En vivo y en directo. Fernando Vivas Sabroso
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу En vivo y en directo - Fernando Vivas Sabroso страница 19
En el Perú hay muchos problemas interesantes que pueden ser dramatizados para la televisión. No solo en las capas más humildes sino también en la clase media. Por otra parte, contamos con ambientes interesantes como el puerto del Callao, el barrio chino y, naturalmente, los barrios marginales. Sin embargo, creo que lo fundamental no es el ambiente sino el hombre y la televisión es un excelente medio para penetrar en el alma humana. En este sentido, El socio es sólo un primer ensayo.34
La simplicidad y artificialidad de la escenografía de estudio complotaron contra el afán realista que solo tuvo un decorado original, un camión colocado en la puerta del canal. La Backus discernió con mejor cálculo sus ficciones realistas; para suceder a Bar Cristal, pidió al Cumpa Donayre y a Benjamín Cisneros preparar un Kid Cristal para el 4, historia de un boxeador del Rímac (el periodista y poeta Germán Carnero Roque) que conocía penas de amor, negocios turbios de la mafia y recompensas económicas.
Volviendo a Herman, hay que decir que si algo lo detuvo fue la crisis del canal que en el verano de 1960, antes de cumplir medio año en el aire, se hizo insostenible. La escasez de ventas en ningún momento había interrumpido el oneroso plan de producción en vivo. Las películas, un lote de lujo, se proyectaban todas las noches sin auspicios que pagaran su coste. El 4 había sido mucho más prudente y austero en sus inicios. El 9 murió pronto y la familia de El Comercio asegura que los petroleros de Estados Unidos instrumentaron un boicot publicitario replicando a las campañas nacionalistas del director Luis Miró Quesada de la Guerra.
Entró entonces en escena el socio minoritario, el canal 4, que apuró la liquidación para comprar luego un canal barato y sin personal. En marzo de 1960 desapareció el 9 de radio El Sol y en abril de 1962 reapareció otro canal 9, filial de América Televisión. Al mando estaba Nicanor González Jr., estimulado por su papá Nicanor y por su tío Antonio para que aprenda televisión.
Años de tanteo (1960-1965)
Casi sin darse cuenta, la televisión peruana saltó grandes brechas en sus primeros meses de vida. La tenencia de televisores había remontado largamente los 20 mil hogares que se calculaban para fines de 1959 y en la década naciente las cifras no harían más que variar sin descanso. El cinturón de miseria que sin apretar demasiado ya estaba claramente dibujado en torno a la capital, empezaba a lucir sus primeras antenas. Pero lo más importante para la televisión era que en esos hogares precarios, al igual que en los de clase media que pagaban a crédito su primer símbolo de progreso y en los de clase alta, que empezaban a tener serias dudas sobre el carácter exclusivo de su adquisición, los televidentes saciaran sus ansias de entretenimiento.
Al mediodía todo vale
Los telecasters, todos ellos experimentados radiodifusores, no se estaban planteando por primera vez la conquista del público plural, estaban aplicando al nuevo medio lo que les había enseñado la radio. Confinados primero a un reducido segmento de arriba, las primeras brechas por saltar fueron las de género, edad y ocupación. El bloque nocturno encontraba a los hogares completos y facilitaba la formación del “semicírculo familiar” en torno al aparato. Recién con la introducción del bloque meridiano y vespertino se buscaron atracciones específicas para dos segmentos caseros, las amas de casa y los niños.
Dos conceptos que primaban en la televisión norteamericana —la “programación vertical” y la “programación horizontal”— fueron rápidamente asimilados por los canales y los anunciantes locales. Los Delgado Parker, por ejemplo, tan pronto cubrieron en 1960 el espectro horario entre el mediodía y la medianoche, aprendieron a verticalizar su oferta: a las telenovelas para las mamás seguían dibujos animados para los nenes que llegaban del colegio, atracciones plurales en el prime-time y adulteces para terminar. Esa verticalidad se extendía a los cinco días útiles de la semana, consagrando la otra consigna, aquella de la “programación horizontal”.
Pero hagamos una mención aparte para nuestros mediodías que escaparon a estas rigidices hasta las reformas laborales de la década del setenta: siendo nuestra costumbre ocupacional el horario partido y el refrigerio largo a la europea, la televisión tuvo que alterar el modelo norteamericano, ceñido al horario corrido, para entretener a la clase media que almorzaba en casa. Así, el toque de trompeta de El Panamericano en el canal 13 (convertido en 5 desde 1965) y los graves compases del Claro de luna de Beethoven en el canal 4, presidieron por largo tiempo un “primetime chiquito” con números musicales, noticias, sketchs cómicos y telenovelas estelares. El show del mediodía en el 13, desde 1960 barajó las atracciones más diversas y desde diciembre de 1961 dio paso al programa emblemático de la televisión meridiana: El hit de la una, dirigido por Juan Silva y animado por Carlos Oneto, el locutor radial Fidel Ramírez Lazo y otros rostros de Panamericana; hasta que en 1964 entró para quedarse varias temporadas el chileno Enrique Maluenda, insistiendo en el filo musical y alternándolo con entrevistas de Pepe Ludmir, algunos juegos y secuencias varias. Silva, inquieto, también lanzó un espaciado Hit de la noche, no diario y extenuante como el conducido por un ceremonioso, pretendidamente gracioso, pero siempre en caja Maluenda. Recién en los ochenta las amas de casa quedaron en posesión del mediodía y tuvieron sus shows exclusivos.
Ni elitistas ni populistas
¿Hacia qué extremos empezó a tirar la naciente televisión, hacia el elitismo o el populismo, hacia los dos o hacia ninguno? Por la experiencia radial que había descubierto a los broadcasters una demanda amplia y generosa y por el futuro pluralista que, por obligación de su gran inversión, tenían en perspectiva, es de suponer que los telecasters evitarían cualquier sesgo elitista. Por supuesto que, temerosos de desairar a sus primeros consumidores oligarcas o, peor aún, de ver arqueadas algunas cejas ante demostraciones desenfadadas de gusto populachero, la televisión demoró la exploración a fondo de ciertos géneros de masas como el humor en sketchs, el concurso sin coartadas culturales o la misma telenovela. Sin lauros ni títulos propios, tuvo que prestarse prestigios ajenos. Pero esa inhibición no debe ser confundida con elitismo; por el contrario, es una manifestación, aunque represora, de pluralismo.
Mientras la falsa prudencia duró, algunos sectores de elite creyeron encontrar una televisión a su medida y salvo las protestas por los excesos de Daniel Muñoz de Baratta (el kitsch se lo toleraban; la procacidad y la obscenidad, jamás) y por las sesiones de rock’n’ roll (rencilla generacional pero no clasista), la desilusión al enterarse de que la televisión era para todos no los apartó de la pantalla. Se alejaron, sí, algunos intelectuales que habían creído que sus emisiones cultivadas —conversaciones con expertos, reminiscencias de la ciudad, teleteatros con textos de estirpe o, experimentaciones varias— estaban por encima del rating. El mismo desengaño que sufrieron en Estados Unidos. Los Paddy Chayefsky, Sidney Lumet o Delbert Mann, autores de la denominada edad de oro del drama televisivo fugados en los sesenta hacia el cine, lo sufrieron aquí Emilio Herman, Sebastián Salazar Bondy, César Miró y otros enrolados en el primer canal 9 que quebró, en parte, por su vena experimental.
Si algunos se desengañaban, otros se enganchaban: Alfonso Tealdo, periodista de categoría, ingresó al 13 y su entusiasmo con el debate y la entrevista televisiva duró bastante; Pablo de Madalengoitia encontró que el culturalismo, al menos como coartada o telón de fondo, era un ingrediente que la televisión pedía a gritos en sus años de tanteo; la Backus y Johnston tuvo que prestarse prestigio teatral para sus primeras producciones llamando