Congreso Internacional de Derecho Procesal. Группа авторов

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o reconvenido según correspondía a unos u otros la carga de probar los hechos que permanezcan inciertos y fundamenten sus pretensiones.

      Segunda premisa. Si llegara a un estado de certeza positiva que provocara el dictado de una sentencia de condena, ese estado de certeza solo debería formarse a partir de la actividad —exclusiva y excluyente de las partes— sobre quienes pesa la carga de cumplir acabadamente con la afirmación, confirmación y valoración de los hechos y de las pruebas sostenidas e incorporadas al proceso. Si la actora, por caso, afirmó deficitariamente o no confirmó los hechos constitutivos de su pretensión, por imperio del mandato constitucional ya comentado, el camino procesal a seguir por el juzgador es legitimar procesalmente el estado de inocencia que —constitucionalmente— beneficia al demandado, dictando una sentencia absolutoria.

      Tercera premisa. Si el juzgador llegara a un estado de certeza negativa, deberá sin más rechazar la demanda, consagrando el estado de inocencia que asiste al demandado en los procesos civiles de conocimiento.

      Ahora bien, cuando un juez despacha una medida para mejor proveer (supliendo la negligencia probatoria de la parte), todo se trastoca. Si la negligencia de la parte —originada en el incumplimiento de las cargas procesales de afirmar y probar— impidió al juzgador llegar al estado de certeza positiva y, en su lugar, se instaló la duda jurídica, la pretensión (por respeto al estado de inocencia de las personas), insisto, no debe ser acogida. Solo subrogando indebidamente los roles procesales y rompiendo el fiel de la balanza puede torcerse el destino jurídico que el juzgador debía respetar. Por tanto, debe quedarnos en claro que el precio a pagar (en términos de supresión de garantías constitucionales, por esta insólita impostación de roles) es muy alto, tan alto que no tiene que asumirse.

      Tenemos entonces que, con el despacho oficioso de una “medida para mejor proveer”, es posible que el juzgador forme esa certeza positiva (que antes de su propia actividad probatoria no tenía, ya que estaba o en estado de duda o en estado de certeza negativa). Es más: también es factible que esa certeza (autoprovocada oficiosamente por el juez) confirme la efectiva ocurrencia de los hechos articulados en la demanda (que, de otra forma, no hubieran quedado demostrados). En otras palabras, puede darse el caso que con la actividad probatoria desplegada por el juez se llegue a la verdad procesal de lo acontecido (entendido el término verdad en el sentido de que exista correlación entre lo afirmado y confirmado en la causa, aunque, insisto, esa confirmación llegue por vía indebida).

      Esa es la principal bandera levantada por quienes sostienen que con el despacho oficioso de una medida probatoria (que a la postre otorgue al juez la certeza que antes no tenía) se cristaliza el compromiso con la verdad y la justicia a la que el juzgador no puede ni debe renunciar (por tratarse de un auténtico deber funcional) y que tiene que ejercitarse siempre. En esa inteligencia, sostienen que las medidas para mejor proveer no suponen contaminar de parcialidad del órgano jurisdiccional, por cuanto —al ordenarla— no sabe si esa medida va a beneficiar o perjudicar a algunas de las partes.

      Estamos ante un argumento engañoso. Es lógico que el juez no pueda conocer cuál será el resultado de la medida oficiosa de prueba que despacha. Si, por caso, en un litigio en el que se pretende el resarcimiento de lesiones corporales de la presunta víctima no se produce la prueba pericial médica y el juez, advertido de ello, la despacha de oficio, hasta tanto se materialice el dictamen no puede conocerse si esa víctima padece o no las lesiones descritas en la demanda, o cuál es su grado incapacitante. Esto está claro. Pero sí se puede detectar, con relativa facilidad, la finalidad procesal que persigue el juez al generar una prueba que no fue ofrecida o producida por la parte (que tenía la carga de acreditar el extremo fáctico, base de su pretensión). En efecto —e iterando lo antes expresado—, si ante la insuficiencia de prueba de la parte actora el juzgador tenía dudas en acoger la demanda (en el ejemplo utilizado, la ausencia de la pericia médica), y con el despacho de la medida las disipa, llegará así a una sentencia de condena en contra del demandado producto de su propia actividad probatoria (cuando sin el concurso de esa actividad oficiosa se hubiera impuesto el rechazo de la pretensión). El juez, en este caso, no se ha limitado a fallar el conflicto, sino que al probar (cuando la parte no lo hizo) se ha involucrado en tal forma que torció el curso de su decisión inicial. Así se pasó de un rechazo de la pretensión (que conforme a lo afirmado y probado se imponía) ¡al dictado de una sentencia favorable para el accionante!

      A su vez, si el juzgador hubiera adquirido la certeza positiva de condena, va de suyo que el despacho de la medida probatoria sería innecesario: simplemente debe dictar el pronunciamiento en contra del accionado. Y si el juzgador tenía la certeza necesaria para admitir la demanda, pero se le ocurre librar una medida para mejor proveer que, a la postre, destruye esa certeza, la duda (que autoprovocó) terminará con el rechazo de la pretensión deducida por el actor. Luego, considerado el caos reinante en la función judicial, ¡no se sabe contra quién litiga la parte, si contra el demandado o contra el tribunal!

      En tren de justificar lo injustificable, se dice que de la mano de las pruebas de oficio se llegaría (supuestamente) a la justicia, en el caso concreto, que el juez no puede renunciar a la búsqueda de la verdad jurídica objetiva. Pero ya vimos que a esa presunta verdad jurídica objetiva se accede con el abrupto sacrificio de garantías constitucionales, precio que, lo repito, no puede ni debe pagarse en un Estado de derecho2. En efecto, ese juez que se promete a sí mismo una cruzada en pos de la verdad y la justicia (en rigor, su verdad y su justicia), se equivoca en los medios y en los fines. Si calibramos la actividad cumplida desde la mira de la igualdad de los litigantes y la imparcialidad del tribunal (que el juzgador debería ser el primero en respetar), lo que se deja al desnudo es el intolerable costo que supone la formación de una certeza judicial que nace completamente amañada por los mecanismos espurios utilizados para generarla. Desde el punto de vista constitucional, no puede sostener que para resolver un litigio que le toca resolver (en su sentir, justo y ceñido a la verdad), el juzgador descienda insólitamente del vértice del triángulo equilátero que gráficamente dibujara Chiovenda, para terminar ubicándose en uno de los lados de la base de este. El paralelismo y simetría de la figura que garantiza al justiciable mantener la equidistancia del juez, presupuesto de un debido proceso, se destruye por completo.

      El sistema de procesamiento dispositivo es el único que constituye un auténtico freno a los posibles desbordes del Poder Judicial. Además, es el sistema que impide que se instaure el paternalismo y el decisionismo que hoy es pan nuestro de cada día en el ámbito jurisdiccional. Todavía más: el sistema de procesamiento dispositivo conjuga su ideario con las prescripciones constitucionales. No puede, por tanto, ser dejado de lado sin una gruesa fractura de las garantías de igualdad e imparcialidad procesal que —operativamente— pone en movimiento. En mi idea, solo un sistema netamente dispositivo terminará con los híbridos ideológicos y las normas de corte inquisitivo que todavía imperan en la región.

      Denostamos de las propuestas procesales sustentadas en un doble discurso (garantista en los postulados constitucionales de toda América Latina e inquisitorial en los códigos procesales civiles y los pocos códigos penales de la región abrazados a esa bandera), desencadena una cascada de prescripciones normativas tan contradictorias que confunden —por igual— a los operadores del sistema y a los usuarios del servicio de justicia.

      En ese modelo de juez, tiene extraños poderes, pues parecería que antes de fallar, como ilustra Ciuro Caldani “tuvo una conversación mística con Dios y fue iluminado por él para encontrar la ‘única e irrebatible’ verdad y justicia del caso concreto” (citado por Benaventos, 2009, p. 68).

      No debe resultar extraño que, a partir de propuestas incompatibles, inconciliables y antagónicas, se generen en los órganos judiciales comportamientos teñidos de fuertes componentes autoritarios o, en el mejor de los casos, impregnados de una oscura hibridad ideológica.

      Inmerso en ese desconcierto (que el antinómico sistema procesal publicista engendra), el juez en los procesos no penales se lanza a investigar o probar

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