Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri - Franco Nembrini страница 12
2 En realidad, el término empíreo no aparece nunca en la Divina comedia. Sin embargo, siguiendo una tradición ya consolidada, a lo largo del comentario lo utilizaremos nosotros también para indicar el mundo que Dante contempla más allá del Primer Móvil.
3 «El convite», II, III, 9, en Obras completas de Dante Alighieri, op. cit., p. 591.
4 Que no se confunda el lector con el doble matiz de significado de la palabra ángeles. Por un lado, ángeles es un término genérico, que comprende los distintos tipos que hemos nombrado. En este sentido, serafines, querubines, etc., son todos ángeles. Por otro, el término se usa de modo específico para indicar un grupo particular, el de aquellos que solo tienen la calificación de ángeles sin pertenecer a ninguna de las otras categorías.
5 Que no se despiste el lector aquí tampoco con el doble significado del término. Por un lado, como hemos visto, virtud es el nombre de uno de los coros angélicos; sin embargo, de aquí en adelante usamos el vocablo en su significado más habitual de ‘capacidad’, ‘potencia’, como cuando se habla, por ejemplo, de las virtudes curativas de una planta.
6 I. Newton, Carta a Richard Bentley, 10 de diciembre de 1692 (traducción propia).
7 H. Dukas y B. Hoffmann, Albert Einstein. The Humane side, Princeton University Press, Princeton, 1989, p. 32 (traducción propia).
8 Cf., por ejemplo, J. D. Barrow y F. J. Tipler, Il principio antrópico, Adelphi, Milán, 2002; M. Rees, Seis números nada más, Debate, Madrid, 2001.
EL PARAÍSO: LA PALABRA, LA EXPERIENCIA, LA MIRADA
Aclarado todo lo anterior, podemos centrar ahora nuestra atención en algunos elementos claves del Paraíso.
Una primera característica a la que se refiere Dante continuamente es la dificultad para narrar con palabras adecuadas lo que ha visto. Desde el primer hasta el último canto retorna, como una especie de motivo conductor, la advertencia al lector: «Ten en cuenta que la experiencia que he tenido es tan extraordinaria que cualquier intento de referirla es limitado, inadecuado y pobre». Podría resonar aquí la objeción acerca del carácter abstracto del Paraíso. Es verdad que el Infierno es concreto, reproduce la vida tal como es, y por ello resulta más fácil comprenderlo; aquí estamos hablando de algo etéreo, extraño a la vida cotidiana, por eso las palabras de la vida resultan inadecuadas…
Para responder a esta objeción, nos remitimos a una observación general: no solo Dios, sino toda la realidad material, todo lo que tenemos ante nuestros ojos, va más allá de nuestra capacidad de comprender, y por tanto de describirlo con palabras; cualquier palabra, cualquier discurso no es más que una aproximación que trata de captar algún elemento de la realidad, pero nunca llega a agotarla.
La insuficiencia del lenguaje resulta especialmente evidente cuando abordamos los aspectos decisivos de la vida. Pensemos en las experiencias fundamentales de la existencia: ¿Qué es el amor?, ¿qué es la amistad? Podemos hablar de ello durante horas, semanas, pero nuestras palabras siempre resultarán pobres con respecto a la experiencia. Y, para alguien que no haya tenido la experiencia de un amor o de una amistad, esas palabras, por mucho que su significado literal resulte claro, siguen mudas.
Esto no quita para que las palabras puedan, en cualquier caso, constituir una invitación. Es lo que nos pasa cuando nos topamos con un testigo, con una persona que nos muestra una forma bella e interesante de vivir. Pero lo que realmente nos convence, lo que nos empuja a seguirlo, más que la comprensión exacta del contenido de sus palabras, es la alegría de su rostro, es la promesa de bien que contiene su forma de ser y de estar en el mundo.
Pensemos, por ejemplo, en el comienzo del Evangelio de Juan (cf. Jn 1, 35-41). Aquí nos encontramos con Juan y Andrés, que están escuchando al Bautista que habla y que, en un momento dado, grita: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Entonces esos dos se van detrás de ese hombre y pasan con él todo el día. Al día siguiente, Juan se encuentra con su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). ¿Qué les diría Jesús a aquellos dos para suscitar en ellos semejante certeza? No lo sabemos. Pero imagino que cuando Simón le preguntara a Andrés: ¿Cómo puedes saberlo, qué os ha dicho para que hables de este modo?, el pobre Andrés balbucearía confuso: No sé, no me acuerdo, dijo esto, aquello… No recordaría las palabras, pero la impresión que aquel hombre le había producido estaba grabada en su corazón. Exactamente como dice Dante en el Canto XXXIII (vv. 58-63):
Como aquel que soñando ve, y después del sueño la impresión recibida permanece, y no queda más en la mente, así estoy yo, que casi ha cesado mi visión completamente y aún destila en mi corazón la dulzura que nació de ella.
En este sentido, el hecho de que no basten las palabras para describir una experiencia no representa un límite; tiene un valor positivo, porque suscita en quien escucha el deseo de experimentarla a su vez. Por poner un ejemplo algo reductivo pero claro: es como cuando un amigo, al volver de las vacaciones, nos habla entusiasmado del lugar donde ha estado, de los paisajes maravillosos, de la comida exquisita, del hotel cómodo y barato… Es obvio que sus palabras consiguen solo dar una idea aproximada de lo que ha vivido, pero tú empiezas a pensar que el año que viene quieres reservar plaza en ese mismo sitio. Y, si esta dinámica vale para un detalle como son las vacaciones, cuánto más lo será para el interés supremo, el interés por la felicidad, por el significado de la vida. Es como si el interlocutor nos dijese: Sí, trataré de darte una idea con mis pobres palabras, pero estas son solo un punto de partida, una invitación para que tú mismo vivas esa experiencia.
Una vez más, vuelve a la mente el himno de san Bernardo: «Nec lingua valet dicere / nec littera exprimere; / expertus potest credere».1 Ni la palabra (lingua) ni la escritura (littera) consiguen expresar; solo quien lo experimenta puede comprender. La palabra siempre resulta pobre, pues reduce de algún modo la realidad que nombra; el valor de la palabra verdadera, del testigo que cuenta una experiencia como la de Dante, consiste en encender el deseo en la persona que escucha de vivir la misma experiencia. El mismo Dante lo recuerda repetidamente: «A los que la gracia proporcione una experiencia así» (Par.,