debiéramos, con vocación de síntesis, buscar un término que exprese en qué consiste (cuál es la función) del proceso civil (y de suyo el proceso penal) y la actividad que deben cumplir los jueces al procesar y sentenciar en ambas esferas, concluiríamos que se trata de brindar una cadena de garantías para los justiciables, elevada frente al derecho de punir del Estado. O, dicho en otras palabras, un sistema de esclusas, de control, de frenos y contrapesos para que el proceso y la sentencia fluyan en un marco predecible y gozar de una decisión congruente con los hechos afirmados, refutados, confirmados y valorados en la causa.
Así, a modo de un catálogo (no taxativo), enuncio ciertas ideas fuerza que requerimos de un sistema de procesamiento y de las incumbencias que se otorguen a los jueces en los procesos de conocimiento, donde no existe certeza alguna de que el afirmado derecho que se atribuye el actor es tal (queda claro que para cierto tipo de procesos de conocimiento: daños provocados por cosas riesgosas, consumidores, etcétera, puede existir la presunción de responsabilidad y una cierta flexibilidad sobre el estado de inocencia como la que existe para procesos de ejecución), pero, para el común de los litigios de conocimiento, el ideario garantista exige:
1. Respeto irrestricto a las leyes sustantivas y procesales preexistentes que, a su vez, con redacciones precisas y claras, posibiliten que el “bien de la vida” que se pretende por el actor solo será concedido (principio de legalidad procesal o prohibición de leyes ex post facto) si de las constancias de la causa se ha construido debidamente la responsabilidad civil, contractual o extracontractual del demandado. En caso contrario, debe primar el principio de inocencia y se impone, al sentenciar, su absolución.
2. Juez o tribunal competente, que supone un juez independiente (con independencia interna y externa en función de la