Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
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Los santos no han sido hombres y mujeres perfectos, en el sentido de impecables, siempre moralmente intachables; en el Paraíso nos encontraremos personajes de todo tipo, y no es raro que Dante sitúe codo con codo a hombres que en la tierra no habían tenido relaciones demasiado cordiales entre ellos. Pero la santidad no es una abstracta perfección moral; lo veremos repetidamente, es más bien el abandono confiado en el abrazo de Dios, según la admirable expresión sintética de Piccarda Donati: «En su voluntad está nuestra paz» (Par., III, v. 85).
Resumiendo, decir que el Paraíso es el cántico más teológico, más contemplativo, significa decir que acompañaremos a Dante en su descubrimiento de los misterios de lo que es humano. Lo acompañaremos hasta vislumbrar el misterio mismo de la Trinidad, hasta ver si es cierto que, cuanto más se entrega a la relación que la constituye, tanto más se hace grande y libre una persona; y el misterio de la encarnación, que hace posible vivir cien veces más intensamente la vida sin olvidar ningún aspecto concreto.
1 Véase, por ejemplo, Francesco de Sanctis, Storia della letteratura italiana, Rizzoli, Milán, 2006 [1870], p. 251: «En el infierno la vida terrena se reproduce tal cual, al estar el pecado todavía vivo y la tierra todavía presente ante el condenado. Esto confiere al infierno una vida completa y robusta, que, al espiritualizarse en los otros dos mundos, se vuelve pobre y monótona. Es como ir del individuo a la especie y de la especie al género. Cuanto más avanzamos, más desencarnado y generalizado está el individuo. Se trata, sin duda, de perfección cristiana y moral, pero no de perfección artística. Por ello el infierno tiene una vida más rica y sensible y es el más popular de los tres mundos. Por el contrario, la vida en los otros dos mundos no tiene respaldo en la realidad y es pura fantasía extraída de lo abstracto del deber y del concepto, e inspirada por los ardores estáticos de la vida ascética y contemplativa» (traducción propia).
2 L. Giussani, Por qué la Iglesia, Encuentro, Madrid, 2005, pp. 235-236.
3 M. Ferraresi, Solitudine. Il male oscuro delle società occidentali, Einaudi, Turín, 2020.
4 La historia del chico que fue encontrado en los bosques franceses está relatada, entre otros, en F-X. Bellamy, Los desheredados, Encuentro, Madrid, 2018, pp. 94-96.
5 L. Giussani, op. cit., pp. 237-238.
6 Juan Pablo II, carta encíclica Redemptor hominis, n.º 1.
7 A. Savorana, Luigi Giussani: su vida, Encuentro, Madrid, 2015, p. 609.
EL PARAÍSO Y EL COSMOS DE DANTE
Otra dificultad con la que nos encontramos cuando leemos el Paraíso es la estructura del cosmos en que Dante sitúa su viaje, obviamente muy distinta de la que conocemos actualmente. Se trata de una dificultad real, por ello vamos a abordarla enseguida, a fin de estar en las mejores condiciones para comenzar la lectura.
¿Cómo está hecho el cosmos de Dante? Como todos los pensadores antiguos y medievales, Dante adopta la descripción del universo propuesta por Aristóteles, corregida por Ptolomeo e integrada finalmente a la luz de la revelación cristiana, que él mismo expone en El convite.1 Alrededor de la Tierra, que está puesta en el centro del universo, rotan diez esferas concéntricas o cielos. Los primeros siete son los de los cuerpos del sistema solar —es decir, la Luna, el Sol y los cinco planetas conocidos entonces— y el octavo es el de las estrellas fijas; hasta aquí había llegado Aristóteles. Para explicar el origen de los movimientos celestes, Ptolomeo había añadido el noveno cielo, el Primer Móvil o cristalino, al que imaginaba formado por una materia transparente. Finalmente, los filósofos cristianos habían introducido un décimo cielo, que no pertenece al mundo creado, sino que es el lugar de Dios y de los bienaventurados, y que Dante llama en El convite «empíreo».2
Antes de proseguir, aclaremos un punto a propósito de esto. El paraíso en sentido estricto se encuentra solo en este último cielo, donde las almas de los santos gozan de la visión de Dios. Sin embargo, Dante no llega directamente al empíreo, sino que atraviesa uno a uno los demás cielos, y en cada uno de ellos se encuentra con determinados grupos de bienaventurados. Como explicará Beatriz (cf. Par., IV, vv. 28-39), esto se produce porque los bienaventurados han dejado temporalmente su sede para salir a su encuentro, para indicarle un recorrido que, a través de los distintos grados de la santidad —volveremos sobre esto enseguida—, pueda educarlo paso a paso en su camino hacia Dios.
Me gustaría añadir algo sobre la fisonomía de los santos en el Paraíso. Como veremos, los bienaventurados no se limitan a mostrarse a Dante, sino que se entretienen bastante con él, y en sus conversaciones no hablan solo de sí mismos o del paraíso, sino que a menudo se detienen sobre los asuntos terrenales, y no pocas veces con un lenguaje que es de todo menos paradisíaco. Se plantean al respecto varias cuestiones: ¿Por qué los santos pierden el tiempo, por así decir, ocupándose de la tierra? ¿Y por qué hablan de ella en términos a veces tan fuertes?
Empecemos por la segunda pregunta. El Paraíso está lleno de expresiones bastante rudas: la «cuba» de la «sangre ferraresa» (Par., IX, vv. 55-56), «soportar el hedor» (Par., XVI, v. 55), «deja que quien tenga sarna se rasque» (Par., XVII, v. 129), y muchas otras. ¿Cómo es posible que los bienaventurados se expresen con términos tan poco acordes con lugar en que se encuentran? Para empezar, el recurso a expresiones tan coloridas y punzantes tiene un valor pedagógico. Es como si Dante usase este lenguaje para darnos a entender cómo se apasionan los santos por nuestra vida, cuán profundo es el vínculo que los une a nosotros, aquí en la Tierra. Un vínculo que podrá asombrar a quien tenga una imagen desencarnada del cristianismo, del paraíso, pero que es esencial en la concepción cristiana de la vida.
Utilizando el lenguaje teológico, podemos decir que, dado que la característica principal de la Iglesia es la unidad —«Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21)—, la Iglesia triunfante —la del paraíso— participa intensa y profundamente en la vida de la Iglesia militante, que sigue combatiendo su lucha en la Tierra. En palabras más sencillas, podríamos decir que los santos, hombres y mujeres que han experimentado toda la dureza de la condición humana, siguen participando en los sufrimientos y luchas de la humanidad. Es decir, que los santos son aquellos que han salido vencedores, que han jugado y vencido su partida; pero, justamente por eso, porque conocen el drama de la lucha, animan a los que todavía la están librando.
Ahondando más, podemos decir que es Dios mismo quien participa en los dolores y las pruebas de la condición humana. La encarnación no es un evento que se acabase con la vida y muerte de Jesús; por la resurrección de Jesús de entre los muertos, el evento de la encarnación sigue actuando en la historia.
Volvamos ahora a la estructura del cosmos. Otro aspecto que hay que tener presente, además de la forma, es el movimiento del cosmos, asunto que suponía un gran problema para los antiguos y medievales. ¿Por qué rotan las estrellas y los planetas, y lo hacen con un movimiento tan regular? La respuesta de la astronomía aristotélico-cristiana es ingeniosa. El Primer Móvil, explica Dante, se mueve con un movimiento «velocísimo» porque se ve empujado por el deseo de gozar plenamente de la cercanía de Dios, que está fuera de él. De este modo, con el fin de que cada punto suyo esté lo más posible en contacto con cualquier punto de Dios y, por tanto, pueda gozar más completamente del contacto con Él, el Primer Móvil se mueve con tanta rapidez «que su velocidad resulta casi incomprensible»3. A partir de este Primer Móvil, el movimiento se