Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
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Y finalmente, en el centro de la última visión, en el encuentro con el misterio de la Santísima Trinidad, Dante distingue precisamente un rostro humano, el de Cristo, el de la Palabra eterna hecha carne en el seno de María: «En la profunda y clara sustancia / de la alta luz se me aparecieron tres círculos / de tres colores y una dimensión […]. Aquel círculo, / que me parecía en ti como luz reflejada, / cuando con mis ojos la contemplé en torno, / dentro de mí, con su color mismo, / me pareció representada nuestra efigie» (XXXIII, 115-117, 127-131). Solo en la visio Dei se sacia el deseo del hombre y su fatigoso camino termina completamente: «Mi mente iluminada / por un fulgor que satisfizo su deseo. / A la alta fantasía le faltaron aquí las fuerzas» (140-142).
El misterio de la encarnación, que hoy celebramos, es el verdadero centro inspirador y el núcleo esencial de todo el poema. En este se realiza lo que los padres de la Iglesia llamaban divinización, el admirabile commercium, el intercambio prodigioso mediante el cual, mientras Dios entra en nuestra historia haciéndose carne, el ser humano, con su carne, puede entrar en la realidad divina, simbolizada por la rosa de los bienaventurados. La humanidad, en su realidad concreta, con los gestos y las palabras cotidianas, con su inteligencia y sus afectos, con el cuerpo y las emociones, es elevada a Dios, en quien encuentra la verdadera felicidad y la realización plena y última, meta de todo su camino. Dante había deseado y previsto esta meta al comienzo del Paraíso: «Esto debería encender más el deseo / de ver aquella esencia en la cual se sabe / que nuestra naturaleza y la de Dios se unieron. / Allí se verá lo que creemos por fe, / sin estar demostrado, pero que se nos hace tan evidente / como los primeros axiomas que el hombre admite» (II, 40-45).
LAS TRES MUJERES DE LA COMEDIA: MARÍA, BEATRIZ Y LUCÍA
Dante, cantando el misterio de la encarnación, fuente de salvación y de alegría para toda la humanidad, no puede dejar de entonar las alabanzas a María, la Virgen Madre que con su sí, con su aceptación plena y total del proyecto de Dios, hace posible que el Verbo se haga carne. En la obra de Dante, encontramos un hermoso tratado de mariología. Con acentos líricos altísimos, particularmente en la oración pronunciada por san Bernardo, sintetiza toda la reflexión teológica sobre María y su participación en el misterio de Dios: «Virgen madre, hija de tu Hijo, / la más humilde y alta de las criaturas, / término fijo de la eterna voluntad, / tú eres quien la humana naturaleza / ennobleciste, de modo que su Hacedor / no desdeñó convertirse en su hechura» (Par., XXXIII, 1-6). El oxímoron inicial y la sucesión de términos antitéticos resaltan la originalidad de la figura de María, su belleza singular.
San Bernardo, mostrando a los bienaventurados situados en la rosa mística, invita a Dante a contemplar a María, que dio los rasgos humanos al Verbo encarnado: «Contempla ahora el rostro que a Cristo / se asemeja más, que sólo su claridad / te puede disponer para ver a Cristo» (Par., XXXII, 85-87). Una vez más, se evoca el misterio de la encarnación por la presencia del arcángel Gabriel. Dante pregunta a san Bernardo: «¿Quién es ese ángel que con tanto gozo / mira a los ojos de nuestra reina, / de tal manera enamorado que parece de fuego?» (103-105); y este responde: «Él es el que llevó la palma / a María, cuando el Hijo de Dios / quiso cargar con nuestro cuerpo» (112-114). La referencia a María es constante en toda la Divina comedia. En el camino del Purgatorio, es el modelo de las virtudes que se contraponen a los vicios; es la estrella de la mañana que ayuda a salir de la selva oscura para encaminarse hacia el monte de Dios; es la presencia constante, por medio de su invocación —«el nombre de la bella flor que siempre invoco, / mañana y noche» (Par., XXIII, 88-89)—, que prepara al encuentro con Cristo y con el misterio de Dios.
Dante, que nunca está solo en su camino, sino que se deja guiar primero por Virgilio, símbolo de la razón humana, y después por Beatriz y san Bernardo, ahora, gracias a la intercesión de María, puede llegar a la patria y gustar la alegría plena deseada en cada momento de la existencia: «Y aún destila / en mi corazón la dulzura que nació de ella» (Par., XXXIII, 62-63). No nos salvamos solos, parece repetirnos el poeta, consciente de la propia insuficiencia: «No vengo por mí mismo» (Inf., X, 61); es necesario que hagamos el camino en compañía de quien puede sostenernos y guiarnos con sabiduría y prudencia.
En este contexto, la presencia femenina es significativa. Al comienzo del arduo itinerario, Virgilio, el primer guía, conforta y anima a Dante para que siga adelante, porque tres mujeres interceden por él y lo guiarán: María, la Madre de Dios, figura de la caridad; Beatriz, símbolo de la esperanza, y santa Lucía, imagen de la fe. Beatriz se presenta con estas conmovedoras palabras: «Soy Beatriz, la que te manda que vayas; / vengo del lugar a donde deseo volver / y es el amor quien me mueve y me hace hablar» (Inf., II, 70-72), afirmando que la única fuente que nos puede dar la salvación es el amor, el amor divino que transfigura el amor humano. Beatriz remite, además, a la intercesión de otra mujer, la Virgen María: «Una mujer excelsa hay en el cielo que se compadece / de la situación en que está aquel a quien te envío, / y ella mitiga allí todo juicio severo» (94-96). Luego, dirigiéndose a Beatriz, interviene Lucía: «Beatriz, alabanza de Dios verdadero, / ¿por qué no socorres a quien tanto te amó, / que se alejó por ti de la esfera vulgar?» (103-105). Dante reconoce que solo quien es movido por el amor puede verdaderamente sostenernos en el camino y llevarnos a la salvación, a la renovación de la vida y, por consiguiente, a la felicidad.
FRANCISCO, ESPOSO DE LA DAMA POBREZA
En la rosa cándida de los bienaventurados, en cuyo centro brilla la figura de María, Dante ubica también a numerosos santos, de los que traza la vida y la misión, para proponerlos como figuras que, en lo concreto de su existencia y también a través de muchas pruebas, alcanzaron el objetivo de su vida y de su vocación. Recordaré brevemente solo la de san Francisco de Asís, que se ilustra en el Canto XI del Paraíso, donde se habla de los espíritus sabios.
Hay una profunda sintonía entre san Francisco y Dante. El primero salió del claustro junto con los suyos y anduvo entre la gente por los caminos de aldeas y ciudades, predicando al pueblo, quedándose en las casas; el segundo hizo la elección, incomprensible en esa época, de usar la lengua de todos para el gran poema del más allá, poblando su narración de personajes conocidos y menos conocidos, pero todos iguales en dignidad a los poderosos de la tierra. Los dos personajes tienen otro rasgo en común: la apertura a la belleza y al valor del mundo de las criaturas, espejo y vestigio de su Creador. ¿Cómo no reconocer en aquel «alabado sea tu nombre y tu poder / por toda criatura» de la paráfrasis dantesca del Padrenuestro (Purg., XI, 4-5) una referencia al Cántico de las criaturas, de san Francisco?
Dicha consonancia se presenta en el Canto XI del Paraíso con un nuevo aspecto, que los asemeja aún más. La santidad y la sabiduría de Francisco sobresalen precisamente porque Dante, mirando nuestra tierra desde el cielo, puede percibir la mezquindad del que confía en los bienes terrenales: «¡Oh insensatos cuidados de los mortales! / ¡Cuán débiles son las razones / que os hacen volar