Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini

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Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri - Franco Nembrini Digital

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esta explicación del movimiento de los cielos acompaña otra que, en cierto sentido, la integra: el movimiento de cada una de las esferas celestes está gobernado por uno de los coros angélicos. Según la teología medieval, los ángeles están divididos en nueve coros, que en la imagen dantesca rotan alrededor de Dios en círculos concéntricos (Par., XXVIII, vv. 16-39); los más cercanos a Él son los serafines, después vienen, por orden, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles.4 Y cada uno de estos coros se ocupa, por así decir, del movimiento de uno de los cielos: los serafines presiden el movimiento del Primer Móvil, los querubines el de las estrellas fijas y así hasta llegar a los ángeles, que regulan el ciclo de la Luna.

      Asimismo, a través de estas jerarquías de cielos y coros angélicos, no solo baja a la Tierra el movimiento del empíreo, sino que lo hacen también las virtudes;5 es decir, todas las potencias y las capacidades que Dios introduce en la creación. Como explica Beatriz en el Canto II (cf. Par., II, vv. 112 y ss.), Dios infunde en el Primer Móvil su potencia creadora, que desde allí desciende al cielo de las estrellas fijas. Aquí da comienzo una diferenciación, porque cada constelación no recibe toda la energía de Dios, sino que absorbe de ella únicamente algún rasgo, y por ello la refleja hacia abajo según un matiz determinado. Según va bajando, la potencia divina impregna los cielos de los distintos planetas, y cada uno de estos redistribuye hacia abajo la virtud específica que ha recibido de lo alto según sus propias características; de modo que, grado a grado, la energía creadora de Dios sigue modificándose, y llega a la Tierra en diferentes formas.

      De este modo, todo el universo se concibe como una totalidad orgánica en la que, partiendo del único impulso creador de Dios, todos los elementos distintos que forman parte de él están vinculados entre ellos y remiten al Creador, como explica Beatriz ya en el Canto I: «Todas las cosas obedecen a un orden en sí y entre sí, y esto es lo que hace al universo semejante a Dios» (Par., I, vv. 103-105).

      En el marco de esta gran arquitectura, Dante organiza los temas que ha de abordar. Aquí es preciso señalar que en el Infierno y el Purgatorio había dedicado un espacio a la explicación de su estructura en relación con la distribución de los pecados (cf. Inf., XI, vv. 1-66; Purg., XVII, vv. 91-139), mientras que en el Paraíso no encontramos una reflexión análoga sobre el orden de las virtudes. Sin embargo, la pasión racional de Dante por el orden del mundo, que se refleja en la escritura rigurosa de su poema, no podía desde luego fallar aquí; de hecho, creo que el orden con que construye el recorrido es claramente reconocible. Veámoslo.

      Los cantos del I al IX, como los otros cánticos, son introductorios y plantean el tema del orden del mundo, percibido en sus distintos aspectos:

      — Luna, el orden del cosmos:

      • Cantos I-II: orden del cosmos.

      • Cantos III-V: la libertad del hombre frente a fuerzas superiores a Él.

      — Mercurio, el orden de la historia universal:

      • Canto VI: la historia política: el Imperio.

      • Canto VII: la historia religiosa: la redención.

      — Venus, el orden de la historia personal; es decir, el sentido de las inclinaciones de cada uno:

      • Canto VIII: para el bien social.

      • Canto IX: para la salvación personal.

      Los cantos del X al XXII tratan las distintas virtudes, por así decir, humanas:

      — Sol (cantos X-XIV): la verdadera sabiduría.

      — Marte (cantos XV-XVIII): el testimonio hasta el martirio.

      — Júpiter (cantos XIX-XX): la justicia humana y la justicia divina (el misterio de la elección de Dios).

      — Saturno (cantos XXI-XXII): la contemplación del misterio de Dios y el compromiso en la historia.

      Finalmente, los cantos XXIII al XXXIII abordan las virtudes teologales y marcan el camino hacia la contemplación del mismo Dios:

      — Cielo de las estrellas fijas (cantos XXIII-XXVII): las tres virtudes teologales y el triunfo de las almas del paraíso.

      — Primer Móvil (cantos XXVIII-XXIX): los ángeles.

      — Empíreo (cantos XXX-XXXIII): visión directa, primero de los bienaventurados y de los ángeles, y finalmente de Dios; con los tres pasos de la visión de Dios: unidad en la multiplicidad, Trinidad, encarnación.

      Dicho todo esto, anticipamos la posible objeción de algún lector que sonaría más o menos así: Dante creía que todo giraba en torno a la Tierra y que los astros ejercían una influencia sobre la vida, y tenía necesidad de Dios y de los ángeles para explicar todos esos movimientos que, de otro modo, no podía justificar; pero ahora nosotros tenemos la física galileana, el cosmos newtoniano, sabemos que el universo se mueve por efecto del Big Bang y de la fuerza de la gravedad. ¿Cómo podemos tomar en serio sus afirmaciones sobre la unidad del cosmos y el orden del mundo que inducen a pensar en un creador?

      Para responder a esta eventual objeción, me limito a hacer tres observaciones.

      La primera: no olvidemos que el cosmos de Dante refleja, en el fondo, una sabiduría antigua. Desde siempre, los hombres han visto que todas sus actividades están ligadas a los ciclos de la naturaleza, a las estaciones, a las fases lunares, etc.; por ello, el sentimiento que percibe un vínculo profundo entre los eventos de la Tierra y los del cosmos no tiene nada de ingenuo.

      La segunda: también en la época moderna, muchos científicos se han visto empujados, precisamente por el descubrimiento de las leyes que regulan el universo, a mirarlo con asombro estupefacto y a levantar los ojos hacia un posible creador, empezando por el mismo Newton: «Los movimientos que tienen ahora los planetas no pudieron surgir de ninguna causa natural sola, sino que fueron impresos por un agente inteligente».6 El mismo Einstein, entre otros, se hace eco de ello: «Cualquiera que esté seriamente comprometido con la investigación científica se convence de que existe un espíritu que se manifiesta en las leyes del universo. Un espíritu muy superior al del hombre, un espíritu frente al cual, con nuestras modestas posibilidades, solo podemos experimentar un sentimiento de humildad. De este modo, la investigación científica conduce a un sentimiento religioso».7

      La tercera: incluso sin llegar explícitamente a Dios, los científicos no dejan de constatar admirados cómo el orden del mundo está en función del desarrollo de la vida humana. En el Canto X, Dante observa que la inclinación de la eclíptica permite la alternancia de las estaciones y señala que si esta inclinación fuese ligeramente distinta, resultaría muy difícil que hubiera vida sobre la Tierra (cf. Par., X, vv. 13-21). Siete siglos después, los científicos hablan de principio antrópico para indicar el hecho de que las leyes que gobiernan el universo parecen hechas aposta para permitir el desarrollo de la vida, y explican que, si una sola de las constantes físicas hubiese sido infinitesimalmente diferente de lo que es, el universo no habría tenido el desarrollo que ha hecho posible la formación de las estrellas, de los planetas y de la vida.8

      Con esto no pretendo desde luego decir que el orden del mundo prueba o demuestra la existencia de Dios. Digo simplemente que, con el progreso de las ciencias, el asombro por el orden del universo y por el nexo entre este orden y nuestra vida no ha desaparecido. Ayer como hoy, el orden del mundo induce a reflexionar sobre la relación entre el hombre y el Creador. Lo cual no significa que lo demuestre mecánicamente, porque, también aquí, siempre está en juego

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