Cartas al general Melo: guerra, política y sociedad en la Nueva Granada, 1854. Angie Guerrero Zamora

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Cartas al general Melo: guerra, política y sociedad en la Nueva Granada, 1854 - Angie Guerrero Zamora Ciencias Humanas

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AGRIMCA en el área social.

      Luis Ervin Prado Arellano

      Licenciado en Historia (Universidad del Valle). Maestría en Historia (Universidad Industrial de Santander, Doctor en Historia Latinoamericana (Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador). Docente del Departamento de Historia de la Universidad del Cauca. Ha publicado diversos artículos sobre guerras civiles, política y fuerzas armadas en el siglo XIX. Es autor del libro: Rebeliones en las provincias Rebeliones en las provincias. La guerra de los Supremos en las provincias suroccidentales y nororientales granadinas, 1839-1842 (Universidad del Valle) y en coautoria con David Fernando Prado Valencia: Narraciones contemporáneas de la guerra por la federación en el cauca (1859-1863) (Universidad del Rosario, 2017).

      Ángela Rocío Sevilla Zúñiga

      Historiadora (Universidad del Cauca).

      Ha publicado artículos que versan sobre género, justicia y mujer en el siglo XIX. Se ha desempeñado como asistente de investigación en varios proyectos. Actualmente trabaja como funcionaria en el Centro de Investigaciones Históricas José María Arboleda, adscrito a la Universidad del Cauca.

      Contenido

       Cartas al general Melo

       Bibliografía

      En las últimas décadas, el ascenso de la nueva historia política en Hispanoamérica es un hecho incuestionable. Sin duda, múltiples procesos han contribuido en la academia para que se haya instalado nuevamente esta forma de hacer historia que, sin bien no desapareció durante la época de hegemonía de la historia social, sí estuvo en una posición marginal. El renovado interés de esta narrativa histórica que privilegia las relaciones de poder y sus implicaciones en los entramados humanos se debe, en primer lugar, a la incapacidad de las propuestas estructuralistas de resolver ciertos enigmas, obligando, según las tradiciones universitarias, a encontrar nuevas formas de hacer historia y, en segundo lugar, al rígido esquema material que reducía los demás elementos del mundo social a simples reflejos de las estructuras materiales, a epifenómenos.

      De esta manera, emergió la cultura como elemento clave y articulador de ciertos procesos sociales, descentrando el concepto de clase como agente del cambio histórico para pasar a pensarse la raza, la etnicidad, el género, el subalterno, entre otras, como categorías válidas para explicar experiencias de dominación y la capacidad de iniciativa política de diversos grupos sociales que no entraban en los esquemas estructuralistas y teleológicos de clase social y conciencia de clase1. También en estas nuevas búsquedas, algunos historiadores transitaron por vías totalmente inéditas, cuestionando de paso los cánones clásicos de las luchas obreras, al entrar en los terrenos del lenguaje para demostrar cómo este tenía un lugar en la forma como los hombres y mujeres de ayer y hoy modelan y perciben sus experiencias por fuera de los marcos materialistas. De ahí devino la reflexión del imperialismo, el colonialismo y otros utillajes conceptuales para meditar realidades sociales que no pasaron por los procesos de industrialización y construcción estatal de los países occidentales hegemónicos2.

      En este contexto de búsquedas, la historia política reapareció con nuevos ropajes, gracias a los aportes teórico-metodológicos de las nuevas formas de hacer historia. Por ejemplo, el concepto de cultura política, institucionalizado en la academia en los años ochenta del siglo pasado, permitió analizar el mundo de los valores, las ideas y las percepciones que la gente tiene de la política. De esta manera, se introdujo la dimensión cultural en los estudios del poder, dotando, como lo señala Jaume Aurell, de una renovada vitalidad a conceptos como nación, espacios públicos, élite, entre otros, y cambiando la forma de entender lo político3. Esta misma reflexión se podría aplicar a la noción de cultura jurídica o a la perspectiva relacional de la construcción del Estado que permitió pensar el sistema judicial, los funcionarios y la ley desde una visión pluridimensional, donde se tiene en cuenta a los hombres y mujeres del común, los mediadores y las estrategias usadas por los actores para interpretar, evadir o adaptar la norma, distanciándonos de aquellos vetustos clichés recurrentes en nuestras academias, aún tan de moda como Estado opresor y cuestionar de paso su posición omnímoda4.

      Los procesos de consolidación de las democracias liberales en la década de los noventa y la instalación en varios países de sistemas democráticos después de años de dictaduras en Hispanoamérica contribuyeron a un creciente interés por la historia política, en especial por los estudios de la construcción del Estado, la democracia y la opinión pública. No es gratuito que la historiografía argentina haya sido una de las principales animadoras de este proceso, un país que vivió regímenes militares, la transición a la democracia y la radicalización de las políticas neoliberales que amenazaron con desintegrar los parámetros básicos con los cuales se construyó su Estado moderno5. Este conjunto de situaciones promovió una amplia y fructífera producción historiográfica en la nación austral, haciendo una clara distinción de la política y lo político, un asunto que hoy es moneda corriente en este subcampo de la disciplina6.

      Si bien hoy es complejo intentar hacer un estado de la cuestión, por lo amplia y diversa producción de este campo disciplinar en nuestro continente, si es necesario señalar que el resurgimiento de la historia política puso sobre la mesa viejos problemas con nuevas preguntas. Por ejemplo, el tema de la militarización y la guerra, tan poco comprendida por los historiadores de inicios del siglo XX, fue redimensionada gracias a los aportes tempranos e intuitivos de un historiador argentino a inicios de la década de los setenta, Tulio Halperin Donghi. Sus planteamientos seminales, desapercibidos en las siguientes décadas, fueron retomados por una generación de historiadores a finales del siglo XX. Estos consideraron que la militarización de la sociedad después de las guerras de independencia fue uno de los fenómenos más prominentes de los nuevos Estados-nacionales emergentes al despuntar la centuria decimonónica. La proliferación de armas en manos de los civiles, la presencia de grupos armados en el campo y la irrupción de un nuevo actor en las sociedades latinoamericanas, el Ejército regular o de línea, junto con las guardias nacionales y los militares, promovieron una nueva constelación de ideas que, al mezclarse con los principios del republicanismo, desencadenaron no solo la exaltación de valores y símbolos asociados a ideales guerreros, sino que además los levantamientos armados, los pronunciamientos contra el gobierno y las guerras civiles que se desataron fueron percibidas por los contemporáneos como formas válidas de hacer la política7.

      De esta manera, el tema de la guerra, los pronunciamientos y los levantamientos armados han sido resituados a la luz de los nuevos planteamientos de la historia política en Hispanoamérica. Esta valoración del tema en Colombia se expresa en el creciente interés surgido desde finales de la década

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