Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
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Me explico. Cuando de niño estudié de memoria el catecismo de san Pío X, como se hacía entonces, entre las fórmulas que se aprendían y que nunca he olvidado estaba esta: «Los dos misterios principales de la fe son: unidad y trinidad de Dios, encarnación, pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo». La Trinidad y la encarnación son el núcleo, el corazón mismo de la doctrina cristiana, del anuncio que hace el cristianismo sobre la naturaleza de Dios.
Y, justamente por esto, son lo más alejado de lo abstracto, de lo desencarnado que se pueda pensar. Por el contrario, precisamente porque Dios es la raíz de toda la realidad, descubrir la naturaleza de Dios quiere decir descubrir el fundamento de la condición humana, poner bajo la luz adecuada los misterios fundamentales de la vida terrena. Recurro a las palabras de don Giussani, que han sido para mí una ayuda determinante para comprender de mayor lo que de pequeño había aprendido sin entender:2
«Dios uno y trino» no es una formulación abstracta, sino algo que pertenece a la raíz de la existencia de todos y cada uno de los hombres, que explica y aclara su sentido último. No se puede comprender al hombre mas que a la luz de este Dios uno y trino, a la luz del hecho de que el ser […] implique una realidad comunional. […] El anuncio de que el ser del que todo depende, en el cual todo acaba y del cual está hecho todo, es el uno absoluto y al mismo tiempo comunión, explica como ninguna otra cosa el modelo de la convivencia, sobre todo el modelo de la relación entre el yo y el tú, entre el hombre y la mujer, entre padres e hijos. Ningún análisis practicado con la sola razón logra explicar la paradoja del carácter único y múltiple que simultáneamente tiene la experiencia del hombre, el cual nunca pronuncia con tanta intensidad la palabra «yo», jamás percibe con tanta pasión la unidad de su propia identidad, como cuando dice «tú», o como cuando dice «nosotros» con el mismo amor con el que dice «tú».
Dicho de otra manera, el hecho de que Dios sea uno y trino es el misterio que responde a este interrogante: las relaciones que tenemos en nuestra vida, ¿conservan nuestra individualidad o la suprimen? ¡Es una pregunta fundamental! Si ponemos nuestra vida en común, si vivimos en compañía, si nos convertimos en un pueblo, ¿somos más nosotros mismos o lo somos menos? Si me confío a una relación —con la mujer, los hijos, los amigos…—, ¿soy más yo mismo o no? «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13) recita el Evangelio, y todos, creyentes o no, admiramos y estimamos a quienes sacrifican su vida por otros. ¿Por qué han realizado su humanidad entregándose a otros y no son unos fracasados?
La respuesta no resulta obvia en absoluto, porque la cultura moderna se ha construido sobre el culto al individuo. El ideal humano realizado es el individuo; es decir, alguien que se pretende independiente de todas las relaciones, percibidas como vínculos, como condicionamientos, alguien que afirma su propia singularidad contra todos y todo. Pero, al final, el resultado de este culto al individuo es una terrible soledad. Lo documenta el precioso libro de Mattia Ferraresi Solitudine, que recorre la trayectoria que, partiendo de la exaltación renacentista del individuo, culmina en las trágicas soledades que caracterizan a la sociedad contemporánea.3
En cambio, para la tradición cristiana, para el Medievo de Dante, el ser humano no es un individuo aislado, sino una persona. Persona es el término que el lenguaje teológico emplea para la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres personas. Aunque muchas veces utilizamos la palabra persona como sinónimo de individuo, estos dos términos tienen un significado muy distinto. El término individuo indica a alguien aislado, que se ha apartado de todas las relaciones; en cambio, la persona se define en relación con una serie de vínculos que la generan y la alimentan.
Según esto, decir que la naturaleza de Dios es trinitaria equivale a decir que toda la realidad, en su origen misterioso, es relación. Cada una de las tres personas divinas ama y es amada por las otras dos. Se trata de una unidad originaria: los tres existen porque cada uno es afirmado por los demás.
Y, si nosotros estamos hechos a «imagen y semejanza» de Dios, esto define también nuestra naturaleza. En efecto, todos existimos porque alguien nos ha dado la vida, nacemos de un acto de amor entre dos personas. Cuando le preguntaban a mi madre por qué había tenido diez hijos, ella respondía: «Porque mi marido y yo nos hemos querido mucho». Esto vale para todos: existimos porque hemos sido queridos por nuestros padres y, más en profundidad, por el Padre Eterno.
Además, no solo nacemos de una relación, sino que crecemos y vivimos siempre gracias a una red de vínculos: una familia, un pueblo, un barrio concreto de una determinada ciudad, un grupo de amigos, un círculo de compañeros… Para ser humanos, todos necesitamos una trama de relaciones vivas. Por citar un caso extremo pero ejemplar, recuerdo que, a finales del siglo XVIII, en un bosque francés, se encontró a un chico que había crecido en ese bosque, lejos de todo contacto con los humanos. Los filósofos ilustrados exultaron creyendo que habían descubierto al buen salvaje, al hombre incontaminado, tal como habría sido si la civilización no lo hubiese corrompido. El problema era que este buen salvaje no tenía los rasgos distintivos de la humanidad (y no consiguió adquirirlos): no hablaba, no se relacionaba, no conseguía entrar en relación con nadie.4
Alguien podría insinuar que necesitamos las relaciones porque somos limitados, finitos, pero Dios, que es infinito, perfecto… Pues bien, el descubrimiento más apasionante es justamente que la relación, la comunión, es la forma propia del Dios cristiano, de la Trinidad. La naturaleza de la Trinidad es este movimiento perenne, esta relación amorosa que incesantemente se cumple y se renueva. Y, por la sobreabundancia de este amor —Dante lo explicará muchas veces—, por el desbordamiento de esta relación amorosa, Dios crea el mundo de forma incesante.
Fijémonos ahora en el segundo misterio de la fe, la encarnación del Hijo de Dios. Mediante su encarnación, Dios asumió una carne humana en el hombre Jesús de Nazaret. Pero, si Dios ha tomado carne humana en Jesús, significa que ese acontecimiento «se plantea como el sentido de toda la historia: […] [Jesús] afirma que todo le pertenece a Él. […] Cristo resucitado proclama que en la historia todo es redimible, que de la vorágine de los acontecimientos no se pierde nada».5
En definitiva, con su encarnación, Dios no ha asumido solo la carne de un hombre, ¡sino toda carne humana! Entonces ya nada me es ajeno, ni el amigo ni el enemigo, ni los éxitos ni los fracasos, ni la alegría ni el dolor, ni el escándalo terrible por el mal injusto o por el dolor inocente. Todo es acogido y recapitulado en el Cristo sufriente que, en la cruz, abraza a toda la humanidad y toda la historia, según la estupenda formulación con la que Juan Pablo II abrió su primera encíclica: «Cristo, redentor del hombre, es el centro del cosmos y de la historia».6
Entonces, la encarnación es la posibilidad de que todo se vuelva amigable; es la posibilidad de estar alegres sin necesidad de olvidar nada, de censurar el mal, el dolor y las contradicciones que la vida nos pone delante. Por consiguiente, la salvación no es una recompensa en el más allá por una vida de sufrimiento o de mortificación en el más acá, sino la posibilidad de vivir aquí y ahora la experiencia del ciento por uno: «Quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna» (Mc 10,29-30).
Es una expresión que Giussani citaba frecuentemente y que significaba que “querrás cien veces más a tu chica, serás cien veces más capaz de amistad, te apasionará la justicia en la convivencia social cien veces más, comprenderás a tus padres cien veces más; tendrás una curiosidad por la verdad cien veces mayor; entenderás qué es este brotar misterioso del ser tan lleno de palpitación y qué es la naturaleza, cien veces más; disfrutarás de la música cien veces más.7
Este «ciento